sábado, 31 de mayo de 2014

Cosas de Garipil

¡Hola! Ahora que se aleja la tarde, ahora que se acerca la noche, ahora que cesa el tráfico me retiro a mi salita para recibirte como de costumbre: sin ruidos, sin prisas, sin agobios de ningún tipo. ¿Quieres tomar asiento?
    En primer lugar, una noticia: El pasado martes 20 de mayo mi autora recogió su Primer Premio Tiflos de Cuentos. El acto tuvo lugar en la histórica Residencia de Estudiantes de Madrid. Fue una velada cultural muy gratificante. Según sus palabras, el premio no era solo un reconocimiento que anima a seguir, era, sobre todo, un privilegio, porque ser elegida entre muchos siempre es un privilegio, y yo subrayo sus palabras. Estuvo acompañada de familiares, amigos y cómo no, de un servidor que, aunque nadie me vea,siempre estoy a su lado. Desde aquí y en su nombre gracias a todos. El libro que le valió el galardón se titula Los días perdidos. ¡Sí, sí! Ya sé que lo sabes, pero disculpa, me encanta repetirlo. Y para no repetirme más, paso a leerte el relato de hoy, también incluído en Letanías.
  
        Réquiem por un inocente

    Las campanas de aquel pueblo no tañían, hablaban. Cuando tocaban a fiesta decían: “Veeeniddd-veeeniddd. Veeeniddd-veeeniddd…”  Cuando pedían auxilio, gritaban: “¡Corred, corred! ¡Corred, corred”! Aquella malvada mañana musitaban: "Aaa-diósss, aaa-diósss, aaa-diósss..." porque doblaban a muerte, porque llamaban a entierro. Y su voz lastimera metió al pueblo en la iglesia tras un ataúd blanco que los niños llevaban a hombros. El obispo salió al altar revestido para oficiar.
    --Lo hemos llamado para enterrar a un niño, -dijo el párroco entre suspiros.
    --Lo hemos llamado para enterrar a un pueblo, -dijeron los monaguillos decepcionados.
    El obispo miró de frente, a derecha y a izquierda, para medir las heridas de aquellos corazones, para concretar los gramos y la clase de bálsamo que necesitaban, y vio ojos sin lágrimas para seguir llorando, coronas y coronas, muchas coronas de azucenas desesperadas, y en el palco principal una compungida representación oficial. El dolor era grande, inmensamente grande, tan grande que el ritual de siempre, en lugar de menguarlo: lo crecería. Las muletas de la fe se le doblan al hombre cuando la compleja sinrazón le arranca de raíz las piernas que le sostienen.
    El obispo tenía experiencia para saberlo, mucha experiencia. Era absurdo hablarle a un ciego de luz, era absurdo hablarle a un cautivo de libertad; lo positivo era enseñarle a ver sin ojos, enseñarle a volar sin alas. Cogió, pues, los primeros salmos de la misa, el sermón, los responsos finales... y se los guardó debajo del solideo. Les contaría un cuento, un cuento maravilloso, aquel del niño que en su carita de nácar tenía ojos de espejo, y era tan delicado, tan frágil, que cuando sus vecinos, parientes y amigos se miraban en ellos, su corazón se empañaba con sus penas, desdichas y temores, y tanto los amaba, tanto sufría por ellos, que, una madrugada, cuando todos dormían, se convirtió en ruiseñor y se fue al cielo, y desde allí tocaba una flauta mágica para tornar en sonrisa sus lágrimas, en gozo su dolor y su miedo en valor, y todos encontraron la felicidad: él, mandándoles consuelo; ellos, recibiéndolo. Cuando la adversa realidad era indiferente al remedio humano, lo sabio era huir lejos, escapar de su lado: soñar. Y al volver a ella, en medio de sus sombras, se reanudaba la marcha, se seguía el camino con la luz que se vio en el sueño.
