sábado, 31 de octubre de 2015

Cosas de Garipil

¡Hola! ¿Qué tal vuestras vacaciones? Yo un poco enfadado con mi autora, se marchó de vacaciones y no me dejó las llaves de su biblioteca privada, por eso no pude leeros nada el pasado mes. De todos modos, no se lo digáis para que no se acostumbre, que le gusta demasiado viajar, pero le agradezco el paréntesis. Lo he aprovechado para ponerme al día con mis seguidores, a unos les he contestado a sus correos electrónicos, a otros les he enviado los libros que me habían pedido, y he disfrutado leyendo los últimos mensajes recibidos. Uno de los que más agradezco es el de Laura, de Santa Fe, (Argentina), dice que le gustó el cuento de los utopistas, quizá porque desea para los hombres lo mismo que yo, y para darle las gracias, le dedico el cuento de hoy, también incluido en el mismo libro. Quedas invitado a leerlo con ella.

   Quinto Misterio: La última apuesta

    Era Milpicos el único pueblo de la comarca de las Avecillas que podía presumir de muchos y buenos garbanzales, y de una iglesia con dos campanas en la torre, y de un pilar con un receptáculo para los animales y dos caños para las personas, y de calles empedradas, y de ayuntamiento con reloj, y de taberna abierta todos los días de la semana... y de tener tanta fe y más reclinatorios que ninguno en el Cristo de Vuelos, desde cuya ermita, también de Vuelos, se dominaba el haz de pueblos que formaba la comarca, pero nunca se jactó ni de su progreso ni de sus garbanzos, sólo se jactaba de la ancestral costumbre de apostar de sus habitantes.
    Los hombres de Milpicos poco o nada hacían por deber o por placer, todo, o casi todo, lo hacían por una apuesta. Y las había de todas las clases y suertes.
Las había del género tonto, como la que hizo (listo) al pastor. 
     —¿Qué os apostáis a que ahora mismo me corto el pelo al cero? -dijo en la taberna una noche de San Silvestre.
     —Cántaro y medio de vino sin bautizar -dijeron los demás.
     Y por una cogorza que lo tuvo a él cuatro días en la cama y a las ovejas en la cuadra, se pasó los meses de enero y febrero con la cabeza cubierta por una gorra de hielo sobre hielo.
     Del género loco, como la que hizo (cuerdo) al sastre.
    —¿Qué os apostáis a que sin soltar el cuchillo y el tenedor me zampo para comer un gallo, tres gallinas y doce huevos nadando en agua de olivas? -dijo en la plaza una mañana de domingo.
     —Una alubiada con chorizo para cenar -dijeron los demás-. Si te lo comes todo, pagamos nosotros; si no, pagas tú.
     Y por un gaudeamus que no pudo compartir estuvo sin poder cortar un traje de Carnavales a Ramos por miedo a reventar con la tijera en la mano.
     Del género cruel y estúpido a la vez, como la que convirtió en (héroe) al más inocente de los cazadores.
     —Un duro nos apostamos a que no tienes agallas para llenar este saco de piedras, echártelo a la costilla y pasearlo por el pueblo diciendo que son perdices -le tentaron una tarde sin suerte todos los compañeros.
     —Con Lenda Lerenda, tanto si se tiene como si no se tiene, lo que se apuesta, se pierde -les sentenció él con más amor propio que fuerza física.
     Y por veinte reales que se gastó en posibles remedios, se quedó para los restos con los riñones baldados.
    Las mujeres, en lugar de avergonzarse de las “hazañas” de sus hombres, las tenían a gala. Y se daban reacciones para todos los gustos y disgustos.
    Se daban para subirse por las paredes, como la de la abuela de los músicos. Sus nietos se apostaron la camisa a que no abrirían la boca ni para pedir auxilio desde San Isidro hasta San Miguel una noche de porfía, y para que no la perdieran en un apuro, para que no quedaran sus nombres a ras del suelo, se pasó cuatro meses y medio hablando con ellos por señas y yendo y viniendo de pueblo en pueblo con la cabeza bien alta, en el coche de San Fernando y con cuarenta años en cada “pata”, para ajustarles los bailes de las bodas, fiestas y romerías.
     Para reírse por no llorar, como la de la viuda del herrero. Desde que enviudó se vestía de blanco y con corona en lugar de negro y con velo, y juraba por todos los santos que a su marido no se lo llevó lapulmonía que pilló bañándose desnudo en el río una noche de nieve, que se lo había llevado una apuesta de las de más categoría, de las más audaces y de las más honradas. Y cuando alguien le daba el pésame con cara de circunstancias, la dama en cuestión respondía la mar de ofendida: "La enhorabuena que cualquiera en su pellejo no habría aceptado el reto”. Y en vez de vestirse de luto y ponerle en la tumba una cruz, se vistió de novia para siempre y mandó ponerle una estatua de la Victoria.
