¡Hola! Hoy me tocaba presentaros el octavo capítulo de Bella
Luna, pero hace unos días recibí la siguiente noticia:
Primer lugar
REVISTA ESPERANZA.
Tlalnepantla, Estado de México a 24de marzo de 2022.
Por este conducto se hace constar que María Jesús
Sánchez Oliva obtuvo el primer lugar en el concurso de
cuento corto convocado por la Revista Esperanza
con su cuento titulado Niños de trapo.
Dr. Bulmaro Landa Quezada.
Editor.
Y copio el trabajo en su lugar.
NIÑOS DE TRAPO
Capítulo I
De amiga en madre, de amigas en hijas
Soy la más joven del pueblo, tengo setenta y cuatro años,
mis amigas, que no vecinas, porque para nosotros vecinos fueron siempre los que
vivíamos en frente o tabique por medio, y aunque en los pueblos no hay
distancias, las cinco vivimos en calles distintas, descienden la escalera de
los ochenta. Celia es la mayor de todas, va por el último peldaño de la década. Hombres ya
no tenemos ninguno. El último en dejarnos fue mi marido: murió hace cinco años.
Cuando aquella tarde volvimos del cementerio mis hijos
dijeron que me tenía que ir con ellos a Bilbao, que qué iba a hacer yo aquí
sola, que ellos no podían estar yendo y viniendo cada dos por tres. Ni les dije
que sí, ni les dije que no, mi cabeza no estaba para tomar decisiones. Conseguí
dormirme de madrugada y cuando al mediodía aparecí en la cocina me encontré con la maleta hecha. Ni me
apetecía marcharme, ni me apetecía quedarme, no tenía ganas de nada. Mientras
ellos revisaban la casa para que todo quedara en orden, salí a despedirme de
mis amigas, tenía que decirles adiós. Tras cruzar la plaza, me topé con tres de
ellas. Todas llevaban un capacho cuyo contenido iba tapado con un paño rematado
de ganchillo.
—Buenos días, Violeta: —dijo Toña en nombre de todas— Vamos
a buscar a Celia para irnos las cuatro a tu casa. Como ayer dijeron tus hijos
que se iban antes de comer, acordamos hacer comida y pasar el día contigo. Yo traigo una paella
que no le falta ni el azafrán.
—Pues yo traigo una cazuela de huevos rellenos que se comen
sin que ruja el estómago —añadió Concha.
—Yo hice un flan de postre, pero me dijo Celia que también
lo había hecho ella, y decidí hacer unas empanadillas —concluyó Flora.
Iba a darle las gracias por aquel gesto de cariño. Flora sólo
las hace cuando vienen sus hijos, para
que vuelvan pronto, y vuelven porque nuestras empanadillas son distintas a las
demás. Nunca supe que las empanadillas podían hacerse de otra cosa que no
fueran de flan hasta que no empecé a viajar, que fue cuando empezaron a casarse
los sobrinos y teníamos que ir a las bodas. Cuando se casó uno de los hijos del
hermano mayor de Antonio nos tocó ir a Madrid. Se casaron un espléndido día de
julio, y en lo que los novios se fueron a inmortalizar en las fotos ese día que
es el único de completa felicidad en todos los matrimonios, nos sirvieron un
aperitivo en los jardines del hotel. Los camareros se paseaban entre los
corrillos con bandejas de jamón y otros embutidos, de tortillas de todo, de
todas las clases de quesos y otros manjares que, fuera por el hambre que en las
bodas se despierta en ese tiempo de espera entre la llegada de los novios y el
comienzo de la comida, fuera porque era verdad, todos calificábamos de
exquisitos. Ya al final apareció una camarera con una bandeja de empanadillas y
dijo como quien anuncia el premio que
toca en una rifa: Y ahora les traigo una cosa que seguro, seguro que no la han
comido nunca: ¡Empanadillas de flan! ¡Vaya!, dije yo sin quitarles los ojos del
repulgo hecho con un tenedor que les hacemos nosotras. La primera vez que fuera
de Salamanca veo empanadillas de flan. A lo que ella respondió con mucho
misterio: Es que la cocinera es de Ciudad Rodrigo. Pero un nudo en la garganta
me estranguló las palabras de gratitud, y sólo pude decirle con un gesto de la
mano que las esperaba en casa.
Cuando llegué a la puerta, ya me estaban esperando. Sin
decir nada recogí mi equipaje y me despedí de mis hijos. Ni ellos me pidieron
explicaciones, ni yo se las di, todos sabíamos que en aquel encuentro yo me había
convertido en la madre de mis amigas y mis amigas se habían convertido en mis
hijas y ni quería, ni podía ni debía dejarlas solas.
