domingo, 29 de junio de 2014

Cosas de Garipil

¡Hola! Aunque te parezca extraño hoy te recibo tan triste como alegre. Triste porque han dejado de cruzarme los niños con sus mochilas de libros: les han dado las vacaciones. Y alegre porque me encanta que tengan tiempo para disfrutar de otras actividades. Me gustaría que entre ellas estuviera la de leer, que es otra forma más divertida de estudiar, y si te queda tiempo para ponerme un mensaje, saber qué libro le has comprado a tu hijo, a tu nieto, a tu sobrino o al niño que tengas cerca. Mi autora, cuando acaba el curso, regala un libro a sus niños preferidos; para que lo lean en vacaciones. ¿Te sumas a su costumbre? Sería bueno que se multiplicara hasta convertirse en algo tradicional. Y para que entiendas las ventajas de leer, te dejo con otro de sus relatos de “Letanías”.

    Huelga de vino y baile

    Era una brumosa mañana de febrero. Al filo de las seis, sin órdenes del despertador, sin urgencias del deber, Collantes saltó de la cama. Collantes madrugaba desde niño, desde niño le rozaban las sábanas en cuanto los primeros resplandores del día se filtraban por las rejillas de las persianas. Ni siquiera cuando la gripe molía sus huesos podía evitar que aquella escoba de luz barriendo las sombras lo echara a la calle como a escobazos. Se aseó, desayunó, y media hora después salió de casa.
     Su casa era una planta baja de noventa metros cuadrados, con un porche y un desván. Cuando se construyó, en aquella ciudad que durante la dictadura fue cabeza de partido, se construyó en las afueras, pero la rápida y desorganizada proliferación de bloques de pisos, de locales comerciales y de centros autonómicos de los últimos años, la habían situado prácticamente en el centro. La ocupaba con su mujer, con sus suegros y con sus tres hijos.
     Llevaba en la mano una carta con membrete oficial que había llegado a su nombre y por correo unos días antes. Se detuvo en el porche y auxiliado por los guiños anaranjados de la farola de enfrente la leyó. Hasta entonces no había tenido valor para abrir aquel sobre blanco y rectangular que olía a resolución ministerial. Sospechaba su contenido y la sola idea de confirmarlo le producía una especie de alergia que le engarabitaba los dedos.
     En efecto, era lo que temía. Aquel día, a las once en punto, debería presentarse, provisto del carné, en la oficina del paro para cobrar su primera prestación, su primera nómina de desempleo. Rasgó el sobre furioso y lo tiró al suelo, lo pisó, lo arrastró con el pie y lo persiguió hasta hundirlo en una cloaca; después ovilló la carta y se la guardó con rabia en el bolsillo interior de la cazadora. En cinco minutos hizo y deshizo mil veces la distancia que se abría entre la puerta y la acera. La cabeza le decía que fuera; el corazón, que no. Por fin enfiló la calle, titubeando en zigzag, sin alzar los ojos del suelo, como huyendo por igual de sí mismo que de los demás, como esquivando unos charcos que, obviamente, no existían más que en su imaginación. Se cruzó con algunos trabajadores que en coche o a pie se dirigían a sus puestos, seres privilegiados, personas con habilidad para pasarle factura al partido político en boga por una simple pegada de carteles en una ajetreada noche de campaña electoral, hombres y mujeres que aún no sufrían en sus carnes los estragos de aquel virus llamado Paro, y por primera vez en sus cuarenta y cinco años de vida miró a sus convecinos, a sus semejantes, con infinita envidia.
    Collantes aprendió antes a trabajar que a jugar, si es que alguna vez aprendió a esto último, pues entre los recuerdos de su infancia no se encontraba éste. Sólo fue dos años a la escuela, uno para aprender a leer y a escribir y otro para aprender a contar sin bailar los dedos. Fue vaquero, segador, albañil, tabernero... y en la mili, cocinero. Al licenciarse se colocó en una fábrica de pantys, de medias que decía él. Echaba muchas horas y los precios no crecían al compás del sueldo, pero en su casa se vivía con decencia, y si para conseguirlo tenía que hacer "chapuzas" los días libres, las hacía sin caérsele los anillos por ello. Lo importante era vivir de su trabajo, como le habían enseñado sus mayores.
