sábado, 1 de junio de 2013

Cosas de Garipil

¡Hola! ¿Qué tal pasaste el mes de mayo? Por mi parte “enfadado” con estos días de bajas temperaturas y de lluvias que les han deslucido su día a no pocas novias y a muchos niños que hacían su primera comunión, pero como hablar del tiempo es perderlo en balde, paso a leerte la segunda historia de “Letanías”. La Robona Tras la última clienta salió Ángel de la carnicería con un cartel en la mano. Era un simple pliego de papel reciclado donde aprovechando las pausas entre clienta y clienta había rotulado un haz de letras grandes y negras. -¡Sal, Chaga, sal a ver si te gusta! -le gritó a su esposa desde la acera, mientras cerraba la escalera que había utilizado. Chaga, en zapatillas y con las manos enguantadas, salió a la calle. "Se necesita empleada de hogar. Sueldo y horario a convenir. Trato familiar", leyó atropelladamente en el cartel que ya pendía de la marquesina que protegía la fachada del establecimiento. -Muy bien, te ha quedado muy bien -comentó entrando de nuevo en el local-, sobre todo eso de “trato familiar". Pero Ángel no la oyó, se afanaba en afilar cuchillos, en limpiar machetes, en hacer arqueo... y convencida de las prisas de su marido, se entregó a meter el sobrante en la cámara frigorífica. Lo que eran las cosas -pensó para sí mientras trajinaba-, ella que había servido desde que salió de la escuela con doce años hasta que se casó con veintiséis, ahora, cuando mediaba los cincuenta, buscaba sirvienta. Claro que todo era distinto, muy distinto. Entre las criadas de antaño y las empleadas de hogar de hogaño había un abismo; además, ella no aspiraba a una de aquellas muchachas que por un sueldo miserable tenían que rodar por donde se le antojaba a la impertinente señora de turno. Ni mucho menos. Ella sólo quería una persona que le ayudara, que le echara una mano, pues, tres hijos varones, el padre y un negocio tan esclavo, daban tantos quehaceres que la casa andaba siempre manga por hombro. De acuerdo que hasta entonces había tirado adelante, pero ya se habían desempeñado, estaba cansada y tampoco era plan que alguno de los hijos dejara de estudiar para ayudar al padre. ¡No, eso sí que no! Pero… ¿cuánto le pagarían? Al oír los pasos de su marido, que se acercaba apagando luces, cerró la cámara y se lo preguntó en voz alta: -Digo, Ángel, que si va alguna chica, si me gusta, ¿cuánto le ofrezco de sueldo? -¡Déjame ahora de chicas! -respondió él sin pararse, agitando impaciente las llaves- ¡Ponte los zapatos y vamos, que juega el Barça! Pasó la noche como siempre: muy deprisa. Chaga ultimaba la comida para salir zumbando a la carnicería cuando sonó el timbre de la puerta. Antes de abrir ojeó por la mirilla. ¡Qué extraño!, pensó. Era doña Jacoba. ¡Sí, sí!, doña Jacoba, la misma que viste y calza. ¿Qué querría de ella? La había visto solamente una vez, hacía años, muchos años, pero ni su cara se le había despistado de la memoria ni sus mañas del alma. El recuerdo de aquel encuentro serpenteó por sus pensamientos para volverlo a vivir en un instante. Moría el mes de noviembre. Era una tarde muy fría, tan fría que las lágrimas se le helaban en los párpados. A ratos andando, a ratos corriendo, logró llegar a la villa. Tenía que encontrar una casa para servir, su madre no podía enterarse del despido. Necesitaba tanto aquel jornal que a buen seguro la mataba viva. Al subir la cuesta del Anís vio un cartel que mecido por el aire se columpiaba en el balcón de madera de uno de los pisos de la segunda planta de un regio edificio. "Se busca criada fija", leyó en él. Y con las manos sobre las rodillas para ayudar a sus piernas consiguió subir la angosta escalera de caracol. Al oír el timbre y después de escudriñar por la mirilla, doña Jacoba le abrió la puerta. -¡Pasa, maja, pasa! -exclamó acariciándose los pendientes, como para