Capítulo II
Como una primavera sin flores
Los primeros días fueron duros. Mi casa se había quedado vacía,
como se había quedado el pueblo. Echaba de menos todo lo que antes me
molestaba: los partidos de fútbol en el televisor, las luces encendidas en
pleno día, las cosas sin moverse de donde yo las dejaba… Pero pronto asumí que
aquello no era un punto final, era un punto y aparte, y si algo de lo que
aprendí en la escuela no olvidé nunca fue que después de un punto siempre hay
que empezar con mayúscula.
Para empezar de forma correcta, me hice cargo de las obligaciones que mi marido
contrajo voluntariamente con sus cinco mujeres, como él decía. Yo soy ahora
quien las acompaña al médico, quien les tiñe el pelo y les corta las uñas,
quien les cambia las bombillas cuando se funden, quien les descuelga y les
cuelga las cortinas cuando hay que lavarlas y quien les cambia la hora de los
relojes en marzo y en octubre.
Poco a poco nos
fuimos adaptando a vivir sin hombres como nos adaptamos a quedarnos sin cura,
sin médico, sin maestros y hasta sin tienda de ultramarinos. Lo que no fuimos
capaces de superar nunca fue el quedarnos sin niños, niños que con el balón nos
dejaran las ventanas sin cristales, niños que hubiera que traerlos de las
orejas para que dejaran de jugar al escondite las noches de luna y se metieran
en la cama, niños que nos interrumpieran la siesta jugando por las calles a guardias
y ladrones… niños que llenaran las calles de gritos, de alegría, de vida. “Un
pueblo sin niños es como una primavera sin flores”, decían ellas y pensaba yo.
Pero los niños ya no vienen al pueblo ni de vacaciones, prefieren irse a la
playa, hospedarse en un hotel y entretenerse con todo lo que llamen deporte
aunque sea participar en una carrera con los ojos vendados.
Capítulo III
La idea del cambio
En cuanto tuve ánimo para hacerlo, y más para evitar que
viera a mi marido trajinando mañana y tarde por la casa, por el corral, por el
huerto, que porque me estorbaran, recogí todas sus herramientas en cajas y subí
a llevarlas al desván. Me costó Dios y ayuda encontrar un hueco donde poder
ubicarlas todas juntas. Mis hijos, como todos los que abandonaron el pueblo,
venían siempre cargados de cosas para guardarlas, porque en los pisos de las
ciudades sólo hay espacio para lo recién comprado, nunca para lo que hoy no
sirve y mañana puede hacer falta. Yo no tenía ni idea de lo que allí había. Era
su padre el que se encargaba de mantener el desván en orden. Me llamó la atención
un baúl que fue de mi madre y que en nuestra casa ya no era útil. ¿Qué demonios
habría allí? Ni corta ni perezosa lo abrí y sorpresa: estaba lleno de muñecos
de trapo, unos niños, otros niñas, unos más grandes, otros más pequeños,
algunos bebés. Sonreí. Eran los muñecos de mi infancia, los muñecos con los que
tanto jugué de niña, aquellos muñecos que con tanto cariño me hizo mi madre año
tras año hasta que dejé de creer en los Reyes Magos. Recordé aquella frase que
se me antojaba terrible: “Un pueblo sin niños es como una primavera sin flores”.
Y la idea que ante ellos surgió en mi cabeza cambió nuestras vidas: aquellos muñecos
serían nuestros niños, los niños de todas, los niños del pueblo.
Capítulo IV
El olor a remordimiento
Dispuesta a conseguirlo lo antes posible me puse de rodillas
y los saqué con sumo cuidado de aquel ataúd colectivo. Olían a remordimiento,
que es a lo que huelen las palabras que dejamos de usar, los libros que no
abrimos, los recuerdos que no enviamos, las rosas de papel y los besos que no
damos. Uno a uno los conté: eran veinte. Me llevó varias semanas prepararlos a
escondidas. Les cepillé su piel de fieltro, peiné sus cabellos de lana, hice
baberos, braguitas y calcetines de ganchillo, les saqué brillo a sus zapatos,
lavé varias veces sus vestidos, camisas y pantalones para que perdieran el olor
a remordimiento y no solté la plancha hasta que no quedaron todas las prendas
como recién salidas de la tienda.
En cuanto los tuve
listos, los saqué a la
puerta. Las niñas quedaron sentadas, los niños, de pies, los
bebés en sus cunitas, felices entre sábanas bordadas. Y telefoneé a mis
amigas para decirles que vinieran a
casa, que teníamos visita, y no tardaron en llegar sin mandil y recién
peinadas.