    Murió el viejo dictador y como tantos otros recibió con una encendida ovación la arrolladora llegada de los demócratas que juraban y rejuraban cambiar de camisa al país. No sería imprescindible atentar contra la salud para ganarse el pan, se nivelaría la balanza de los sueldos y los precios, los trabajadores serían considerados y tratados como los pilares básicos para sostener el edificio de una sociedad moderna, justa, humana y digna. Pero tantos aplausos les trastornaron los ideales y también salieron rana. Para colmarse los bolsillos, convirtieron en oro el sudor del pueblo; para vestir mejor a sus amigos, desvistieron a los anónimos. Volvieron en sí las viejas mañas, los autóctonos vicios, las innatas picardías que la dictadura tenía sedadas para conservar aquellos sillones donde tan plácidamente se balanceaban, y las rosas de sus sueños se deshojaron en pocos otoños, pues del vago hicieron un señor y del currante un maldito, un apestado, una carga, un ser indigno que había que perseguir hasta exterminarlo.
    Una mañana llegó a la fábrica de medias puntual y dispuesto como desde hacía más de veinte años.
    --El vertiginoso descenso de las ventas de pantys de los últimos meses me ha tapado los ojos de trampas. Lo siento, pero no veo solución. Ayer presenté la quiebra en la delegación del ministerio correspondiente, y, si hoy me la aceptan, que, según todas las fuentes me la aceptarán, mañana cierro. Os indemnizo con un millón de pesetas contante y sonante y podréis cobrar el paro durante año y medio -dijo el dueño después de reunirlos en la sala de contrataciones, intentando convencer sin hacerles perder la compostura.
    Sus compañeros acogieron la negra noticia con más gloria que pena. Uno se compraría un coche a tocateja, otro quitaría la hipoteca del piso de un plumazo, otro se iría de luna de miel al Quinto Pino; todos vivirían del cuento dieciocho meses, y después, Dios diría. Él, sin embargo, dudó de que algún día Dios hablara por y para ellos, como dudó de las razones del jefe.
    --Usted miente, miente como un auténtico bellaco. La fábrica vende hoy más medias que nunca y está preparada para competir en cualquier mercado. Por un lado, las confeccionamos más bellas y mejores que nadie; por otro, no hay mujer que no las conozca y son las primeras en aconsejárselas a sus hijas en cuanto empiezan a usarlas. Y no hablo por hablar, en el sótano he visto miles de pares almacenados, y en el archivo, cientos de reclamaciones de pedidos que no se han enviado. ¿Por qué se han fabricado tantas medias si no se pensaban servir? Aquí hay gato encerrado y, antes de verme en la calle sin razón, por sus chanchullos, le juro por mis hijos que se lo saco en procesión por todo el país -dijo paseando nervioso por aquella sala que, paradójicamente, había sido creada para todo lo contrario, negándose en redondo a firmar la carta de despido.
    Al día siguiente los periódicos publicaron la noticia con grandes titulares, como si se tratara de un triunfo del bien sobre el mal, de una hazaña digna de encomio.
"La fábrica de pantys Marilés cierra sus puertas por quiebra del negocio. Según su propietario no hubo problema con los empleados. Él pagará sus deudas con la subvención, también con ésta ellos serán bien indemnizados, y todos saldrán ganando. Con este cierre el gobierno da un paso más en su ambicioso proyecto de sanear las pequeñas y medianas empresas del país".
    Collantes se apresuró a desmentir la noticia, a desenmascarar los hechos en las emisoras de radio. "Hoy se han vendido tres camiones de medias Marilés que saldrán al mercado con el nombre de la firma compradora, y para ocultar la verdadera razón de su estancamiento, se han quemado todas las reclamaciones de los pedidos pendientes. De las ganancias cobrarán mis compañeros sus míseras indemnizaciones", decía un día. "Hoy se ha hecho efectiva la subvención oficial de la quiebra de Marilés, y con el importe, mi ex jefe ha comprado la finca de «Vuelasalto» y la ha registrado a nombre del yerno de su mujer", decía otro. "Hoy, el dueño de Marilés, ha vendido la fábrica a una constructora y, aunque en la escritura reza que se la ha pagado a precio de hojalata, el encargado, los camareros y la clientela del Círculo Mercantil saben que la ha cobrado a precio de oro", llegó a denunciar incluso. Pero su voz no puso a nadie en pie, todo era amañosamente legal. Y rezumando cólera por todos los poros se fue a su casa como el gallo de Morón.
    Su suegro lo recibió con un sermón de padre y muy señor mío.
    --Nademos en aguas dulces, nademos en aguas saladas, los peces grandes siempre se comen a los chicos, y no será porque no me has oído decir mil veces que por defender la verdad muchos perdieron la cabeza en la horca.
    Su suegra, con una regañina de tres pares de narices.
    --Has hecho el canelo, te has lucido por partida doble: por dar la cara y por no firmar, y no será porque no te tengo dicho que vale más un pájaro en la mano que ciento volando.
