domingo, 30 de junio de 2013

Cosas de Garipil

¡Hola! ¡Pasa, pasa! Este mes te estaba esperando como agua de mayo. Siéntate ahí, en ese sillón de seda estampado de mariposas. He guardado los capitonés para el invierno. Y yo aquí, a tu lado, en este estampado de ababoles. Tengo que darte una buena noticia. ¿Recuerdas que mi autora obtuvo el pasado año un primer premio internacional en el Concurso Europeo de Redacción en Braille con el trabajo “Falsa noticia”? Pues este año, con el trabajo titulado “Causas gemelas” ha vuelto a ser seleccionada en la fase nacional. Esto no significa nada, hay que superar la fase internacional, pero es evidente que si no se supera la primera, la segunda, es imposible. Y dicho lo que no quiere que diga, seguimos con los relatos de “Letanías”. Segovia 1998 Primer Premio Las malas lenguas Ya eran las tres de aquella tarde de junio y el día estaba como sin empezar. En los pueblos cundía el tiempo: nunca había que correr para hacer algo, nunca quedaba nada por hacer. Los hombres se habían ido al campo: los hombres siempre estaban en el campo, en la taberna, en la cama... Los niños entraron en la escuela: los niños tenían que aprender los números y las letras, lo que no sabían sus abuelos, sus padres... Las mujeres, en ramos de vecinas, se sentaron en el jarrón de la calle: las mujeres siempre tenían algo que coser, que contar, que saber... Aquel día fue Andrea la primera flor de su ramo en salir de casa. "¡Sal, María, sal, que ya vienen las otras!", gritó a la puerta de ésta, mientras asentaba la silla. Una mano perezosa dividió en dos la cortina de palillos que protegía el zaguán de las moscas, del sol, de los ojos curiosos, de los oídos indiscretos, de las malas lenguas... de todo lo que por abundante estorba. María tenía pocas ganas de darle a la aguja, pero mucha ropa que coser. El tintineo de las hileras de palillos que formaban la cortina al volver a unirse dejó su cuerpo a la intemperie, un cuerpo encorvado, fofo, abrumado… una huella de la mujer fuerte y dispuesta que había sido hasta unas semanas antes. -¡Vamos, mujer, vamos! En casa no vas a a arreglar nada -le aseguró Andrea poniéndose en pie casi antes de haberse sentado-. ¡Aguarda un momento, aguarda! Yo misma te saco la silla y el canastillo. ¿Dónde están? María miró al cielo y el sol le arañó los ojos. Qué hermoso día de primavera para los que no tenían penas del invierno, para los que podían esperar un verano sin lágrimas. -¡Aquí! ¡Siéntate aquí, a la sombra! Hace un día de San Lorenzo, -aclaró Andrea cogiéndola por el brazo, después de pegarle la silla al tronco de la higuera. María obedeció con un suspiro. Hacía un día de San Lorenzo, de pleno mes de agosto: de mucho, mucho calor. Teresa y Gonzala llegaron juntas, con sus sillas y canastillos respectivos. Se instalaron a la derecha de Andrea, formando media o alrededor de María, como si quisieran protegerla, consolarla... La higuera proyectaba las sombras de sus ásperas hojas y de sus brevas a punto de madurar sobre sus cabezas inclinadas por el peso de los moños y la orden de las agujas que reclamaban sus ojos. Una gallina de plumas negras y crespas se paseó sin pudor entre ellas. -¡Oxe, oxe! ¡Larga de aquí! -le gritó Andrea con energía, al ver que pretendía hurgar en su azafate. Pero la gallina se limitó a dar media vuelta y a acurrucarse un instante. -Si no hubiera sido porque me urge remendar estos pantalones "del" mi hombre, hoy me había "recostao" un poco -comentó Teresa entre bostezos, vigilando a la gallina que no quitaba los ojos del azafate-, Anoche no me dejó pegar ojo el perro del herrero, se pasó la noche aullando: como si oliera a desgracia, a muerte... -Como si oliera no, como que olía -afirmó Gonzala con voz rotunda, arrancando unas enaguas del pico de la gallina-, Se está muriendo tío Andrés, el Sapo. Lo dijo el médico esta mañana en la consulta. Y si el médico lo dice... -¡Bah, tonterías! -protestó Andrea mirando de reojo a la gallina- Ese tunante tiene siete vidas como los gatos, y que yo me recuerde sólo se ha muerto cinco. De morirse alguien, seguro que se muere con toda la salud. Y