Para nosotras las horas no tenían sesenta minutos, tenían el
doble, pero aquel día tuvimos que hacernos un bocadillo porque no tuvimos
tiempo ni de hacernos la
comida. Nos volaron las horas alabando sus trajes, cogiéndolos
en brazos, cambiándolos de sitio y hasta hablándoles como cuando hablábamos a
nuestros hijos, a nuestros nietos, a los niños del pueblo. Aquella noche dormí
como hacía tiempo que no dormía: de un tirón.
Capítulo V
Mamá Viole
No eran las nueve
cuando me despertaron cuatro llamadas de teléfono, una tras otra, la primera
fue de Concha y la última de Celia. Todas querían lo mismo: que no guardara los
muñecos hasta que no volvieran a verlos, que eran preciosos, que llevaban toda
la noche pensando en ellos, y que querían que les hiciera unas fotos para mandárselas
a sus hijas.
A todas les dije lo
mismo: que se quedaran tranquilas, que podrían verlos cuando quisieran, porque
ya no eran muñecos de trapo, eran mis niños. Y las cuatro lo tuvieron claro: si
ellos eran mis hijos, yo era mamá Viole. Es lo más hermoso que me han llamado
en la vida.
Capítulo VI
Los niños son de todos
Desde entonces lo primero que hago todas las mañanas es
sacarlos a la calle. Los
recojo al caer la tarde. Ya
en casa los arreglo para que al día siguiente estén impecables. Y duermen en el
sofá, pegaditos unos a otros.
Salvo los bebés que los dejo siempre a mi puerta con el
chupete en la boca y el sonajero de campanillas de ganchillo a los pies, tengo
por costumbre no ponerlos siempre en el mismo sitio. Unos días los dejo a todos en la plaza
rodeados de peluches, pelotas y trompetas como para que jueguen; otros los
separo en pequeños grupos, y con un tambor y unas castañuelas como para
molestar, los pongo en las puertas de nuestras casas; otros, con los cabases en
la mano, acaban en fila india como para entrar en la escuela, y los días de
misa, como sobran todos los bancos menos uno, los siento en varios de los que
están libres para que hagan bulto en la iglesia. Donde no
los llevo nunca es al ayuntamiento: los niños no tienen que hacer papeles.
Mis amigas se pasan el día yendo y viniendo para verlos,
para acariciarlos, para reírles las gracias o darles un azote si hace falta.
Viven tan pendientes de ellos como yo. Si de repente empieza a llover, corren a
traérmelos a casa o se los llevan a la suya; si hace mucho calor y yo me
descuido, corren a ponerlos a la sombra; si alguno se cae y se enteran ellas
antes que yo, corren a levantarlo, y la ropa de sus nietos que traen sus hijas
para guardar ya está en mi casa para que pueda cambiarlos todos los días,
porque los niños de los pueblos no son de sus padres solamente, son de todos
los vecinos, incluso de los que toman el chocolate de espaldas porque están
enemistados.
Capítulo VII
Frases hechas
Como a cualquier madre, no me falta trabajo con ellos. Raro
es el día que no tengo que coser un botón, cambiarle los cordones a algún par
de zapatos o tener que buscar algún pendiente perdido. Como todos los niños,
son unos adanes, y más tardo yo en asearlos que ellos en mancharse. Pero esto
no impide que haga frío o calor todos los días salgamos a recorrer el pueblo de
norte a sur y de este a oeste. Sea por lo que dice una, sea por lo que dice
otra, siempre acabamos contando las casas del pueblo. Son ochenta y ocho sin
contar las nuestras más las cuatro oficiales: la del cura, la de la maestra, la
del maestro y la del médico. Todas muestran las heridas del olvido, del
abandono, de la soledad.