    Su mujer, con los ojos húmedos y la voz quebrada.
     --Pero ¿y ahora, de dónde saco yo ahora para dar de comer a mis hijos?
    --De donde siempre -respondió Collantes-, del trabajo de su padre. En lo que yo me vista por los pies y tenga cinco dedos en cada mano mis hijos ni se morirán de hambre ni tendrán que comer de blancas limosnas oficiales.
    Y dando media vuelta se fue a buscar trabajo.
    Sus pies no se detuvieron hasta que sus manos no alcanzaron la puerta de la casa del ganadero para quien trabajó de niño, y tamborileó en ella con los nudillos.
    --Vengo a pedirle trabajo, quiero cuidar sus vacas de nuevo -dijo con entusiasmo en cuanto el hombre apareció en el dintel-. Todavía sé ordeñarlas y aún no he olvidado cuáles son los mejores pastizales ni he perdido la facilidad de dormir sin perder de oído el "tolón-tolón" de los cencerros.
    --Pues piérdela que ni para mí ni para otros volverás a ser vaquero -respondió el hombre asiendo la puerta en ademán de despedida-. Nos sacrificaron las vacas a cambio de mil duros por cabeza. Dicen que producíamos más leche de la debida, que la leche tenía demasiada grasa, que la grasa es veneno para la salud... y, aunque ninguno de nosotros comulgamos con esto, vivimos todos tan ricamente con el subsidio que además nos pasan hasta la jubilación…
    Sin perder la esperanza se encaminó hacia la casa del labrador para quien trabajó después y pulsó el timbre con prisa.
    --Vengo a pedirle trabajo, quiero segar sus trigales de nuevo -dijo con ilusión en cuanto el hombre abrió la puerta-. Todavía sé manejar la hoz con habilidad, hacer y atar los haces, llevarlos a la parva, trillarlos...
    --Pues olvídalo que ni para mí ni para otros volverás a ser segador -respondió el hombre sacando tabaco-. Ya no sembramos trigo, segamos girasoles. Para nada sirven sus pipas, en balde giran sus hojas buscando el sol, solos nacen y solos mueren, pues son simplemente un pretexto legal para cobrar las subvenciones oficiales que nos permiten vivir sin dar golpe hasta la jubilación.
    Sin perder tiempo en ninguna, recorrió todas las empresas  de construcción.
     --Quiero trabajar. Sé picar, encofrar, ensolar… todo cuanto debe saber un peón, todo cuanto debe saber un albañil -repitió como un loro de una en una.
    Pero de todos los encargados recibió la misma respuesta:
    --Para aceptarle la solicitud, debe adjuntar todos los títulos.
    Y él era maestro de todo y diplomado en nada.
    Desesperado de tocar sin éxito tantos palillos hizo números para instalar un bar por su cuenta: veinte para género, quince de ganancias, treinta para alquiler, treinta y cinco de impuestos... y, ante tan evidente desequilibrio, tuvo que abandonar la idea.     Quemando los últimos cartuchos se presentó en los restaurantes de todos los centros oficiales.
    --Quiero trabajar de camarero, de pinche, de cocinero, de fregón… de lo que sea y donde haga falta -decía angustiado, casi suplicando.
    Y en todos le respondieron con la misma pregunta:
     --¿Por quién viene usted recomendado?
     --Por mi responsabilidad -respondía él.
    Pero la responsabilidad sin un "enchufe" para conectarla no producía la suficiente energía como para funcionar.
    Y haciendo de tripas corazón, hizo lo único que podía hacer: echar los papeles al paro.
    Por fin llegó a la oficina del paro. El reloj de la plaza donde estaba ubicada desgranaba indolente las doce campanadas del mediodía. Por primera vez en su vida había sido impuntual. En lo alto de un edificio nuevo leyó: "Instituto Nacional de Empleo". Y sintió ganas de echar a volar para descolgar a mordiscos todas las letras, para tirarlas al suelo y escupir sobre ellas, para romperlas y pisotearlas hasta borrarlas del diccionario por embusteras, por insolentes, por traidoras. Se detuvo entre dos 
interminables colas humanas, por calificarlas de alguna manera más o menos elegante, la de la izquierda avanzaba impaciente hacia la ventanilla, la de la derecha regresaba con alivio de ella. Racimos de hombres en paro, gajos de hombres triturados por hombres, semillas susceptibles de germinar en triquiñuelas ventajosas, zumo de ocio proclive a nutrir el aire de traumas, de vicios, de dramas... De repente, sin darse cuenta, empezó a gritar:
    --¡Devolved ese dinero, devolved ese dinero! -rogaba, imponía mirando a su derecha.