     Se santiguó. Abrió el cuento por la primera página, pero antes de llegar al título sus ojos chocaron con los ojos del niño difunto que, a los pies de su inmaculado ataúd, desde una fotografía enmarcada en capullos de rosas, preguntaba atónito: "¿Por qué?, ¿¿por qué??, ¿¿¿por qué???..." Y se olvidó de consolar a los presentes para reflexionar así con el ausente:
    Parecía mentira, querido niño, que tu pueblo, lugar anónimo donde los haya, pudiera pasearse un día por todos los pliegues del mapa exhalando indignación por las costuras de su raída capa de siglos, con el corazón malherido bajo el pajizo palco de las canas de tantos olvidos, atadas sus rústicas manos con la soga de la impotencia, llorando a mares la absurda muerte del más inocente de sus hijos, y sin embargo millones de ojos lo vieron ayer. Porque eso sí, mi tesoro, el hombre, párvulo todavía en evitar accidentes, se licenció, ya hace tiempo, en el complejo arte de ver, hasta las guerras, desde su propia casa.
    Nada de exagerar. Es muy justo llamarlo padre del progreso, que, a golpe de sangre, sudor y oro, se ganó el título, y, a tal señor, tal honor.
    ¡Enhorabuena! Ya no encuentra barreras para conocer las tragedias al instante y en su propio escenario con absoluta naturalidad, sin salir de los brazos del sillón favorito de el cuarto de estar, sin dejar de tomar una copa en la discoteca de moda, sin apearse de las alas metálicas de un avión, sin hacer más esfuerzos que el de pulsar un botón, aunque éstas ocurran al otro lado del mundo.
    ¡Qué maravilla!, ¿verdad? Pero ya ves, mi pequeño, sólo le sirve para respirar con alivio, con tranquilidad, por no haber sido el número "agraciado" en el sorteo de la desgracia. Y lo más terrible de todo es que a menudo hay que dar mil gracias a los accidentes por haber tenido tanta paciencia.
    No sé si hechos así pueden ser controlados por el hombre, no sé si están por encima de sus medios y de su entendimiento, sólo sé que son muchas las tardes que queriendo o sin querer salimos al ruedo de la vida tan a lo loco, tan a cuerpo gentil… tan a la española, y toreamos los negros toros del peligro tan desprovistos de capa, de espada, de padrenuestros al sentido común que nosotros mismos nos asombramos de volver a la barrera sanos y salvos.
    No estoy acusando a nadie, a nadie libro de culpa, simplemente reflexiono, mi amor, porque ayer tu ángel de la guarda se fue a dar una cabezadita, y todas las irresponsabilidades se quedaron solas, a su libre albedrío, como si a estas alturas todavía ignorara alguien de lo que son capaces estas locas cuando se las pierde de vista.
    Empezaron por encender el brasero y entre las faldas de la mesa camilla colgar a secar la ropa recién lavada. No querían abrirle la puerta al diablo, sólo pretendían echarle un pulso al invierno. Se creía tan fuerte con sus lluvias y sus nieves que, sin medir las consecuencias, se lanzaron a pararle los pies seguras de la victoria. ¿Por qué dudar ayer del triunfo si nunca habían perdido la batalla? De repente, un jersey tiritó de frío, y ellas, al buen tuntún, le acercaron los puños a la llama; ésta, borracha de olor a limpio, se desbocó por los sillones, por los muebles, por las cortinas, por las puertas, por las paredes, por las vigas... mientras tú, en un amoroso lecho, soñabas, quizá, que en la plaza empezaban los fuegos artificiales que anunciaban las fiestas.
    Claro que el pueblo, tu pueblo, se puso en pie de guerra cuando vio extrañamente iluminadas las ventanas de tu casa, pero los nervios son siempre los mayores enemigos de los aciertos, el grifo que no se abre, la ventana que se cierra, el cubo que se vuelca, la escalera que se esconde, las lágrimas que ciegan, la angustia que desmaya, la cólera que crispa, los gritos que atolondran, el pánico que se cruza, la insolencia que no espera, la ignorancia que pregunta, el protagonismo que ordena, la curiosidad que observa, la estupidez que lamenta, que advierte, que alarma... y la llama pariendo llamas para ganar la baza.
    Alguien, a empujones de la realidad, vuela.
    --Hay que telefonear a la ciudad, a los bomberos.
    --Llevo tres horas diciéndolo. ¡Llama, llama! A baldes es imposible.
    --¿Cuál es el número, cuál? ¿Qué teléfono tienen?
    Mil veces pensó subrayarlo en el listín, anotarlo en la agenda, aprenderlo de memoria... pero las casas ardían siempre muy lejos, en el extranjero.