que se percatara de que eran de oro, y después de mirarla de arriba abajo, le ofreció un diván en tonos verdes. Al sentarse sintió que la sangre, lamiéndole los pies por dentro, le repetía con fuerza: "¡Gracias!, ¡gracias!, ¡gracias!...”, y sintió sueño, mucho sueño, pero el hambre y la incertidumbre le impidieron cerrar los ojos. Doña Jacoba amortiguó el rumor de unas voces juveniles entornando la puerta que comunicaba el vestíbulo con el resto de la casa, y sin tomar asiento, con las manos abiertas sobre el vientre para que viera mejor sus anillos, inició el interrogatorio: -Vienes por lo del anuncio, ¿verdad? Por la pinta... -Sí, señora, sí. Soy criada. -¿Cómo te llamas? -Santiaga, Santiaga Pérez, pero me llaman Chaga. -¿Cuántos años tienes? -Dieciséis. -¿Tienes novio? -No... ¡No, señora! -¿De dónde eres? -De Ayala. -¿Has servido alguna vez, o es la primera? Una ráfaga de duda la hizo titubear. Si decía que no, la rechazaría por falta de experiencia; si decía que sí, quedaría eliminada por malos informes. De repente, a través de la claraboya del recuerdo, oyó la voz de su madre: "La verdad ablanda los corazones; la mentira los endurece". Y ella estaba ya condenada a necesitar amas de corazón de nata. -Cuatro años, señora, he servido cuatro años. -¿Dónde? -En la dehesa de Trápala. Los amos me querían mucho. El trabajo no me escuece, guiso igual "pa" ocho que "pa" ochenta, y sólo salgo a misa los domingos y un día al mes "pa" llevarle el sueldo a mi madre. Le juro que... Y unas lágrimas implorando misericordia empezaron a brillar en sus ojos. -No jures, mujer, no jures. Ahora mismo pido informes y te quedas. ¡Anda, ven! Pasa a la salita, a ver qué opinan los chicos. Son tan delicados... -Sí... señora, sí -asintió temblando como una mimbre sacudida por el cierzo, y cual oveja perdida, la siguió. -Es la nueva criada -anunció a los chicos doña Jacoba sin dejar de retocarse el moño-. ¿Qué os parece? -¿Sabes jugar al parchís?, -le preguntó de sopetón el mayor de los tres. -¡Sí, sí, claro que sí! -respondió ella perpleja- En el pueblo siempre juego con mis hermanos. -¡Pues a jugar, que ya somos cuatro! -exclamaron los tres al unísono. Y mientras doña Jacoba, dando un portazo, se dirigía al teléfono que estaba colgado en la pared del pasillo, ella, entreabriendo la puerta con disimulo, se sentó ante la mesa camilla. -¿Qué color eliges? -le preguntó el mediano. -El verde, prefiero el verde. -¿Por qué? -Porque es el color de la esperanza y yo es lo único que tengo. -Pues para mí el azul, que como es palabra aguda, me ayudará a ser agudo. Ella sonrió con desgana. -Para mí el amarillo, que como rima con listillo, os ganaré sin esfuercillo, -añadió el menor con ánimo de hacerse el gracioso. -Pues para mí el rojo, que si no me permite ganaros, me permitirá volveros locos, -remató el mayor con evidente deseo de ser más ingenioso. ¡Buf, qué críos más repipis!, pensó ella, pero ensayando su mejor sonrisa, se sometió a lanzar el dado sobre el tablero, para ver a quién le tocaba salir en primer lugar, y como presagio de mala suerte, le tocó tirar la última. -¡Cinco!, -gritó el mayor, y sacó una ficha roja. -¡Cinco!, -gritó el mediano, y sacó una ficha azul. -¡Cinco!, -gritó el menor, y sacó una ficha amarilla. -Tres, -musitó ella, y pasó turno. -¡Cuatro!, -gritó de nuevo el mayor, y ante la expectante mirada de sus hermanos avanzó la ficha casilla a casilla sin que ella lograra enterarse de nada. "¡Sí, sí, eso me ha parecido!", exclamaba bajito doña Jacoba, y se distrajo adivinando las palabras de la señora de Trápala, su ama hasta entonces: "Es limpia como un jaspe, trabajadora como una mula, mansa como una malva; pero... todas tienen un pero, no es de fiar". -¡Vamos, te toca!, -le gritó el menor propinándole un golpe en el hombro. Abrió los ojos sobresaltada. Tanto la ficha azul como