    --¡No lo cobréis, vosotros, no lo cobréis! -rogaba, imponía mirando a su izquierda.
    --¡Seguidme, seguidme! Vamos a exigir trabajo -ordenaba y volvía a ordenar con énfasis, con prisa, mirando alternativamente a un lado y a otro mientras rasgaba el sol con los brazos y con las manos ataba las cintas de sombra que sesgaban la claridad que a aquella hora había logrado vencer las brumas.
    Pero nadie lo siguió, nadie le hizo caso; lo tomaron por loco y entre dientes murmuraron: "Para una vez que a cambio de nada nos dan algo..."
     Quiso huir de allí, intentó echar a correr. Le humillaba formar parte de aquella cola de vagos, de tramposos y de resignados. Pero la voz del empleado articulando su nombre y apellidos con autoridad lo acercó a la ventanilla sin contar con la cola.
    --¡Tenga lo suyo, firme aquí y vuelva el próximo mes!
    Nadie se molestó, nadie protestó; era un descanso quitarse de encima aquel palizas.
    Ya en la plaza sacó del sobre los billetes y los contó: mil, dos mil, tres mil... treinta mil pesetas que le nublaron los ojos de lágrimas, que le encendieron las mejillas de vergüenza, que le quemaron las manos con tal virulencia que tuvo que soltarlas, y ante su dolor echaron a volar cual golondrinas ávidas de encontrar su verdadero nido. Una nube de niños, con sus libros bajo el brazo, se posó de repente en el lugar. "¡Dinero, dinero!", gritaron alborozados, y cual lobos hambrientos cayeron sobre los billetes.
     Súbitamente pensó en sus hijos, también ellos tenían hambre de muchas cosas, también ellos necesitaban comer a diario. Enfurecido, se abalanzó sobre ellos, los dispersó a patadas, a puñetazos, a insultos... rescató sus billetes y echó a correr escondiéndolos, como si en lugar de querer robárselos, los hubiera robado él.
    Entró en casa. Su familia lo esperaba impaciente, con la mesa puesta. Se sentó en silencio, en su sitio de siempre.
    --Cuenta con mi pensión -le dijo su suegro.
    --Para seguir adelante, me gasto la vista que me queda en hacer colchas de ganchillo -añadió su suegra.
    --Me multiplico por mil y a fregar escaleras -terció su mujer.
    -No hace falta que os sacrifiquéis tanto, no hace falta que os sacrifiquéis todos -apostillaron sus hijos-, invertimos nosotros los ahorros de la hucha en pañuelos de papel y nos vamos los domingos a venderlos al rastro. Con las ganancias volveremos a invertir, y a vender, y a comprar... Ahora se lleva mucho, muchos lo hacen. Y como nos pondremos pesados, negocio seguro.
    Pero aquellos esquejes de ánimo no dieron en su espíritu ni una flor de tranquilidad. Al contrario. Intentaba comer para no preocuparlos, pero le fue imposible tragar bocado: los garbanzos se le quedaban en la garganta, la carne le amargaba, la fruta le daba náuseas... y para no vomitar allí, subió al desván.
    Renegando de su suerte, maldiciendo a los artífices de su desgracia, se desplomó en el centro, sobre el suelo de tablas. Le dolía la cabeza de tanto pensar en el asunto. Su mentalidad no podía acomodarse en aquella situación. Él no sólo necesitaba trabajar para comer, también para sentirse útil, para no ser un parásito, una carga. En un arranque de ira, de desesperación, miró a su alrededor, como huyendo de la realidad, como buscando en algún punto solución, consuelo, fuerzas para seguir protestando, y sus ojos chocaron con un sinfín de objetos abandonados, cubiertos en su totalidad por un asfixiante manto de pátina. Lo sabía de sobra, de sobra lo sabía. Sólo le quedaba un palillo que tocar: entrevistarse con el alcalde. Él era el representante de todos los estamentos oficiales, el defensor más a mano de todos los vecinos, el responsable de impedir en la ciudad aquellos desmanes, aquellos atropellos, aquellas trampas. Pero las mil veces que había llamado a la puerta del ayuntamiento, las mil veces le habían dado con ella en las narices. Y sin una buena aldaba a la que agarrarse, ¿qué podía hacer él para exigirle su derecho?, se preguntó entre lágrimas, como intentando extraer la respuesta de los herméticos labios de las nubes de polvo.
    Ante su infinita impotencia un ejército de soldados de plomo abandonó su cuartel de cartón.