    --¡En la guía, en la guía! Tiene que venir en la guía.
    --¿En la guía? ¡Ah, sí! ¿Dónde está la guía? ¿Quién de
monios se la ha comido? ¡Qué desgracia, qué mala suerte! Está visto que las cosas son como las personas: cuando no te hacen falta, te persiguen como fantasmas; cuando tienen que echarte una mano, huyen cual alma que lleva el diablo. Para que luego digan que no hay brujas...
    Al fin, después de abrir y cerrar mil veces los mismos cajones, de un acervo de incompletos crucigramas, salen las páginas, arrugadas de aburrimiento, amarillas de claustrofobia.
    --¿A nombre de quién o de qué figura el teléfono?
     --No sé. Tal vez venga por S. M. B. (Servicio Municipal de Bomberos).
    --¡No, no! Por eso no viene.
    --A lo mejor por Par-de-Bom. (Parque de Bomberos).
    Imposible catar el nombre, cocinado con sopa de siglas. Lo más que percibe es un olor a tapadera, a disfraz: a ganas de poner trabas.
    --Quizá se lo hayan colgado a aquel ministro que hablaba tanto y tan de prisa que nadie lo entendió jamás. ¿Te acuerdas del nombre? Lo tengo en la punta de la lengua, pero...
    --Quizá, quizá, pero... ¿quién lo adivina ahora? Con lo
fácil que es llamar al pan, pan y al vino, vino.
    --¡Pues a información, llama a información!
    --¡Ay, sí! Será lo mejor, lo más rápido. ¿Sabes el número?
    --Si no lo han cambiado, el 003.
     --Comunica.
    --Vuelve a marcar.
    El disco del teléfono está a punto de marearse. "Estamos atendiendo otras llamadas. Por favor, espere unos instantes".
    --Que espere.
    --Insiste.
    El disco no puede más. "Por favor, no se retire. Enseguida atenderemos su llamada. Disculpe las molestias".
    --Que en seguida, que no me retire, que disculpe...
     --Que se vayan al cuerno. ¡Insiste, insiste!
     --¡Señorita, por favor, señorita, deme el número de los bomberos!
    --Lo siento, lo siento. El que me sale en pantalla tiene clave de secreto.
    --¿Secreto? ¡Qué barbaridad!
    --Espere, por favor, espere. Me sale otro de urgencia, de guardia. Tome nota, se lo da la cinta.
    --¡Repita, por favor, repita! No tenía bolígrafo a mano y la cinta...
    El disco devora con ansia las seis cifras que lo forman. "Este abonado ha cambiado de número. Rogamos tome nota del nuevo. 28..."
    --Y encima lo dice enfadada.
    --No le hagas caso, es una cinta.
    El disco se desespera. "Por saturación en las líneas, rogamos vuelva a marcar pasados cinco minutos".
    --Cinco minutos. Con la de estragos que puede hacer un fuego en cinco minutos. ¡Maldita Telefónica! ¿Por qué no amplía las líneas con la misma diligencia que las cifras de los recibos? ¡Dios mío! Y eso que telefonear parecía lo más simple de todo.
Tras nueve minutos, tras nueve eternidades, oyó el perseguido, el soñado "¡dígame!"
    --¿Bomberos? ¡Que vengan los bomberos! ¡Rápido!, ¡¡por favor!!, ¡rápido! Un niño se está quemando vivo en su casa.
    Y al otro lado del hilo, una voz, necesito creer que muy en contra de su voluntad, recita órdenes de superiores:
    --No estamos autorizados para prestar servicios fuera de la ciudad. ¿Por qué no piden permiso a las autoridades? Por nuestra cuenta es imposible ir, aunque el pueblo arda en llamas.
    --¿Permiso? ¿Pedir permiso para rescatar a un niño de las llamas? ¿Y eso lo ordenan esos marimandones, esos cantamañanas que, de vez en cuando, en mucho, ¡qué gaitas!, vienen por aquí a pedir votos y a subir impuestos?
    Parecía una pesadilla, cosas del Tercer Mundo, pero ocurría en tu pueblo, y tu pueblo creía formar parte de un país próspero y civilizado. ¡Vaya una estafa! Los habitantes de los pueblos, ya ves, mi lucero, sois ciudadanos de tercera clase para todo menos para votar y pagar impuestos. Pero no había tiempo para lanzar rabietas al aire. Tus gritos de auxilio metían prisa, y fue preciso iniciar sin rebeldía el enrevesado vía crucis burocrático.
