sábado, 31 de octubre de 2015

Mesa camilla

Los cuentos chinos, en todos los países del mundo, son relatos fantásticos, sabios, hermosos, pero en España, un cuento chino, es una mentira que no se cree ni la madre del cuentista. Los mejores autores de cuentos chinos están en la clase política, y en vísperas de elecciones, su imaginación es de Nobel. El último cuento chino firmado por Mariano Rajoy se titula “El timo de la luz” y dice así:

    Hubo un tiempo en el que la compañía eléctrica era pública y daba gloria lo bien que funcionaba. Raras eran las averías que nos dejaban a oscuras, pero si surgían, ni tiempo había para encender las velas: los electricistas trabajaban a ritmo de luz. Tal era la eficacia que si el apagón obedecía a causas del sistema y causaba daños en los electrodomésticos, la compañía, sin que los clientes tuvieran que cursar reclamaciones, se encargaba de recogerlos, repararlos y devolverlos a su domicilio funcionando perfectamente. Podías contactar con la oficina correspondiente marcando un simple número de teléfono, y fuera de día o fuera de noche, siempre había alguien que cogía los avisos, los consumos, las consultas… cualquier eventualidad menos quejas, porque, además de funcionar el servicio, la factura subía una vez al año y el importe de los impuestos no superaba al del consumo.
    Pasó el tiempo y a todos los gobiernos de la democracia les dio por hacer de un servicio público veinte y la madre privados. La compañía eléctrica, no iba a librarse, y a todas las empresas se les concedió el mismo privilegio: recibir dinero público para modernizarse y compensar pérdidas.
    Tan diligentes eran los nuevos empresarios que emprendieron la reforma del sistema sin demora y como por arte de magia cerraron oficinas, despidieron empleados, cambiaron contadores que nos exigieron contratar más potencia para no sufrir cortes cada dos por tres, y de subir el importe de la factura una vez al año, pasó a subirse una vez en cada estación, con tal acierto que terminó el primer invierno y antes de empezar la siguiente primavera ya pagábamos más de impuestos que de consumo.
    Los usuarios, porque dejaron de ser clientes para ser usuarios, muy enfadados, empezaron a llamar para protestar, para pedir explicaciones, parareclamar su derecho a la información, pero se encontraron con que los números de teléfono habían sido sustituidos por líneas 901 que tras dormirlos marcando opciones solicitadas amablemente por un contestador, los despertaba con un diluvio de publicidad y alabanzas a sus múltiples, asequibles y espléndidos servicios.
    Ante estos despropósitos, desde el más listo al más tonto, empezaron a buscar la razón que había para que siendo empresas privadas, tuvieran que recibir dinero público, y los gobiernos, en lugar de prohibirles tantos abusos, se los autorizaran. No tardaron en encontrarla: los políticos que los ciudadanos largaban a su casa en las urnas, pasaban a ser consejeros de sus Consejos de Administración, y casos se dieron en los que sus sueldos eran superiores a los que recibían cuando gobernaban.
    Gracias a estos compadreos, las empresas eléctricas, lejos de tener pérdidas, tenían ingresos desorbitados, pero como cuanto más se tiene más se quiere, en cuanto olieron a elecciones se dirigieron al gobierno para solicitar otra subida extraordinaria antes de que acabara la legislatura por si las moscas, y el presidente, que ni quería que los ciudadanos le birlaran el sillón, ni quería que los empresarios se los birlaran a sus colegas, se fue un fin de semana a Galicia para inspirarse y volvió a Madrid con el cuento que entusiasmaría a todos: en adelante, las compañías eléctricas, tendrían que subir y bajar el precio de la luz todos los días, para que los usuarios, por primera vez en la historia de la luz, pudieran usarla cuando les fuera asequible, pero la moraleja determinaba que tenían libertad para establecer la cuantía, las franjas horarias y los canales de información de los precios.
    Ante este descubrimiento, tontos y listos, concluyeron que La fantástica tarificación de la luz no es otra cosa que seguir ayudando a las compañías a medrar vertiginosamente a costa de los ciudadanos que les pagan de dos formas: con su dinero y con el dinero de sus impuestos. Para cumplir con la ley solo tienen que subir el precio a la hora de más consumo y bajarlo a las de menos. Por su parte, ni los usuarios que se atrevan a comer a las dos de la madrugada y encender la lámpara de la mesita de noche a las doce del mediodía, podrán ahorrarse nada, pues, antes de poner la lavadora, la calefacción, la placa de la cocina o conectar el molinillo para hacerse un café, tendrán que consultar el precio en Internet y lo que se ahorran en lágrimas, se lo gastan en suspiros. 

    Por lo tanto, los cuentos chinos, en todos los países del mundo, son relatos fantásticos, sabios, hermosos, pero en España no son otra cosa que una mentira que no se cree nadie, absolutamente nadie, ni siquiera los que aplauden al cuentista.
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