    --¡Ten, ten! Vete al ayuntamiento y exígeselo a punta de pistola -le dijeron con energía, ofreciéndole cada cual su metralleta.
    Pero él era un hombre pacífico, enemigo de la violencia, y tanto se asustó que les dio orden de volver a acuartelarse.
    No se había repuesto del susto cuando se le acercó burlona una máscara de carnaval.
    --Ponte en huelga de hambre -le dijo-. No sé si será eficaz, pero está en boga y es legal.
    Y de un soberano remeneo la volvió a colgar de su pivote oxidado.
    --¡No, no! Esa forma de protestar, de rebelarme, de pedir, por muy lícita, por muy de ley que sea, no me convence, no la entiendo, nunca la he entendido -masculló-. Te ponen al borde del hambre quitándote el trabajo, y para hacer valer tus derechos, para exigirles que te permitan comer, dejas de hacerlo antes de que se te acabe el pan, antes de que se te vacíe la despensa. ¡Valiente majadería! Si me ciño a sus leyes, sólo lograré dos cosas: quedarme sin salud y darles el gusto de librarse de mí antes de lo previsto. No. En esa trampa no cae este ratón. ¡Faltaría más! Prefiero comerme al alcalde vivo, a bocados si es preciso. Y que vayan tomando nota todos los cargos...
    Y huyendo de tan absurdas soluciones se incorporó y cogió una bota de vino y su viejo acordeón, aquel acordeón que aprendió a tocar en la soledad de los campos, de niño, y a cuyos sones bailaban el burro con el sol, las vacas con las encinas, el perro con el aire y los pájaros con las flores. Le quitó con paciencia el grueso manto de telarañas, le afinó con dulzura todas las notas, lo cogió con cariño en brazos y bajó con él.
    En cuanto dejó atrás la escalera de caracol los suyos le abordaron alarmados.
    --No pensarás salir a pedir limosna, ¿verdad?
    --¡Ni mucho menos! -les tranquilizó él- De salir, saldré a dar.
    --¿A dar qué?
    --La vara. ¿Qué otra cosa puede dar un parado?
     Y empezó a preparar su huelga, su huelga de vino y baile.
     Al día siguiente, en cuanto el sol puso los rayos en el horizonte, Collantes, con la bota de vino al hombro y el acordeón en brazos, se plantó en la calle. Antes de salir del porche echó un trago de tinto y empezó a tocar con más garbo que nunca. Lo que sus dedos extraían de aquellas lengüetas de metal, de aquel fuelle y de aquel teclado de botones, no era una simple música para escuchar, eran canciones tan alegres, tan sonoras, tan pegadizas... que cabe decir que hasta los muertos se levantaban de las tumbas para bailarlas. Los primeros en oír la fantástica llamada fueron los
 suyos, y sorprendidos, con los ojos hinchados, dando tumbos entre dormidos y despiertos se tiraron de la cama, se vistieron sin quitarse los pijamas, se atusaron las greñas con los dedos, y en ayunas y en zapatillas salieron de casa. Cuando Collantes los tuvo tras él dijo con energía: "¡Seguidme!". Y echó a andar sin dejar de tocar.
    --¡Vuelve a casa, por favor, vuelve! ¿No ves que esto es hacer el carnaval en agosto? -le suplicaban, le hacían reflexionar y le ordenaban a la vez, abochornados de ir con aquellas pintas, montando aquel número, a aquellas horas y en aquel escenario.
    Pero Collantes ni quería ni podía oírlos, siguió en sus trece y fue la curiosidad de los demás la que los hizo sentirse héroes en lugar de payasos, pues, a medida que avanzaban, el cortejo se multiplicaba. Los automovilistas, al verlos, aparcaban los coches y se volvían para seguirlos a pie; las amas de casa, que iban o venían de los supermercados, cambiaban de ruta para seguirlos con los carritos de la compra llenos o vacíos; los albañiles se bajaban de los andamios y con la paleta en la mano se iban tras ellos; los barrenderos dejaban de barrer y sin soltar la escoba tras ellos se iban. Hasta los guardias dejaban las esquinas y redoblando el volumen y las pitadas de los silbatos corrían para seguirlos, y tanto y tanto animaron al músico con su presencia, que, puerta pública que vio, puerta que abrió a pasodoble torero. De las iglesias salieron las beatas santiguándose, los monaguillos y los curas con los cálices en alto; de las peluquerías y de las barberías, las peluqueras y los barberos, las señoras con los rulos puestos y los señores con las barbas enjabonadas; de las tiendas, los dependientes, las cajeras con las calculadoras en ristre y los clientes con las bolsas a cuestas; de los bares, los camareros, los repartidores con las cajas de bebidas al hombro y la parroquia con las tazas de café en la mano; de los colegios, los conserjes, los
alumnos con los libros bajo el brazo y los maestros regañando; de los hospitales, los enfermos cuyo mal les dio permiso, las enfermeras con sus cofias y los médicos suplicando; del paro, los empleados, el director y los parados; de los lupanares, el alcohol, el humo y el amor humillado entre sus hombres y mujeres; de los parques, los ancianos con su soledad en brazos, los vagabundos arrastrando sus miserias, los turistas disparando sus cámaras fotográficas, los jóvenes derramando alegría, la pasión avivando brasas, la prudencia sofocando llamas... y con todo el vecindario apoyándole inconscientemente a la zaga, se plantó como un pino a la puerta del ayuntamiento.
