sábado, 1 de junio de 2013

Carta a...

¡Hola! El primer sábado de mayo, en un mercadillo presencié algo que me obliga a dedicaros estas líneas, pues, si bien es verdad que ocurría en un pueblo portugués, no es menos cierto que podría ocurrir en cualquier pueblo español. ¿Qué más da? Era uno de esos días que vosotros llamáis buenos, es decir, que luce el sol, que no hace frío, que no llueve, y el buen clima hace que los mercadillos se llenen de gente que, poco o mucho, siempre acaba comprando algo. Todo transcurría con normalidad. De repente, los vendedores, empezaron a llamarse por teléfono unos a otros y pasando olímpicamente de los compradores que tenían delante, empezaron a desmontar tenderetes como locos, a esconder móviles, a recoger género sin ningún miramiento, a tirar artículos y ayudarse los unos a los otros mientras todos nos preguntábamos de qué o de quién se protegían. La respuesta no se hizo esperar. En un abrir y cerrar de ojos el mercadillo se convirtió en la sede de la policía, porque aquello no era una dotación policial, era la policía al completo, y en un santiamén interrogaron a algunos vendedores, les pidieron papeles, revisaron sus móviles, inspeccionaron los tenderetes y requisaron prendas de vestir sobre todo. Algunas mujeres se resistieron a entregar su mercancía y se encararon con los agente, solo las mujeres, los hombres no, y eso que son el seso débil. Los niños, al ver el nerviosismo de sus madres, se pusieron a llorar, los hijos de las vendedoras ambulantes suelen hacer la misma jornada laboral que sus madres incluso siendo bebés, y no es que sean malas madres, ni muchísimo menos, es que las madres que se ganan la vida de rastro en rastro tienen los mismos derechos que las madres ministras, diputadas o senadoras, pero aunque parte de su trabajo va destinado a pagarles por ello, estas no se preocupan de que puedan ejercerlo. No pretendo censurar la actuación de aquellos agentes, entiendo que estaban cumpliendo con su deber, y les guste o no les guste, su obligación es hacer bien su trabajo. Tampoco pretendo defender a los vendedores que salieron perjudicados, supongo que las prendas requisadas eran falsificadas cuando no robadas, y esto, lo haga quien lo haga, es un delito. Pero ¿por qué no está la policía autorizada a hacer lo mismo con los políticos que roban y nos estafan de mil formas y maneras? Buscando una respuesta más o menos acertada vino a mi memoria una joya de nuestra literatura: El Buscón, de Quevedo. Pablos, natural de Segovia y apodado el Buscón, era un pícaro que acabó cambiando de lugar para cambiar de vida y no lo consiguió como es natural: las conductas de los humanos no dependen de los lugares, dependen de las circunstancias, y las del Buscón no fueron muy propicias para entenderse con el género humano. Para empezar era hijo de un barbero que acabó en la horca y de una mujer dada a la brujería que acabó en la hoguera. Tenía un hermano menor. El pequeño murió a los siete años de una paliza que le propinaron en la cárcel por robar a los clientes de su padre. ¿Qué otra cosa podría hacer la criatura? Ante el trágico final de su hermano, el Buscón pregunta a su padre: —Padre, ¿por qué le han hecho esto si los clérigos, nobles y caballeros también roban y no les hacen nada? —Hijo –respondió el padre-, porque no quieren competencia. Sobra buscar más respuestas. Es evidente que de los mercadillos nadie sale rico, tan evidente como que de la política nadie sale pobre, pero de momento la policía no tendrá que molestarse en requisarles los bienes que no hayan sido adquiridos con su sueldo: siguen odiando a la competencia, es decir, quitándosela del medio al precio que sea. ¡Qué lástima!, ¿verdad?, ¡qué lástima!

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