    Primero, llamar al señor alcalde. ¿No es el amo de la ciudad? ¡Pues que ordene!
     Después de mil jueves se pone su secretaria. Ella es la puntilla que adorna, que realza, que da más empaque al cargo. El alcalde andaba por los cerros de Úbeda inaugurando calles, viviendas y centros sin terminar porque se avecinaban las elecciones municipales. Y ella... ella no era quien para tomar semejante determinación.
    Luego, al señor gobernador. En los asuntos de la provincia él tiene vara alta. Está claro que lo suyo es ir derecho al rey y pasar olímpicamente de los consejeros.
    --¡Dejadme, dejadme! Quiero entrar en casa, quiero morir con él.
    --Tranquila, mujer, tranquila. Tu hijo se salvará.
    --¿Salvarse, cómo se va a salvar?
    --Están llamando al gobernador. Él nos dará el permiso, ya lo verás. Dicen que tiene dos hijos, y si es padre, además de gobernador...
    La llamada recorre como una pelota el campo de despachos oficiales, pero hasta del de los secretarios sale como a puntapiés. Todos llevaban más de tres horas reunidos en Babia con los alcaldes de los pueblos principales. Éstos defendían para sus respectivos municipios el mejor aguinaldo de vino y baile para celebrar sin recortes las próximas fiestas navideñas. Y negociaciones de esta índole no 
pueden interrumpirse por nada del mundo, es cuestión de imagen, de sensibilidad.
    Después, al mismísimo presidente de la diputación; pero... con la iglesia hemos topado, amigo Sancho, que los "peces", cuanto más gordos, más adentro a nadar se meten. Y éste, ayer nadaba por alta mar. Formaba parte de una mesa redonda con otros "peces" de la Comunidad para arreglar la boda de un toro español con una vaca holandesa para igualar las razas. Habría sido de muy mal padre restar unos minutos a tan importante petición de mano, cuando se llevaba, como se llevaba, tantos años esperando que en el reloj del tiempo sonara la mágica hora de equilibrar lo manso y lo bravo. ¿Qué habrían dicho los invitados?... Bastante abusaba ya cambiando de vez en cuando la mesa redonda por la cuadrada para acallar el estómago. Estas cosas tienen su miga, hay que atar muchos lazos. No son tan simples como las piensa el pueblo, que una cosa es subir al trillo, y otra trillar el trigo.
    Al fin del tejemaneje, en volandas de la desesperación, vuelve al principio. Y de nuevo la voz de urgencias, de guardia, le escupe en el alma.
    --Imposible, sin permiso es imposible. No estamos autorizados.
    --Y si las autoridades están sumando gabelas a sus nóminas, ¿quién demonios tiene que dar este permiso?
    La pregunta escarba y de la voz brota un chorro de palabras que refresca la memoria.
    --En el ayuntamiento tiene que haber una bomba de agua para extinguir fuegos, y en su día, algún empleado, tuvo que hacer un cursillo para saber manejarla. Al menos así lo exigen las ordenanzas de seguridad ciudadana. No me lo invento, lo estoy leyendo. ¡Bien clarito lo dicen las ordenanzas! Las tengo aquí, delante de las narices. ¿O es que piensan que estas cosas se llevan a los pueblos para estar de adorno en los ayuntamientos?
     --¿Catetos, nos está llamando catetos? ¡Pues no, jefe, claro que no! Distinguimos mejor que ustedes las cáscaras de las nueces, pero las bombas no llegan con campanillas, y en los pueblos, lo que no suena, no se ve. ¡Insolente! Dé gracias a que un niño se está quemando vivo y no hay tiempo para discutir. De lo contrario... ya vería quien soy yo.
    Súbitamente se desploma el teléfono, ahorcado por su propio cable. ¡Pobrecillo! Siempre es él quien paga los platos rotos. Y la voz, libre de hilos, se derrama por los ennegrecidos aires.
    --¡Alcalde, concejales, alguacil, municipales!, ¿a qué esperan para sacar del ayuntamiento la dichosa bomba de apagar fuegos, a que esto se convierta en las ruinas de Sodoma y Gomorra? Si se abrasaran sus hijos...