"¡Tatarará, tatararará, tatarararará..!" siguió tocando con entusiasmo después de empinar la bota, y acabó de armarla: se rompieron las colas de ciudadanos que en el interior esperaban resolver algo, desaparecieron los empleados de las ventanillas municipales, y puestos todos en la calle, se unieron a los recién llegados y convirtieron la plaza en el más animado salón de baile.
    --¿Qué santo festeja hoy la plebe? -preguntó el alcalde asombrado, conteniendo las ganas de levantar anclas también.
    --No es una fiesta, señor, es una huelga -respondieron los guardias que custodiaban la entrada-. El ciudadano Collantes le pide, le exige, que deshaga el entuerto de su fábrica, o lo que es igual, trabajo.
    --Pues salgan inmediatamente y disuelvan la huelga.
     --¿Cómo?
    --A mordiscos si hace falta.
     Pero cuando la voz de los guardias estaba a punto de entrar en uno de los oídos del músico para recomendarle que depusiera su actitud, los pies se les cambiaron de dirección y sin pretenderlo ¡plas!, se les mezclaron con los de los bailarines.
    Avanzaba la mañana y el músico seguía echando pasodobles al baile sin más pausas que las precisas para aliviar la bota mientras los bailarines cambiaban de pareja.
    Molesto, el alcalde decidió marcharse. Ausente yo, se ausentará él, pensó, pero pensó mal. Lo que entró por sus ojos al salir le espantó la idea de coger el coche. Era imposible romper el cordón humano que se estiraba y se encogía delante de la cochera. Y en cuanto dobló la esquina a pie, Collantes, sin dejar de tocar, se fue tras él, y con la ristra de vecinos cantando y jaleándole detrás lo siguió por calles, callejas y callejones. Si se metía en una cafetería para despistarse, en la cafetería se metía él, bebían y bailaban los acompañantes, servían y aplaudían los empleados, y sólo cuando lograba huir por la puerta del almacén, el son del acordeón dejaba el local en paz; si se ocultaba en la nave de algún industrial, de la nave lo sacaba a acordeonazo limpio; si se escondía en el jardín de algún chalé, el imparable y alegre bochinche le hacía saltar la tapia...  
     Después del mediodía consiguió entrar en su casa. Si yo vengo a comer, a comer se irá él, pensó, pero pensó mal. De codos ante la mesa vio los platos, los cubiertos, los vasos… pero todo vacío. Pulsó el timbre y acudieron las domésticas con la sopa, la fuente de la carne, el cesto de la fruta y la jarra del agua, pero la música reclamó su presencia y lo dejaron a dos velas. Repartieron la comida entre los huelguistas, el cabecilla puso el vino, y sin preocuparse del estómago del señor, con delantal y todo se quedaron al baile.
     Con las tripas en las rodillas se metió en la alcoba. Si yo me echo la siesta, la siesta se echará él, pensó, pero pensó mal. La música le abría los ojos, los cánticos le despegaban los huesos del colchón, el balcón era un colador de gritos, de carcajadas, de palmas... y aguantándose las ganas de espantarlos a baldes de agua, se fue a cumplir con su agenda. Salió por la puerta de servicio para no ser ni olido ni visto, cuidando sus movimientos cual ladrón que huye con el botín, y en cuanto tocó calle echó a correr. Ante el menor ruido se paraba bruscamente, con un pie en el aire volvía la cabeza temblando, se tranquilizaba en parte, respiraba más o menos a gusto... bajaba el pie y seguía corriendo. A mitad de camino se encontró con una ambulancia.
     ---¡Lléveme al parque con urgencia! -ordenó al conductor- ¿Acaso hay enfermo más grave que un alcalde que tiene que ir a pata y sin escolta a inaugurar una fuente pública?
    Pero el chófer se encogió de hombros.