no creo que los perros... -¡Imposible, es imposible! -interrumpió de repente María, como volviendo en sí de un prolongado mareo, mientras se enjugaba las lágrimas con el calcetín que había intentado zurcir- Mi Lino no ha sido, claro que no. Ni muerto de hambre sería capaz de quitar un cacho de pan a nadie. Que vayan a Huracancillos, que les pregunten a tía Lola y a tío Pepe, a todo el pueblo si quieren. Diez años sirviendo en esa casa y nunca nadie ha tenido que decir nada malo de él. Al contrario. Desde el primer día tuvo abiertas de par en par todas las puertas de la casa. Con tío Pepe iba al "mercao" a comprar, a vender, a llevar, a traer... y conocía las cuentas igual que él. Cuando iban a las ferias, si tía Lola necesitaba que le comprara algo "pa" ella, en lugar de darle los cuartos al tío Pepe, se los daba "al" mi Lino. El jornal que ganaba nos lo entregaba entero. Y si alguna vez se quedó con algo, nos rindió cuentas hasta del último céntimo, como si se las pidiéramos, como si se las exigiéramos... y bien sabe Dios que no, que nunca nos dio pie "pa" desconfiar de su mano. ¡No "pue" ser, no "pue" ser! Alguien lo quiere mal, le tiene envidia, está "empeñao" en manchar el claro espejo de su familia, de la mía. -Que no, mujer, que no. ¡Quítate esa manía de la cabeza! -le aconsejó Andrea mientras le ofrecía un pañuelo que extrajo de la manga- Aquí, en el pueblo, todos los mozos son ángeles, pero en cuanto se ven sueltos, en la ciudad, pierden la vergüenza y ¡zas!, raro es el que no se vuelve demonio. Pero no te amargues, mujer, no te hagas mala sangre. Él lo ha hecho ¿no?, pues que él lo pague. Ya verás como escarmienta... -Claro, María, no llores más, "la" Andrea tiene razón -corroboró Teresa santiguándose-, con un buen escarmiento "el" Lino se pondrá derecho a tiempo. Ya verás como en la cárcel lo hacen un hombre y aprende que no se sale de pobre con el dinero ajeno, prohibido, "robao. -Bueno... -dejó caer Gonzala mientras recogía del suelo el cartón de una caja de galletas para darse aire- no se sale de pobre si tienes la mala suerte de que te pillen, como a él. De lo contrario... ¡ja! ¿No me diréis que con cuatrocientas pesetas y haciendo un par de siegas al año "el" Lino no había vivido a cuerpo de rey el resto de su vida? María dejó de llorar tan de súbito como empezó. Apretó las mandíbulas. ¿En qué se fundaban aquellas pécoras para asegurar en sus narices que su hijo se había convertido en un ladrón de la noche a la mañana…? Intentó escupirles en la cara. Ellas sabían mejor que nadie que su Lino había sido siempre un bendito, que cuando lo quitaron de la escuela con ocho años, para ir a servir a casa de tío Pepe, se fue sin poner pegas, que tío Pepe decía a sus cuñados, cuando se reunían en la matanza, que cuando repartiera la herencia le daría la misma parte que a cada una de sus nueve hijas, que tía Lola le dijo llorando cuando lo despidió que si era por su bien que lo dejaba irse, pero que si no se encontraba a gusto, que si no se hallaba, para volver a su casa no tenía ni que avisar, que si el dueño de la fábrica de zapatillas fue a buscarlo para que se la vigilara por la noche, fue porque sus parientes del pueblo, sus amistades, todos, le aseguraron que ni dando la vuelta al mundo encontraría un muchacho más valiente y más honrado, que se quitaba el pan de la boca para dárselo a los demás, que era enemigo de peleas, de tabernas, de faldas... pero no consiguió ni una partícula de saliva, tenía la boca seca. La gallina de plumas negras y crespas la miraba nerviosa, como luchando por entender sus pensamientos, y al cabo, como para vengarla, estiró el pescuezo, irguió las patas, encrespó el pico, abrió las alas, se alborotó y ¡cataplum!, en un abrir y cerrar de ojos volcó y pateó los canastillos de sus amigas, de sus vecinas. -¡Mal rayo la parta! ¡Mátala, mátala! -ordenaba Andrea poniéndose en pie de un respingo. -¡Mátala tú que la tienes detrás! ¡Tú, tú! ¿A qué esperas? ¡Mátala tú! -ordenaba a su vez Teresa que se sorprendió elegida, tirando la silla al levantarse. Y entre voces y empellones empezaron a disputarse la hazaña de atrapar