    Toda la plana mayor se lleva las manos a la cabeza.
    --¡Pero anda, si es verdad! ¿Cómo no hemos caído antes? Es imposible que se nos haya escapado a todos un detalle tan importante.
    Imposible... era imposible. A ellos, que precisamente repetían legislatura por saber atar bien todos los cabos. Pero no era el momento de entrar en análisis. Las llamas se aburrían de correr por los muros de tu casa y brincaban las tapias de las casas colindantes para divertirse en ellas. Lo importante, pues, era atajarlas ya, y lo harían en un verbo. Nunca es tarde, cuando se llega a tiempo.
    --¿Dónde demonios están las llaves del sótano del ayuntamiento?
    Al cabo de mil viernes aparece el cerrajero con ellas.
     --¡Aquí, están aquí! Acabo de traerlas yo.
     --¡Qué raro!
    --Me las llevaron hace mil sábados, para hacer un juego de repuesto. Y como no han vuelto a decir nada...
     --¡Claro, claro! Como no han hecho falta...
    El repentino rapto de una escalera enoja a las telarañas y huyen los reproches, mil domingos llevaban columpiándose a sus anchas, en los abandonados peldaños, sin que nadie las molestara con las púas del plumero, y la desidia humana justificaba su osadía, proclamaba sus derechos. Tras el horror de una manta de polvo surge la bomba del agua. Estaba sin estrenar, pero parecía un cadáver, mil lunes, mil martes, mil miércoles llevaba allí, esperando entre ratones la primera revisión. Pero no te asombres, mi cielo, no te asombres, cuando las cosas no se usan, ¿qué sentido tiene revisarlas? ¿Complacer la vanidad de las normativas? ¿Cumplir el paripé de las inspecciones…? Pues bien, se firma y sanseacabó. ¿Qué importa que al estar parada se le doble algún hueso?
    --¿Cómo funciona este artilugio tan raro?
    --No pregunte sandeces. Estas cosas se tienen por si las moscas, para justificar.
    Entiéndelo, mi pequeño, hay que ser muy, pero que muy gafe para pensar que estas cosas se tengan que utilizar un día.
    --Pero... ¡al grano! Que la maneje Fulano. Para eso hizo un cursillo.
    --¿A estas alturas? No me tome el poco pelo que tengo, que no estoy dispuesto a quedarme calvo. Esas clases son tan aceleradas que pasan por la cabeza sin entrar en ella; además, para las dietas que me pagaron...
    Pero ni destituyen al perro, ni dimite el gato: los papeles aseguran que nadie se ha saltado las normas a la torera, que todo está maravillosamente en regla.
    --Bien, no se preocupe. Eso no es ningún problema.
¿Para qué se inventaron sino los libros de instrucciones?
     --De veras, Zutano, el hombre es un lince, lo tiene todo previsto.
    --¡Ya lo creo, Mengano, dice usted bien! Hoy día, el que no es maestro de todo, es, sencillamente, porque no le da la real gana. Ya nadie vende aparatos sin instrucciones. Y leyéndolas, hasta los tontos hacen carrera.
    No se sabe de dónde, ni cómo ni por qué, pero al cabo de diostesalve aparece un libro de instrucciones, encogido, pálido... quejándose de lo mismo que el listín de teléfonos.
    --¡Qué mala pata! ¡Viene en inglés!
     --Eso se arregla con la boina. Llamad a la maestra de inglés, y que las traduzca.
    --¡A ver si estas navidades nos aplicamos más a las pasas! La maestra de inglés está de baja, se partió las piernas en un accidente. Y si no nos mandan bomberos para sacar a un niño del fuego, no nos van a mandar una suplente para enseñar a los demás a hablar en ateo.
    --Tampoco hay que ahogarse en un vaso de agua, que vengan los niños y listo. No van a ser tan cerrojos como para haber olvidado el inglés que aprendieron el año pasado...
    Pero los niños del pueblo, tus amigos, no aparecieron, se habían olvidado del inglés, del bocata, de la bici... y todos a una intentaban sacar agua de las piedras para vencer las llamas que te devoraban, mientras que los mayores, los adultos, seguían dando vueltas al ruedo sin atreverse a coger el toro por los cuernos.