    --Lo siento -le dijo-, pero no puedo. Tengo que llevar en un par de minutos un botiquín de primeros auxilios a la verbena. Y como trabajo con un contrato a extinguir...
    Y temeroso de que alertado el músico cambiara de pista, reanudó la carrera con más bríos, a más velocidad, con más miedo.
     Llegó al parque y se vio solo, muy solo, ni el pueblo aplaudiendo, ni los de mantenimiento apagando y encendiendo luces, sólo los pájaros columpiándose de las ramas de los árboles. Llegaron las autoridades provinciales en sus coches oficiales y con sus respectivas esposas. Lo saludaron entre guiños y parajismos de sorpresa. Se hizo el tonto y subió al templete.
    --La falta de tolerancia y la sobra de insolidaridad del más fanático de mis vecinos
 -dijo como para disculparse, esquivando sus miradas- me ha impedido recibirles como merecen Sus Excelencias...
    Pero el eco de un acordeón quebró su voz y entre lágrimas vio lo que no podía creer. Llegó Collantes, lo desplazó a acordeonazos, hizo una pausa para empinar la bota, volvió a colocar los dedos en el teclado del acordeón y ¡tátararaaa!, las autoridades se unieron al pueblo para bailar y bailar hasta la medianoche, hasta la hora en que entraba en vigor la Ley Municipal del Silencio Nocturno.
    Ya en casa, el alcalde cenó y durmió a sus anchas. Vistos los resultados de hoy, mañana ni pondrá los pies en la calle, pensó, pero pensó mal. Al día siguiente, en cuanto el sol abrió los ojos, Collantes, con la bota y el acordeón a cuestas, abrió la puerta de su casa, y armó la de la víspera. Si entraba en un restaurante para comer a gusto, en el restaurante entraba él y adelantaba el baile a la comida; si salía de visitar a sus ancianos padres, tras él se iba con el cortejo a cuestas... y hasta las doce de la noche no se vio libre de aquel fantasma visible, de aquel estridente acompañamiento. Y al día siguiente volvió a las andadas, y al otro, y al otro, y al otro... Y al séptimo, por fin, el alcalde puso una denuncia en el juzgado, y Collantes tuvo que comparecer ante el juez.
    --Se le acusa de estar haciendo una huelga ilegal.
     --Yo no hago huelga, hago fiesta.
      --Se le acusa de manipular, de influir en los vecinos para que le apoyen.
      --Yo no llamo a nadie, a nadie invito; vienen ellos solos, ellos solos se apuntan. Y mi dinero me cuesta, que por cada taberna que paso, tengo que entrar y llenar la bota.
      --Se le acusa de molestar intencionadamente al señor alcalde, de intentar romperle los nervios.
       --Nada más lejos de mi ánimo, sólo pretendo que no se rompan los míos, para eso toco, para eso bebo... ¿Y acaso no es mejor distraerme así que sentarme a escuchar los malos consejos que el ocio me sopla al oído en cuanto me ve parado?
      --Se le acusa de paralizar el municipio, de no dejar trabajar a los vecinos.
      --Debe de haber algún error, son algunos vecinos los que no me dejan trabajar a mí. Y si quiere Su Señoría que aquí mismo le demuestre cómo se mueve el pueblo en cuanto yo toco el acordeón...
     --¡No, no! ¡Déjelo! ¡No se moleste, no hace falta! -dictaminó el juez.
    Y ante la total ausencia de delito tuvo que dejarlo en libertad sin cargos.
     Collantes reanudó la huelga, y como al grito de juerga se despiertan los dormidos, los vagos se desperezan, oyen los sordos y hasta los enemigos como amigos regresan, los huelguistas se multiplicaban como moscas, y como moscas a la miel se le pegaban.
Tal era el éxito de la hazaña, el apoyo que recibía de los demás, que, día tras día, de la mañana a la noche, siguieron, persiguieron al alcalde, él tocando, ellos bailando, todos cantando, aplaudiendo, bebiendo... hasta que a las siete semanas justas, harto el hombre de divertir sin divertirse, se lió la manta a la cabeza, y cortó por lo sano.