la amarilla tenían ya compañera. Tiró el dado a voleo, sin interés por ganar. ¿Qué más le daba?... Su vida dependía del jornal, no del juego. El dado rodó a su aire por el tablero. -¡Dos!, -gritaron los chicos al detenerse- y sigues pasando turno. Seguía pasando turno, como seguía pasando por su cabeza el pero que le ponía su ex ama. "Me ha robado media piña de plátanos. ¡Así, como se lo cuento! Media piña de plátanos. ¡Ya ve usted! Con el precio que tiene esta fruta... Por eso la he despedido". El mayor sacó otra ficha roja, el mediano avanzó una casilla con la primera de las azules, el menor, arrastrando una de las amarillas con la yema del índice derecho, contó: "Una, dos, tres..." Ella agitó el cubilete y sin mirar lanzó el dado sobre el tablero. Los chicos gritaron: -¡Seis! "¡Bien, señora, bien!" aseguraba doña Jacoba. "Lo entiendo, lo entiendo, Esa fruta es para los amos, no para las criadas". Y con los nervios de punta volvió a tirar. -¡Seis!, -gritaron los tres hermanos. "¡Mil gracias, señora, mil gracias por la información!", recitaba doña Jacoba empalagosamente, alzando la voz con alarmante coquetería. Y ella, a punto de explotar en un ataque de llanto, tiró de nuevo el dado. -¡A casa!, -gritaron los tres alborozados, y se puso en pie de un respingo. A casa… a casa… tendría que irse a casa, y pasar la noche a la intemperie. Se lo decía el gesto de doña Jacoba que apareció como un fantasma en el dintel de la puerta. -¡Un momento, mami, un momento! -profirió el mayor- Espera a que acabemos la partida y luego le das las instrucciones. -No tengo que darle instrucciones -apostilló muy altiva doña Jacoba-. Esta criada no puede servir en una casa tan seria, tan de bien como la nuestra. ¿Por qué?, quiso preguntar ella, pero se tragó la pregunta. No podía dar pie para oír en presencia de unos niños la insolencia de "tiene las uñas largas". -Lo siento… lo siento... -mascullaba entre sonrisas doña Jacoba, conduciéndola pasillo adelante, sin quitarle los ojos de las manos, como temerosa de que en un descuido arramblara con alguno de los cuadros de cacería que vestían las paredes, con alguno de los candelabros de bronce que se erguían en la consola del vestíbulo, con la alfombra de piel de vaca que protegía el suelo de madera... Ya ante la puerta de salida hizo ademán de volverse hacia ella y decirle: No recele de mí, señora, no recele que yo soy tan pobre como honrada. Es cierto que le cogí a mi ama media piña de plátanos de la despensa, pero yo no sabía que aquello era robar. Los vi tan grandes y tan amarillos todavía que pensé en mis hermanos. Ellos conocían las peras, las manzanas, las ciruelas… las frutas que dan los árboles de por aquí, pero ésta no la habían visto ni en dibujos. Y como iba al pueblo, me dije: "Pa” que se los coman los cerdos, (el ama se los echaba en cuanto les veía dos motas marrones en la piel), que los conozcan ellos”. Iba tan contenta de poder darles esa sorpresa que créame que si alguien me hubiera salido al camino, antes le habría dado el alma que el capacho donde los llevaba. En cuanto llegué me rodearon como los polluelos a la gallina. "Os traigo algo rico, -les decía yo con misterio, dando largas “pa” hacérselo desear-, muy rico". Cuando quité el paño que los tapaba los ojos se les salían de las cuencas. Yo tampoco los había comido nunca y bien que me apetecían, pero le juro por mi difunto padre, que "pa" que ellos tocaran a uno cada uno, me quedé con las ganas y ni siquiera los probé. Y ya ve si estaba tranquila que, aunque ellos lo tronicaron por todo el pueblo, ni les reñí, ni les mandé callar. Sólo supe que había hecho mal cuando regresé y el ama me regañó, pero de veras que estoy arrepentida, muy arrepentida, tan arrepentida que le pedí perdón de rodillas y me confesé antes de venir. El cura me dio la absolución y me impuso de penitencia