Los maestros se fueron cuando se cerraron las escuelas. El
cura tampoco vive aquí. Tiene a su cargo las parroquias de siete pueblos
gemelos al nuestro, y por falta de tiempo sólo viene los sábados a decirnos la
misa del domingo y cuando hay un entierro. El médico tampoco necesita casa. Sólo
viene si lo llamamos de urgencia, y para que no nos falten las medicinas, le da
las recetas al boticario y él viene de vez en cuando a traérnoslas. El alcalde
nunca tuvo casa oficial porque siempre fue alguien del pueblo. Ahora ni la
tiene, ni la necesita, no vive aquí y sólo viene media hora a la semana cuando
viene el secretario y no todas. Las ventanas de las casas particulares ya no se
abren ni para ventilar. Los hijos vienen mientras viven los padres, pero una
vez muertos, ya no aparecen ni el día de la fiesta, ¿A qué van a venir? Ya no
hay ni un bar para tomar un café, y la ausencia de Internet, les impide
utilizar el móvil. La única visita que nos vuelven a hacer todos es cuando los
traen derechos al cementerio, porque de vivos ninguno quiere saber nada del
pueblo, pero de muertos todos quieren descansar en él. Dicen que es la añoranza
quien les pide volver a sus raíces, pero para mí que la misma razón que los
echa del pueblo, es la razón que vuelve a traerlos: el dinero, porque se van
para ganar lo que aquí no pueden ganar, y vuelven para ahorrarse lo que en la
ciudad cuesta y aquí es de balde, porque la tierra, al igual que las personas,
no vale por lo que es, vale por lo que le interesa al bolsillo. Las únicas
casas que tienen macetas en las ventanas, una jaula abierta a la puerta para
que los pájaros entren y salgan cuando quieran a comer, a beber y a incubar sus
huevos y con calefacción en lugar de chimenea, son las nuestras. Nos sentimos
muy a gusto entre sus cuatro paredes, porque aunque algunos se fueron a una
residencia porque sus hijos les dijeron que allí estarían como en un hotel,
todos sabemos que, tenga las estrellas que tenga, el mejor hotel para vivir y
morir es nuestra propia casa. Y lo demás son frases hechas para justificar
conductas y callar conciencias.
Capítulo VIII
Maldita palabra
Cuando vienen mis hijos y ven que gracias a mí en el pueblo
hay más muñecos que vecinos, no me critican porque soy su madre, y airear los
defectos de los nuestros, da más vergüenza que airear los defectos de los demás
porque es como avergonzarnos de nosotros mismos, pero sé que piensan lo que
piensan el alcalde, el cura, el boticario y hasta el señor del banco que viene
el último día de mes con un cajero automático portátil para que cobremos la
pensión: que ya chocheo, porque para llenar el pueblo de fantasmas que hacen
temblar a los que vienen con un difunto, hay que chochear. ¡Maldita palabra! Me
sacan de quicio las personas que la utilizan con tan poco acierto. Cuando los
niños hacen una tontería propia de su edad, se les cae la baba diciendo que son
más listos que el hambre, que ya nacen enseñados, y lo de ya no es cosa de
nuestros días, es cosa de todos los tiempos, porque de mis hijos, cuando eran
pequeños, decían lo mismo, pero si alguien a mi edad hace algo que ellos entienden
fuera de contexto dicen que son vejeces, chocheces: cosas de viejos. ¿Pero quién
demonios se ha inventado que listeza es sinónimo de juventud y bobez de vejez,
cuando la inteligencia, si se tiene, claro está, es lo único que mejora con los
años? No tolero que con mis años me traten como si fuera menor de edad, y como
es mejor ponernos la cara colorada una vez que ciento amarilla, decidí pararles
los pies.
Empecé por el cura. Tenía la manía de darnos estampas. Para
que os entretengáis rezándoles a los santos, nos decía. Yo se las rechazaba
siempre. Le decía que yo sólo rezaba cuidando de mis niños, también de mis
amigas. Y me miraba como con pena, como con lástima. Tres cuartas de lo mismo
pasaba con el alcalde. Cuando había elecciones venía a vernos a casa y nos traía
una bolsa de caramelos sujeta con un lazo de los colores del partido. Yo se la
despreciaba siempre, y sin pelos en la lengua le espetaba que los votos no se
compraban, que se trabajaba para merecerlos, pero que ya que mis niños habían visto
los caramelos, que los repartiera entre ellos, que los que no sabían
endulzarles la vida a los niños, eran los que vivían para amargársela a los
adultos. Y se sonreía, también con pena, no porque se sintiera aludido.
Y como ellos eran
incapaces de entender que aquellos muñecos eran el sol de nuestro invierno, y
convencida de que el día menos pensado, porque ser adulto no equivale siempre a
ser inteligente, vendría una familia con un difunto y, en lugar de darnos las
gracias porque les preparábamos la iglesia para el funeral y nos ocuparíamos de
hacer lo que no harían ellos ni el Día de los Santos: limpiarles la tumba de su
difunto y llevarles un ramo de flores, le protestaría al cura para que fuera la
última familia que tuviera que ser recibida por fantasmas, y el cura le
protestaría al alcalde, y el alcalde, porque es propio de los mediocres
complacer a los cantamañanas, pretendiera obligarme a meterlos en el desván, decidí que se lo dijeran mis niños, los niños
de mis amigas, nuestros niños.