a una gallina que revoloteaba y cacareaba más para amedrentar que para huir. -Como acierte a alcanzarte con ésta, vas derecha a la olla -amenazaba Gonzala quitándose una zapatilla e intentando a la vez despegar sus grasas del asiento. María huyó del revuelo. -Cuidadme el canastillo, musitó con desgana, como si en el fondo le diera igual-. "voy a beber agua. Desapareció en silencio, tras las caracolas de la cortina, bebería agua, tendría saliva, escupiría en los rostros de aquellas deslenguadas, las arrastraría por el moño, haría del pueblo una hoguera... pero el perro del herrero olía a desgracia, a muerte, y Andrea decía que de morirse alguien, se moriría alguien que tuviera toda la salud, y ella sólo estaba enferma del pensamiento, de la dignidad, del amor, del alma. En el zaguán la detuvo un retrato con marco dorado que se pavoneaba insolente sobre el zócalo de azulejos en tonos marrones. Era un retrato familiar, hecho por uno de sus yernos en las últimas navidades, cuando a pesar de las estrecheces eran felices, vivían en paz. Se fijó en su marido, el padre de su Lino. Los seis meses que habían transcurrido habían dejado en su rostro las secuelas de veinte años. Intentó escapar, huir de allí, pero su voz, recitándole antiguas palabras, palabras muy recordadas en los últimos días, la retuvo, la acercó más, incluso. "Aunque el señor de las zapatillas nos lo pinte de color de rosa, yo creo que no debemos darle el muchacho. En casa de tío Pepe está como en la gloria, duerme en colchón de lana, come en su mismo plato, se sienta con ellos a la lumbre, su mujer ve por sus ojos, se divierte con sus hijas, le paga, le enseña, lo cuida... y en cualquier caso ya sabes que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer". Tenía razón, su marido tenía razón. Fue ella la que se puso cabezona. "Dáselo, hombre, dáselo, que las ocasiones las pintan calvas, y vale la pena. En la ciudad no tendrá que sudar tinta "pa" ganarse el pan, se lavará con jabón de olor, se pondrá zapatos a diario: se hará un señorito, y ya sabes que el que no se arriesga no cruza la mar", insistió y volvió a insistir hasta que lo convenció. Entró en la cocina y entre sollozo y sollozo bebió un vaso de agua. Ella tenía la culpa, la culpa la tenía ella. Ni siquiera su hijo se fue con gusto, se le notaba en los ojos aunque no lo decía. Y ahora... ¿qué hacía ella ahora para salvarlo? Nada, absolutamente nada. Había hablado con todos los ricos del pueblo sí, pero éstos le habían dicho que con dinero se compraba la libertad, pero no la honra, y que era mejor vivir restaurándola entre rejas que en la calle con la mancha en la frente; había hablado con el cura sí, pero éste le había dicho que las sotanas influían en Dios, no en los jueces, pero que rezaría por él en todas las misas para que se arrepintiera, para que se arrepintiera y se resignara. Rezaría... También ella rezaba, rosarios, novenas, jaculatorias... Todos los días, a todas las horas. Pero Dios estaba muy lejos de la tierra, tan lejos que no la oía. Salió al corral. Una soga enrollada en el suelo le ofreció ayuda. La barandilla de la escalera que conducía al sobrado se brindó a poner lo demás. ¿Y si en un instante se acercara hasta el cielo y se lo pidiera de rodillas?... Mientras María se acercaba al cielo para hablar con Dios, Avelino se desesperaba en una de las celdas de la cárcel de una de las ciudades cabeza de partido de la provincia. Pronto será el juicio, y me condenarán, y me llevarán a la cárcel de la capital, y dicen los presos que ésta es la gloria "compará" con aquélla, y soy inocente, soy inocente. Era inocente sí, pero sólo lo sabía él. El juez no veía su corazón: le deslumbraban las apariencias. Volvió a hacer memoria y no recordó nada nuevo, nada que le sirviera para deshacer aquel entuerto. Había entrado en la ciudad, pero la ciudad no había entrado en él. Se sentía en ella como un niño metido en ropas de adulto. Los días se le hacían meses. Por la mañana dormía en la cama que le habían alquilado unos parientes y por la tarde les echaba una mano en el bar que regentaban, pero le aterraban las pesadillas