    Para tirarse de los pelos y darse de bofetadas a la vez, como la de las hijas del más infeliz de los labradores. Las seis, guapas, esbeltas y sanas, se quedaron gustosas, encantadas y alegres para vestir santos. Y cuando las amigas les preguntaban por qué daban calabazas a sus pretendientes, siendo, como eran tan buenos partidos, a coro y muy metidas en juicio y respeto, les respondían: "Porque nuestro padre se apostó las orejas a que no nos casaríamos ninguna una noche de vino y vino". Y prefirieron dejar el árbol de su familia sin raíces de descendencia, antes que abrumarle las ramas con la vergüenza de tener un padre desorejado por perder una apuesta.
    Se sucedían las generaciones y aquella costumbre en lugar de menguar crecía. Ganar apuestas era de valientes; perderlas, de cobardes. Y ni la mismísima autoridad se atrevía a coger el toro por los cuernos y acabar de una vez por todas con aquellas cornadas que tan maltrechas traían la salud y la moral del pueblo.
    Pero al cabo de mil años se casó el barbero con una moza de Milplumas y a los tres días de la boda la llevó a vivir a Milpicos. La vecina nueva se hizo pronto y bien al lugar y a sus gentes, pero aquella antigua y arraigada costumbre se le atravesó cual espina en boca de gato. Cuando oía contar apuestas ni censuraba ni aprobaba, simplemente pensaba con pena, con rabia, con miedo, y ni la más graciosa de las “hazañas” logró arrancar de sus labios una sonrisa.
    Un día observó que su marido cortaba sin pereza las barbas de los demás, pero las suyas las iba dejando de hoy para mañana.
    —Las barbas te llegan al corazón -dijo mientras comían-. ¿Cuándo piensas cortártelas?
    —Cuando me lleguen a las rodillas -Respondió él sin quitar los ojos del plato-. Le aposté unos panes al panadero a que no me las cortaría hasta entonces y, o poco vale el barbero que tienes en casa, o estas fiestas comemos de balde pan blanco todos los días.
    Ella apretó los labios y procuró disimular su indignación. “Los barberos que valen se ganan el pan cortando barbas -pensó-, no haciendo el carnaval en agosto por todo el pueblo”. Y aquella misma noche, cuando más dormido estaba, se levantó de puntillas, llenó una jofaina de agua caliente, cogió jabón, brocha y navaja, y en un ¡qué sea lo que Dios quiera! le dejó la cara como la de un niño.
    Cuando aquella mañana salió el barbero de la cama y se vio en el espejo del armario, puso el grito en el cielo.
    —Me has hecho un desgraciado, un desgraciado me has hecho, ¿No lo ves? ¡Maldita seas! -Sermoneó a su mujer mientras hacía temblar los muebles a patadas y a
puñetazos- Con esta cara de primera comunión no puedo poner los pies en la calle. Me llamarán pelele, gallina, calzorros... cualquier cosa menos hombre.
    Y en un ataque de ira cogió la navaja para matarla, pero al ir a clavársela se le cayó de las manos. Una cosa era cortar barbas y otra cortar cuellos. Y para vengarse, la echó de casa.
    —¡Vete a Milplumas, vete con tus padres, con tu gente! -le ordenó con los ojos en llamas vivas, zarandeándola como el viento a una hoja.
    Pero cuando ella logró soltarse de sus manazas y abrir la puerta ¡zas!, se adelantó resuelto y volvió a cerrarla de un puntapié que la dejó in albis. “Si se va -pensó-, me quedaré soltero, casado y viudo, que es igual que no quedarme ni soltero, ni casado ni viudo; además, como las hazañas no se prestan los galones unas a otras, para el panadero, para sus testigos y para todo el pueblo seré de por vida un cantamañanas”. Y como todos los remedios que se le ocurrían eran peores que la “enfermedad”, decidió encerrarse en casa con el pretexto de sufrir jaquecas. Y sin más quebraderos se metió en la bodega dispuesto a no volver a ver el sol hasta que el sol no pudiera verle las barbas en las rodillas.
    Pasaban los días, las semanas, los meses, y en aquella casa no entraba ni un real. El barbero pedía de comer y de beber tres veces al día y dos por la noche, pues el aislamiento y la inactividad, en vez de frenarle el apetito, se lo aceleraron. Y como la despensa empezó a quedarse vacía, la vecina nueva no tuvo más salida que empezar a buscar soluciones.
Primero     pensó en sacar a su marido a palos de la bodega, pero a la hora de la verdad no se animó. La escoba cambiaría rápidamente de mano y se volvería contra ella, a sus gritos acudirían los vecinos con más escobas, descubrirían el quid de la paliza, se cebarían con sus huesos. Y no estaba dispuesta ni a perder la salud a escobazos, ni a dar tal escándalo. Después, en hacerse barbera, pero tampoco se atrevió. Estaba tan harta de aquellos hombres, de su mala costumbre que, en cuanto los oyera hablar de apuestas en la barbería, les cortaría el “pescuezo” en lugar de las barbas. Y no estaba dispuesta a morir en la horca. Ella quería vivir, pero vivir en paz, entre hombres cabales, entre mujeres de seso. Y pensó que si por una apuesta había perdido su sosiego y su bienestar, lo propio era recuperarlos con otra apuesta.