    --Estos diablos han escurrido el bulto. ¿A quién llamamos ahora?
    --¡A nadie!
    --¿Y qué hacemos?
    --Algo tan simple que se le ocurre a un sombrero: intentar que funcione, que el buen español no aprende, inventa, hace milagros.
    --¡Pues hale, manos a la obra! Y a ver a quién canoniza el Papa.
    Una bandada de manos revolotea furiosa sobre el atrofiado armazón de la bomba. Unas, presionan botones sin son ni ton; otras, la desperezan a puñetazos, y las demás se pelean por marear a la vez cables y tornillos. De pronto, sin saber por qué, brota de cada una de sus válvulas un chorro de agua, y al elevarlas... ¡aleluya!, forman un mar de nubes lloronas. Pero llovía tarde, muy tarde, sobre unas alas de humo tú volabas al cielo y al deshojarse tus ocho años desprendían olor a rabia, a decepción, a angustia, a dolor, a soledad... Y quién sabe si en tu ternura, al ver correr aquella piña de vecinos, parientes y amigos, con sorpresa, pensaste: ¡Qué locos! Por temor a mojarse en la plaza, han estado metidos en la taberna. Y los muy tontos se han perdido los fuegos artificiales de este año.
    No sé si los bomberos habrían podido salvar tu vida, no sé si sus esfuerzos y medios habrían sido inútiles, sólo sé que sobre los claveles de lágrimas, sobre las velas de lamentos, sobre la cruz de impotencia, con vergüenza de ser persona, con miedo de vivir entre los hombres, escribiría hoy el más tremendo de los epitafios:
    "Murió entre las llamas mientras pedían permiso para salvarlo".
    No sé si mañana un juez acusará a los hombres, no sé si simplemente acusará al destino, sólo sé que por las cuatro esquinas del pueblo, de tu pueblo, de nuestro pueblo, aquel viejo refrán de "entre todos lo mataron y él solito se murió", anda gritando a voz en cuello que ayer volvió a tener razón.
    Y camino del camposanto, entre errores que se imponían, silencios que se acusaban y corazones que se maldecían, las campanas de aquel pueblo suplicaban desesperadas: "Perrr-donnn, perrr-donnn. Perrr-donnn, perrr-donnn…”

    María Jesús Sánchez Oliva.
       
        Relación de libros publicados por mi autora: María Jesús Sánchez Oliva. Pero antes quiero recordarte que por ser el primero de sus libros me ha distinguido con este espacio en su blog del que me siento tan orgulloso como responsable. 
    Garipil-1995.
    Reseña: Garipil es un semáforo. Nace con una idea en la cabeza: decir a la sociedad que las máquinas como él nacen para estar al servicio del hombre, para ayudarle en todas las tareas que tiene que realizar, para hacerle la vida más cómoda, pero en ningún caso para suplirlo. Su mensaje es tan aconsejable para niños como para mayores.
    Letanías-1999.
    Reseña: Letanías es una colección de historias breves pero completas. El libro ideal para los que quieren leer pero les falta paciencia para enfrentarse a libros con muchas páginas. Algunos de los relatos han sido premiados en distintos certámenes literarios.
    El rosario de los cuentos-2003.
    Reseña: En los primeros años de la posguerra española, en un pueblo de Castilla, un cura de la época es incapaz de encauzar a sus feligreses por el camino recto a través del Santo Rosario, como era costumbre. Ante su fracaso decide transformar cada misterio en un cuento. El resultado son quince cuentos para niños de distintas edades. Cada cuento está ilustrado con una viñeta alusiva a la época. Este libro obtuvo el tercer premio en el Concurso de Cuentos Tiflos en su edición de 1996.
    Cartas de la Radio-2007.
    Reseña: Cartas de la Radio es una colección de cartas o artículos de opinión escritas y leídas en un programa de radio por María Jesús Sánchez Oliva durante cuatro años. Las cartas van dirigidas a políticos, ciudadanos de a pie, víctimas del terrorismo, instituciones, asociaciones, etc, y no pocas nos llevan a acontecimientos que siguen vivos en nuestra memoria.

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    Estaré encantado de responderte.

    Gracias por tu visita y hasta el próximo número.

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