y le trastornaba el olor a vino; las noches, en la fábrica, se le hacían años, le asfixiaba el olor a zapatillas, le angustiaba la soledad, le abrumaba el silencio de los muros de hormigón, la palidez de las luces artificiales, el continuo ir y venir sin llevar ni traer nada... pero ni se lo dijo a nadie, ni pensó en regresar a Huracancillos, si sus padres lo habían decidido así, bien decidido estaba, aunque él no lo entendiera. Tres semanas llevaba en la ciudad cuando al llegar aquella noche a la fábrica le esperaban dos guardias civiles. -¿Dónde está el dinero? -¿Qué dinero? -El que robaste anoche aquí, en la fábrica. -¡¿Yo?! -¡Sí, tú! No te hagas de nuevas. Ayer, para probarte, dejó tu jefe en la caja cuatrocientas pesetas, y hoy, cuando vino, habían volado. Él mismo fue esta mañana al cuartel, a poner la denuncia. Le pidió al sargento que antes de darnos la orden de detenerte hiciera tiempo por si te arrepentías. Ya ves si el hombre es bueno. Pero han pasado las horas i... -¡Mentira, eso es mentira! Yo no he "robao" nada. ¿"Pa" qué quiero yo cuatrocientas pesetas? ¡Créanme, créanme! Se lo juro por Dios, por mis vivos, por mis muertos... -afirmó aturullado por el impacto, suplicó temblando de miedo ante sus respetables bigotes. -¡Bien, vamos! El juez dirá quién tiene razón, si el jefe o tú. Y se lo llevaron esposado, y vinieron los interrogatorios, las torturas... y él sólo podía decir: "Yo no he sido, yo no he sido". Pero el juez no veía su corazón: le deslumbraban las apariencias. En su ignorancia, para que lo dejaran en paz, confesó que el dinero estaba en el muladar que había detrás de la fábrica, en uno de los huecos de la muralla donde decían que los rojos escondían las armas cuando la guerra, pero hechos los registros pertinentes el dinero no apareció, y sólo logró echarse más tierra encima: si confesaba haberlo escondido, era porque lo había cogido, y aunque nadie lo vio gastarlo, aunque sus padres no lo habían recibido, aunque no lo tenía, lo había robado, la palabra de su jefe era más de fiar que la suya. De repente un garabato de luz empezó a disipar sus tinieblas. ¡Sí, claro que sí! Ahora me acuerdo. Aquella noche entró en la fábrica "el" Saturio, el "cuñao" de mi jefe. Me mandó a echar una carta urgente. ¿Y si en lo que yo fui al buzón…? -¡Centinela, centinela!, -gritó desesperado, dando puñetazos en la reja como un endemoniado. Acudió el centinela, lo condujo ante el juez, le tomó declaración. Me estoy acordando que aquella noche... La voz de sus principios, de su buena fe le ordenó: "¡Cierra el pico, canalla, cierra el pico! No es de hombres delatar a nadie". Pero otra voz más firme, más enérgica, le imploró: "¡Habla, hijo mío, habla! ¿No ves que por salvarse ellos están hundiéndote a ti?" Y habló sin excusarse, como hablan los inocentes. Veinticuatro horas después en el pueblo doblaban las campanas. La ha «matao» su hijo, su hijo la ha «matao», murmuraban todos sin sombra de culpa, sin atisbo de remordimiento, entre rezos y lágrimas incluso, mientras las palas de tierra caían perezosas sobre el cuerpo todavía caliente de María. A la misma hora, en aquella ciudad cabeza de partido, los dos guardias civiles sacaban a Avelino de la cárcel sin un gesto de pesar por su error, sin una palabra de perdón por sus palizas... como si tanto antes como a la sazón estuvieran cumpliendo con su deber. Saturio, lanzándole al pasar una rápida mirada de enemigo, entraba a ocupar su celda: él había cogido las cuatrocientas pesetas, acompañó a su jefe a ponerlas en la caja y éste le explicó la trampa, se había comprado con ellas una casa... pero nadie sospechó de él, ni siquiera su cuñado. El dueño de la fábrica de zapatillas dio tres zancadas para salir de allí antes que él: sin ofrecerse para llevarlo a su casa, sin pagarle el jornal de las tres semanas... y eso que cuando fue a buscarlo pedía un mozo valiente, valiente y honrado. Con los dos guardias civiles subió al tren. Desde niño había soñado con viajar en tren para correr más que en el potro, que en la yegua, que en el caballo, pero en aquel momento se le antojó que iba sobre el más canijo