    Aquella misma noche se armó de valor y se presentó en la taberna con el pretexto de darle al tabernero una tortilla de garbanzos para su mujer que por aquellos días no andaba muy católica. Todos los hombres del pueblo estaban en el local. Bebían como cosacos, hablaban como cotorras, juraban como carreteros y en corrillos hilvanaban apuestas con evidente ansia de verlas cosidas. Ella los miró de hito en hito, rogó al tabernero que pidiera silencio, se irguió de espaldas al mostrador y les espetó sin más:
    —¿A que nadie es capaz de apostarse conmigo el jornal de la semana a ir al Cristo andando y con las botas llenas de garbanzos?
    —¿Cómo que nadie? -preguntó el sacristán respondiendo con la pregunta
que él. 
    —Y yo -aseguró el cartero.
    —Y yo -le siguió el boticario.
    —Y yo -continuó el maestro.
    Y al final se apuntó hasta el mismísimo señor cura. Si esquivar apuestas con hombres era de Peleles, de gallinas, de calzorros, rehusarlas con mujeres era de auténticos pelafustanes.
    Al día siguiente y a la hora fijada se congregaron todos en el empiece del camino de Vuelos. Tres leguas bien cumplidas de cuestas serpenteantes y tachonadas de piedras con categoría de cantos, chinas y rollos, les dieron la bienvenida. La caravana se puso en marcha. Los hombres partieron delante, sonrientes, bromeando... a todo galope; la mujer, detrás, muy seria, muy callada... como pidiéndole permiso a un pie para echar el otro. Pronto perdió de vista la piña de hombres. Una nube de polvo la aislaba de ellos, pero el viento le traía la alegría de sus voces. De repente se detuvo a cortar las moras de una zarza, a cortar un puñado de las más negras, a cortar otro de las más verdes, a comérselas una a una... a perder tiempo, a que lo ganaran ellos. Y cuando el viento, amordazado por la distancia, cesó de cantarle al oído sus mofaduras, chanzas y carcajadas, sin prisa y sin pausa reanudó la marcha.
    Al coronar el primer kilómetro vio al pastor sentado sobre unas matas al borde del camino. “¡Malditos seáis! -gruñía mientras se sacaba las botas con rabia y las ponía bocabajo y las sacudía para que los garbanzos salieran zumbando- Se me han clavado entre los dedos, en las plantas, en los tobillos, y así es imposible dar un paso, no hay cristiano que pueda mover los pies. ¡Vaya tortura”! Ella pasó por su lado con absoluta indiferencia, sin molestarse en decirle ni hola ni adiós. Y al ver que lo dejaba atrás con aquella naturalidad, con aquella entereza, el hombre se metió las dos botas a la vez, se incorporó de un respingo, y con la seguridad de verla caer también, la siguió.
    —Si todos perdemos -musitaba a sus espaldas-, todos ganamos.
    Unos metros más adelante se repitió la escena con el sastre, y después con los cazadores, y luego con los músicos, y más adelante con el panadero, y después con los labradores, y luego con el tabernero, con el sacristán, con el cartero, con el boticario, con el maestro, con el lechero, con el carbonero... y por último, cuando ni el más duro llevaba garbanzos en las botas, con el mismísimo señor cura.
    Una hora después la mujer llegó a la ermita más lozana, radiante y erguida que una rosa de mayo, sin una perla de sudor, sin un suspiro de alivio, sin una mueca de dolor, sin un gesto de fatiga, y en cuanto los hombres le hicieron corro, alzó la frente y dijo:
    —He ganado. ¿Lo veis? Y si queréis doblar el fin de la apuesta, deshago lo andado sin vaciar las botas.
    —¡No puede ser, no puede ser! -se rebelaron todos a una- Seguro que en
lugar de garbanzos has metido bolitas de algodón en rama.
    Ella sonrió dulcemente, se sentó en una peña y se sacó las botas.
     —¡Mirad! -dijo triunfante- ¡Mirad!
     Y les mostró los pies rebozados en una cataplasma de garbanzos.
    —¡Trampa, eso es trampa! -volvieron a rebelarse todos- Has metido los garbanzos cocidos.
    —¿Trampa? -preguntó ella para responder- ¡Nada de eso! Yo os aposté venir a Vuelos con las botas llenas de garbanzos, pero en ningún momento hablé ni de crudos ni de cocidos. Cada cual los ha puesto como su inteligencia le ha dicho.
    Y ante la evidencia de sus razones, el cura no tuvo más remedio que bendecir el resultado de la apuesta. Y fue tal la humillación que sufrieron aquellos hombres que ni al más osado de todos le quedaron ganas de volver a apostar. Y fue tal la tragedia de aquellas mujeres al perder aquel jornal que, cuando los hombres salían de casa, cada una al suyo, advertía: "Si quieres porfiar, porfía, pero apostar, ni contigo mismo".
Y desde aquel día Milpicos presume de sus garbanzos y de su progreso con la misma fuerza que se avergüenza de las pretéritas apuestas de sus habitantes.