un Padrenuestro y tres Avemarías. Dijo que era un pecado de poca monta porque yo creía que los ricos no tenían que mirar la peseta tanto como los pobres. Y si él lo dijo... ¡Perdóneme, señora, perdóneme!, que ni lo mío volveré a tocar sin permiso de los demás. ¿Es usted capaz de permitir que desde mañana mis hermanos coman sin pan? Pero se mordió los labios. Las amas nunca se pisaban entre sí, nunca se quitaban la razón unas a otras, y criada era por entonces sinónimo de mentirosa, de robona... -¡Niños, -exclamó doña Jacoba invitándola a esperar con un gesto- traedle ese abrigo que está en el saco de la basura! Los tres llegaron corriendo, arrastrando el abrigo, era de color guinda madura, muy madura, demasiado madura. -¡Ten, póntelo! -le espetó doña Jacoba con aires de santurrona- Se lo dejó aquí la última criada y se me ocurre que algo de frío puede quitarte esta noche. Estuvo a punto de rechazarlo, pero en la calle hacía frío, mucho frío, tanto que se le heló el orgullo y lo aceptó. -Gracias, señora, gra... Descendió sin prisa la escalera. Los peldaños de madera crujían bajo sus pies como si lloraran con ella. Ya en la calle se alzó el cuello del abrigo y cruzó los brazos para meter las manos en los puños, relucían de tanto uso, los ojales buscaban en balde los botones, las solapas olían a puesto, a viejo... Y al bajar la cuesta del Anís volvió los ojos hacia el balcón y sorprendió a la madre revelándole a los hijos como a hurtadillas: "Robona, robona... es una robona". La tijera del segundo timbrazo cortó de repente el amargo recuerdo de Chaga, y su resentimiento, sin pararse a reflexionar, descorrió el cerrojo ávido de venganza. -¡Pase, señora, pase!, -y le ofreció para sentarse el adamascado sofá del salón. -Gracias, hija, gracias, -musitó la recién llegada con evidente alegría por pillar un asiento. Y más con el ánimo de ofender que con la seguridad de aceptar, se sentó frente a ella e inició el interrogatorio: -Viene usted por lo del anuncio, ¿verdad? -Sí, hija, sí. Lo he visto al salir de misa y... -¿De dónde es usted? -De Segovia, hija, soy de un importante pueblo de Segovia, pero desde que me casé vivo aquí, en la villa. -¿Cómo se llama? -Jacoba, hija, Jacoba Fernández de Sopetrán. -¿Cuántos años tiene? -Ochenta, hija, ochenta muy cumplidos. -Y es usted casada, ¿verdad? -No, hija, ya no. Soy viuda desde hace quince años. -Pero no llore, mujer, no llore que el tiempo encoge las penas y estira la conformidad, y la víspera del entierro de su marido no fue ayer precisamente; además, seguro que le dejó algún apoyo, algún hijo. -Hijos no, cruces, me dejó tres cruces. ¿Qué te parece, hija, qué te parece? -Que exagera usted. Los hijos nunca son cruces. Pero vamos al grano. ¿Ha servido alguna vez? -¡Jamás, nunca jamás! -exclamó con bríos, sin rastro de lágrimas ya en los ojos- Pero me sobra experiencia: fui ama hasta que murió mi marido, el conocido señor Sopetrán. -¿y qué se llevó al otro mundo su marido, el dinero o las criadas? -Ambas cosas, hija, ambas cosas, pues tras el "din" se va siempre el "don". Y por eso a estas alturas tengo que trabajar para poder vivir. -¡Pues un momento, señora, un momento! Voy a pedir informes suyos a una sobrina del señor Sopetrán, una de mis mejores clientas, que por experiencia... ya sabe usted, las amas deben saber de qué pata cojean las criadas que meten en casa. Doña Jacoba se sujetó la cabeza con las manos como para descabezar un sueño urgente y Chaga descolgó el teléfono de mármol que yacía sobre una mesita de cristal. -¡Hola, Pepita! ¿Podrías darme referencias de tu tía Jacoba Fernández de Sopetrán? Ha venido por lo del anuncio. ¿Recuerdas? Y ya sabes... Pepita hizo una pausa. En el fondo le molestaba airear los trapos sucios de los suyos, pero en aquella ocasión se trataba de una tía postiza con la que no tenía relación y