de todos los burros que conocía. Llegaron por fin a la estación. Se apearon. Ellos sin ninguna prisa, él con todas. Eran las dos de la madrugada. -¿Cuántos kilómetros hay de aquí a tu pueblo? -le preguntó uno de los guardias. -Catorce, catorce y algo. -Te dejamos aquí, en la sala de espera, y por la mañana coges el coche de línea -dijo el otro ofreciéndole un duro-. ¡Ten, ten para el billete! -¡No, señor, no! Yo no quiero dinero que no es mío. Si me dan permiso, me voy yo solo ahora mismo, andando. -Son tres leguas, ¿verdad? -quiso saber el primero de los civiles. -Más o menos. -¿No te cansarás? -No, señor, no. Son las piernas las que tengo ligeras, no las manos. -Pero hay lobos en las sierra, y los lobos aúllan por la noche. ¿No te asustarás al oírlos? -inquirió el otro en tono de alarma, como para asegurarse de que no les buscaría ningún problema. -No, señor, no. Yo sólo me asusto de los hombres, de los hombres que sin aullar muerden. Los guardias civiles se metieron en la cantina, a gastar el duro en vino mientras llegaba el tren de regreso. Avelino, sin más luz que la que quería prestarle la luna, sin más compañía que la de las voces salvajes que estremecían los campos, volaba carretera adelante. De vez en cuando, sin pararse apenas, miraba hacia atrás por si le seguían los guardias, por si algún civil le acechaba tras las zarzas, por si le estaban tendiendo otra trampa. Al entrar en el pueblo se apoyó sobre la tapia del cementerio para secarse el sudor de la frente y alisarse los cabellos. Olía a tierra recién movida, a lágrimas recién caídas, a flores recién cortadas, pero de los suyos ninguno podía haber muerto, aunque tristes, todos estaban sanos. Ya tranquilo y compuesto se encaminó hasta su casa. El llamador lucía un lazo negro, pero no lo vio. Tenía tantas ganas de entrar... Sus hermanas, vestidas de luto, le abrieron la puerta. -¡Ya han "pillao" al ladrón, ya lo han "pillao"! ¡Soy inocente, libre! ¿Y madre, dónde está mi madre? -Se ahorcó ayer, la enterramos hoy. Dice la gente que tú la mataste. Avelino se aseó con agua caliente y cenó y desayunó en una sola comida y rodeado de los suyos. En cuanto amaneció se fue al juzgado y esperó a que llegara el juez. -Vengo a denunciar a los asesinos de mi madre. -¿Asesinos? ¿Quiénes son los asesinos de tu madre? -El cura del pueblo, los ricos, las vecinas... -hizo una pausa, como para hacer el recuento- el dueño de la fábrica de zapatillas, su "cuñao", el juez de... entre todos la mataron, entre todos menos yo. -A lo mejor tienes razón, a lo mejor... pero ella sola se puso la soga al cuello, ella sola se ahorcó. Las vecinas la vieron entrar en casa sin compañía, tu padre la encontró colgada, hasta los ricos del pueblo corrieron a descolgarla, el cura le dio la extremaunción, el médico firmó la defunción y la Guardia Civil, cumpliendo mis órdenes, levantó el cadáver. Lo siento, lo siento... no hay razón para acusar a nadie. No había razones para acusar a nadie, todos eran inocentes. Solamente él era culpable, él solamente, porque no recordó a tiempo, porque en su ingenuidad no pensó que alguien pudiera traicionar al hermano de su mujer, porque se acoquinó en lugar de reaccionar. Ante sus ojos surgió el rollo de soga y la barandilla de la escalera. Se haría justicia él mismo, él mismo se haría justicia, iría tras su madre para pedirle perdón. Pero al entrar en casa le detuvo la voz de tío Pepe. -Llegué tarde al entierro. Se le clavó una astilla al caballo y tuve que esperar en los Molinos a que se le pasara la cojera. Pero ahora me alegro. Por ella ya no podía hacer nada; por ti, mucho. ¡Vámonos a Huracancillos, vámonos! Está impaciente tía Lola. Y corrió a ensillar el caballo. Tío Pepe no era un amo para él, era un padre; tía Lola veía en él un hijo, el hijo varón que nunca tuvo; para sus hijas no era un criado, era un hermano. Y entre todos le ayudarían a reconciliarse con el género humano. Autora: María Jesús Sánchez Oliva. Gracias por tu visita y hasta el próximo mes. Para contactar conmigo: garipil94@telefonica.net Espero tus comentarios.

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