        Relación de libros publicados por mi autora: María Jesús Sánchez Oliva. Pero antes quiero recordarte que por ser el primero de sus libros me ha distinguido con este espacio en su blog del que me siento tan orgulloso como responsable.
    Garipil-1995.
    Reseña: Garipil es un semáforo. Nace con una idea en la cabeza: decir a la sociedad que las máquinas como él nacen para estar al servicio del hombre, para ayudarle en todas las tareas que tiene que realizar, para hacerle la vida más cómoda, pero en ningún caso para suplirlo. Su mensaje es tan aconsejable para niños como para mayores.
    Letanías-1999.
    Reseña: Letanías es una colección de historias breves pero completas. El libro ideal para los que quieren leer pero les falta paciencia para enfrentarse a libros con muchas páginas. Algunos de los relatos han sido premiados en distintos certámenes literarios.
    El rosario de los cuentos-2003.
    Reseña: En los primeros años de la posguerra española, en un pueblo de Castilla, un cura de la época es incapaz de encauzar a sus feligreses por el camino recto a través del Santo Rosario, como era costumbre. Ante su fracaso decide transformar cada misterio en un cuento. El resultado son quince cuentos para niños de distintas edades. Cada cuento está ilustrado con una viñeta alusiva a la época. Este libro obtuvo el tercer premio en el Concurso de Cuentos Tiflos en su edición de 1996.
    Cartas de la Radio-2007.
    Reseña: Cartas de la Radio es una colección de cartas o artículos de opinión escritas y leídas en un programa de radio por María Jesús Sánchez Oliva durante cuatro años. Las cartas van dirigidas a políticos, ciudadanos de a pie, víctimas del terrorismo, instituciones, asociaciones, etc, y no pocas nos llevan a acontecimientos que siguen vivos en nuestra memoria.
    Cuentos de la Cigüeña (Soles y Lunas)-2014.
    Reseña: Son doce cuentos escritos en verso con los que las mamás –y los papás- disfrutarán leyéndoselos a sus hijos y los niños aprenderán a amar la poesía a la vez que los cuentos.

    Para más información sobre los libros, hacer un comentario o simplemente saludarme, , solo tienes que contactar conmigo a través de mi dirección de correo electrónico:

garipil94@oliva04.e.telefonica.net 

    Estaré encantado de responderte.

    Gracias por tu visita y hasta el próximo número.

1 comentario:

  1. Hola, María Jesús:
    Ahora, ya habiendo leído el número de octubre, te escribo de nuevo para agradecerte, por tu dedicatoria del cuento de este mes, que, por supuesto, me encantó. Y, también por todo el resto de los artículos, que me han proporcionado un lindo rato de lectura en un domingo que, aquí, aparece frío y, a ratos, lluvioso.
    Te cuento que el caso de Andrea, lamentablemente, no es el único en el mundo, y, me parece excelente el enfoque respetuoso que le haz dado...
    Tengo por acá un caso parecido, pero de una niña de 5 años, que le dijo a su madre que prefería ir al cielo, que tener que volver al hospital. Pasó en EEUU, y, salió publicado en el diario La Nación, de Buenos Aires.
    Besos.
    Laura.

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