optó por ser más clara que el agua. -Ella no tenía donde caerse muerta -explicó sin pizca de pudor-, la rica era su suegra, mi abuela. Tenía un bloque de pisos en la cuesta del Anís. En cuanto llegó a nuera, la muy lagarta, conquistó a su marido, mi tío, para que le comprara todo el edificio a su madre. "¿De dónde vas a sacar el dinero?", le preguntaron los hermanos, entre ellos mi padre. "Del arca de mi suegro", les respondió él por consejo de ella. Pero la abuela firmó la escritura y la factura pasó a la cartera del maestro Armero. Cuando la mujer se enfadaba y amenazaba con denunciarlos, la muy pájara de ella la escondía y le juraba meterla en el manicomio, por loca, y la pobre callaba. Las criadas decían que la mató a disgustos. Por eso no le paraban en casa. Al morir, ni mi padre ni mis tíos heredaron nada: en las cuentas de la vieja no había ni un real, y la escritura de compra-venta era legal. A todos les olió mal el asunto, y desde entonces ni nos miramos a los ojos ni nos cruzamos la palabra, como si no nos conociéramos, como si no fuéramos nada. Ya en el lecho de muerte su marido la llamó y le pidió papel y pluma, y ella, creyendo que era para testar en su favor, le llevó hasta sobre. Pero le salió el tiro por la culata, mi tío contó la verdad de la historia, toda la verdad, y cuando fue al notario casi le da un síncope. El hombre abrió el sobre y leyó la carta sin miramientos, tal cual, y sin pelos en la lengua, sin andarse por las ramas, le anunció lo que pasó: que los jueces la pusieron de patitas en la calle, con lo puesto, como quien dice, y el edificio pasó a sus herederos legítimos. Sus hijos son unos balas perdidas, tan perdidas como la del tiro aquel que la traicionó. Y desde entonces, si quiere vivir, tiene que trabajar, que servir. Al principio creo que se restaba cinco o seis años para no darles pena a las posibles amas; ahora creo que se los suma para darles lástima. ¿Quieres saber algo más? -No, no... no… con estos detalles me arreglo. Doña Jacoba se puso en pie en cuanto Chaga colgó el auricular. -Lo siento, señora, lo siento -dijo ésta con un tono de voz que rezumaba una extraña mezcla de ternura y de ironía-. En esta casa no permitimos que los viejos nos sirvan; somos nosotros quienes les servimos a ellos. Pero... ¡un momento, por favor, espere un momento! Doña Jacoba se detuvo ante la puerta. Habría ido a ponerse los zapatos para acompañarla hasta el portal, hasta la calle quizá. Se lo agradecería en el alma. Le daba tanto pánico el ascensor... Pero regresó en zapatillas y con un abrigo en las manos, era de color guinda madura, muy madura, demasiado madura, los puños y el cuello le relucían por el uso, olía a tiempo, a impaciencia... -¡Tenga, lléveselo! -le espetó sin más- Hoy hace bueno, muy bueno, pero el hombre del tiempo dice que mañana volverán los hielos. Y para tirarlo a la basura... Doña Jacoba estuvo a punto de rechazarlo, un abrigo de dos criadas no era digno de quien había sido ama, pero necesitaba con urgencia algo que le sirviera de manta por la noche, y olvidando su rango, lo aceptó. -Gracias, hija, gra... Con el abrigo doblado sobre el brazo derecho bajó la escalera de mármol despacio, apoyando los dos pies en cada peldaño, limpiando con la mano izquierda la barandilla, doblada cual alcayata por el haz de los años que llevaba a la espalda. Por fin alcanzó la calle fatigada, trémula. Y al descender por la acera opuesta volvió los ojos hacia el balcón del piso donde había estado y sorprendió a la robona soplándole a las hortensias desnudas: "Robona, robona... es una robona". Y decidió solicitar la ayuda social de los servicios municipales. Autora: María Jesús Sánchez Oliva. Gracias por tu visita y hasta el próximo mes. Para contactar conmigo: garipil94@oliva04.e.telefonica.net

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