domingo, 2 de marzo de 2014

Mesa camilla

Por fin la infanta Cristina tuvo que comparecer en los juzgados de Palma de Mallorca para declarar como imputada ante el juez Castro. Su marido fue acusado de graves delitos de corrupción, y pese a sus muchas triquiñuelas para conseguirlo, todavía no ha podido demostrar su inocencia. Presuntamente participó en los negocios que Urdangarin multiplicó escandalosamente blanqueando dinero y evadiendo impuestos. Con este motivo, nuestros políticos, nos han dicho por activa y por pasiva que todos somos iguales ante la ley, pero ¿se habrán enterado de que ni siquiera sus fieles votantes se lo han creído?
    Es del dominio público que el juez Castro lo ha tenido muy difícil para imputarla, seguramente por las muchas presiones, y ya veremos como acaba. Si la presunta hubiera sido la esposa de cualquiera de nuestros vecinos, ¿habría tenido el juez instructor las mismas trabas? Desde luego que no.
    El señor Rajoy no tardó en utilizar los medios de comunicación para pedirnos prudencia: el rey, además de rey, era padre, y como a cualquier padre le dolía ver a su hija envuelta en tales asuntos. Si la presunta hubiera sido hija de cualquiera de nosotros, ¿se habría tomado la misma molestia? Desde luego que no.
    La infanta fue asesorada en su domicilio y asistida en todo momento por un equipo de prestigiosos letrados. Si la presunta hubiera sido una de las muchas víctimas de los desatinos del señor Rajoy, ¿habría sido igual de atendida por un abogado de oficio? Desde luego que no.
    La infanta no llegó a los juzgados como llegan los delincuentes presuntos o confesos, llegó en coche como una señora y bien custodiada para que nadie la molestara, como si en lugar de ser ella la presunta delincuente, fueran los ciudadanos terroristas confesos, y sus declaraciones no fueron otra cosa que una tomadura de pelo al juez y a todos los españoles. Fueron muchas las preguntas, pero para todas tuvo las mismas respuestas: desconocía los hechos, no conocía a nadie de los implicados, y de los dineros no tenía ni repajolera idea. Si al juez Castro se le hubiera ocurrido preguntarle si sabía quien era el señor Uradngarin, le habría respondido que no sabía y se habría quedado tan fresca.
    Los que no debemos quedarnos tan frescos ante la evidencia de que todos no somos iguales ante la ley somos los ciudadanos de a pie, los contribuyentes, los votantes. Tanto si finalmente es declarada inocente, que será lo normal, como si es declarada culpable, que no sucederá, para los españoles ha delinquido aunque cualquiera de sus supuestos delitos no estén tipificados en el Código Penal. Si es cierto que desconocía los tejemanejes de su marido, está claro que su incapacidad la llevará a seguir gastando cifras astronómicas en un cuadro, en una lámpara, en un sillón o en cualquier capricho a costa de los españoles; si se demuestra que participó en los hechos o fue cómplice de ellos, está claro que no siente ningún respeto por los españoles, y si defraudar a la hacienda pública es un delito para cualquier ciudadano, para ella debe serlo más todavía, entre otras razones de índole moral porque ya le pagamos lo suficiente para que viva mejor que nosotros y no tenga la necesidad de recurrir a la estafa, al engaño, al robo. ¿Pero seremos capaces de pasarles en las urnas la factura de este teatro o nos conformaremos con hacer chistes de estos atropellos aunque solo sirva para que nos sigan haciendo más desiguales?

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