      Aquella mañana, el músico, con su bota, con su acordeón y con su propósito a cuestas, se plantó en la calle más temprano que nunca, pero a medida que avanzaba, más perplejo se quedaba. Ante la escasa algarabía volvía los ojos y sólo veía parientes, extranjeros, inocentes, furcias, borrachos, mendigos… seres sin oficio ni beneficio, ciudadanos libres. Y movido por una corazonada redobló el paso para indagar. Tocó una rumba a la puerta de un colegio, pero nadie salió a bailarla: los profesores habían encadenado las piernas de los alumnos a las patas de las mesas; tocó un vals a la puerta de una residencia de mayores, pero nadie salió a bailarlo: el personal había ensogado los brazos de los ancianos a los brazos de los sillones; tocó una jota a la puerta de un teatro, pero nadie salió a bailarla: el acomodador había pegado las ropas de los espectadores a los asientos de las butacas; tocó de todo en los vestíbulos de todos los centros, pero nadie salió a bailar nada de nada: el notario había precintado las puertas de todos los edificios, tanto públicos como privados. Recorrió las calles desgranando pasodobles, pero ni el gato se movió para bailarlos: los guardias estaban entablillados a los semáforos, los guías de turismo a las columnas de la catedral, los barrenderos a los contenedores de basura... y ni corto ni perezoso se fue al juzgado, puso una denuncia y el alcalde tuvo que comparecer ante el juez.
    --Se le acusa de obligar a los superiores, con amenazas de graves represalias, a reducir violentamente a los subordinados.
    --Yo no he amenazado a ningún superior de nada prohibido, simplemente les he advertido que cumpliría la ley. Sus subordinados cobran por trabajar, no por andar de fiesta. Y ante tanta irresponsabilidad no he tenido más remedio que ponerme en mi sitio.
    --Se le acusa de torturar a los ciudadanos, tanto física como moralmente.
    --Yo no he mandado matar a nadie y nadie ha muerto, simplemente he tomado medidas para evitar males mayores.
    --Se le acusa de haber abusado de su autoridad tomándose la justicia por su mano.
    --En mi nombre acudí a la Justicia, y la Justicia me desamparó ¿Qué otra cosa podía hacer pues para normalizar mi ciudad que hacer uso de mi cargo?
    Y ante la falta de argumentos y la sobra de evidencia, no tuvo más remedio que meterlo en la cárcel.
    A poco de quedarse el sillón municipal sin alcalde electo se convocaron las terceras elecciones. Collantes, sin la despampanante bandera de ningún partido, sin el pomposo himno de ninguna ideología, haciendo valer simplemente sus derechos de ciudadano libre, se presentó a ellas con dos nítidas promesas en su programa: conseguir un empleo para él, e impedir que los demás perdieran el suyo. Y aunque los políticos se limitaron a reírse de la ocurrencia, las ganó por absoluta mayoría.
    Y aunque nunca echa discursos en el balcón del ayuntamiento, y aunque jamás se deja fotografiar para salir en los periódicos, y aunque por nada del mundo organiza una cena oficial... los vecinos le pagan el sueldo encantados, pues, por miedo a sus huelgas de vino y baile, nadie, nadie en el municipio ha vuelto a jugar con el pan de alguien.

    María Jesús Sánchez Oliva.
    
      Relación de libros publicados por mi autora: María Jesús Sánchez Oliva. Pero antes quiero recordarte que por ser el primero de sus libros me ha distinguido con este espacio en su blog del que me siento tan orgulloso como responsable.
    Garipil-1995.
    Reseña: Garipil es un semáforo. Nace con una idea en la cabeza: decir a la sociedad que las máquinas como él nacen para estar al servicio del hombre, para ayudarle en todas las tareas que tiene que realizar, para hacerle la vida más cómoda, pero en ningún caso para suplirlo. Su mensaje es tan aconsejable para niños como para mayores.
    Letanías-1999.
    Reseña: Letanías es una colección de historias breves pero completas. El libro ideal para los que quieren leer pero les falta paciencia para enfrentarse a libros con muchas páginas. Algunos de los relatos han sido premiados en distintos certámenes literarios.
    El rosario de los cuentos-2003.
    Reseña: En los primeros años de la posguerra española, en un pueblo de Castilla, un cura de la época es incapaz de encauzar a sus feligreses por el camino recto a través del Santo Rosario, como era costumbre. Ante su fracaso decide transformar cada misterio en un cuento. El resultado son quince cuentos para niños de distintas edades. Cada cuento está ilustrado con una viñeta alusiva a la época. Este libro obtuvo el tercer premio en el Concurso de Cuentos Tiflos en su edición de 1996.
    Cartas de la Radio-2007.
    Reseña: Cartas de la Radio es una colección de cartas o artículos de opinión escritas y leídas en un programa de radio por María Jesús Sánchez Oliva durante cuatro años. Las cartas van dirigidas a políticos, ciudadanos de a pie, víctimas del terrorismo, instituciones, asociaciones, etc, y no pocas nos llevan a acontecimientos que siguen vivos en nuestra memoria.

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