Capítulo IX
El color de la normalidad
Una mañana, sin explicarles la razón a mis amigas para no
preocuparlas, llamé al taxista que nos lleva a Ledesma cuando es preciso porque
también nos dejaron sin coche de línea, y me fui a comprar veinte camisetas de
esas que traen nuestros nietos cuando sus padres consiguen que vengan a
felicitarnos las navidades, las azules para los niños y las rosas para las niñas.
En una imprenta me las serigrafiaron con la siguiente leyenda:
Pasad sin miedo, no somos fantasmas, somos niños que damos
alegría sin tenerla, que gritamos sin voz, que amamos sin corazón… Los niños de
mamá Viole, los niños de sus amigas, los niños de trapo que han resucitado el
pueblo que los hombres de carne y hueso mataron y nadie lo defendió.
A partir de entonces, cuando viene cualquiera de los que no
viven aquí, les planto las camisetas para recibirlo, y sea porque se sienten
culpables del abandono del pueblo, sea porque les duele nuestra soledad, lo
cierto es que gracias a los niños de trapo nuestros últimos años han recuperado
el color de la normalidad, que es el más parecido al de la felicidad.
María Jesús Sánchez
Oliva.
Relación de
libros publicados por mi autora: María Jesús
Sánchez Oliva. Pero antes quiero recordarte
que por ser el primero de sus libros me ha distinguido con este espacio en su
blog del que me siento tan orgulloso como responsable.
“Garipil” (1995).
Reseña: Garipil es un semáforo. Nace con una idea en la
cabeza: decir a la sociedad que las máquinas como él nacen para estar al
servicio del hombre, para ayudarle en todas las tareas que tiene que realizar,
para hacerle la vida más cómoda, pero en ningún caso para suplirlo. Su mensaje
es tan aconsejable para niños como para mayores.
“Letanías”
(1999).
Reseña: Letanías
es una colección de historias breves pero completas. El libro ideal para los
que quieren leer pero les falta paciencia para enfrentarse a libros con muchas
páginas. Algunos de los relatos han sido premiados en distintos certámenes
literarios.
“El rosario de los cuentos” (2003).
Reseña: En los
primeros años de la posguerra española, en un pueblo de Castilla, un cura de la
época es incapaz de encauzar a sus feligreses por el camino recto a través del
Santo Rosario, como era costumbre. Ante su fracaso decide transformar cada
misterio en un cuento. El resultado son quince cuentos para niños de distintas
edades. Cada cuento está ilustrado con una viñeta alusiva a la época. Este libro
obtuvo el tercer premio en el Concurso de Cuentos Tiflos en su edición de 1996.
“Cartas de la
Radio” (2007).
Reseña: Cartas de
la Radio es una colección de cartas o artículos de opinión escritas y leídas en
un programa de radio por María Jesús Sánchez
Oliva durante cuatro años. Las cartas van dirigidas a
políticos, ciudadanos de a pie, víctimas del terrorismo, instituciones,
asociaciones, etc., y no pocas nos llevan a acontecimientos que siguen vivos en
nuestra memoria.
“Cuentos de la
Cigüeña (Soles y Lunas)” (2014).
Reseña: Son doce
cuentos escritos en verso con los que las mamás y los papás disfrutarán
leyéndoselos a sus hijos y los niños aprenderán a amar la poesía a la vez que
los cuentos.
“Los días
perdidos” (2018).
Reseña: En esta
novela se narra la historia de Ara, una mujer que de forma inesperada tiene que
enfrentarse a una ruptura matrimonial. El impacto la lleva a recluirse en su
ático de soltera. Tras varios años de aislamiento, al salir de casa una mañana,
la avería del ascensor la obliga a bajar andando todas las plantas del
edificio. En cada planta se encuentra con una mujer que le cuenta su historia.
Son mujeres muy distintas unas de otras, pero todas, por distintas razones, han
perdido muchos días de su vida. Ya en la planta baja se encuentra con Daniel,
el único vecino del edificio que también ha perdido muchos días inútilmente, y
de forma espontánea los dos deciden no perder ni uno más. Primer “Premio
Tiflos” 2013.
Para más
información sobre los libros, hacer un comentario o simplemente saludarme, solo
tienes que contactar conmigo a través de mi dirección de correo electrónico:
garipil94@oliva04.e.telefonica.net
Estaré encantado
de responderte.
Gracias por tu visita y hasta el próximo número.
Garipil.