miércoles, 6 de noviembre de 2013

Mesa camilla

 Los españoles presumimos de recibir con los brazos abiertos a los extranjeros, pero ¿esto es así en todos los casos?
    En los últimos años nos hemos visto invadidos por ciudadanos de Marruecos y otros países de religión musulmana. Todos sabemos por qué y para qué deciden estas personas cambiar de país. El resultado de este fenómeno ha sido más positivo que negativo para el nuestro aunque nos cueste admitirlo, pero esta es otra historia, de momento lo que corresponde es analizar si los recibimos igual que a otros extranjeros o no.
    Es evidente que estos ciudadanos nos caen mal a los españoles por no decir muy mal. Nos molestan, sobre todo, sus costumbres, sus fiestas, sus tradiciones, que se reúnan entre ellos y sobre todo tenerlos de vecinos y que sus hijos compartan colegio con los nuestros. Todos son sucios, mal educados, delincuentes, y no nos cortamos un pelo a la hora de criticarlos. Sobra recordar los conflictos sociales que se han montado porque una niña no se quitaba el velo para ir a clase o porque un ayuntamiento decide hacer la paella de las fiestas sin carne de cerdo, aunque para mayor vergüenza, la paella siempre se hubiera hecho con carne de pollo. Los españoles que han visitado Marruecos o cualquier país de religión musulmana siempre acaban sus críticas con un refrán a modo de conclusión: “Allá donde fueras, haz lo que vieras”, en clara alusión a que para entrar en una mezquita les invitaran a quitarse los zapatos o cubrirse la cabeza y haciendo ver que en sus países nosotros tenemos que seguir sus costumbres
    Nada más lejos de la realidad. Tanto en Marruecos como en otros países árabes, los turistas españoles, podemos disfrutar de hoteles y comodidades mil veces mejores que en cualquier país de Europa, y nadie nos prohíbe comer carne de cerdo, y nadie se mete con nuestra forma de vestir, y nadie se ofende porque a la hora de sus rezos nosotros sigamos a lo nuestro en lugar de acompañarlos. Es cierto que al entrar en la mayoría de las mezquitas –no en todas, por cierto- nos piden que lo hagamos con los pies descalzos y la cabeza tapada pero esto no da validez a nuestro refrán.
     Si nos sacudimos la pereza mental que sufrimos con frecuencia ante cualquier debate social de semejante jaez –de ahí nuestra tendencia a recurrir a los refranes para hacer valer nuestra opinión- veremos que esto es más digno de alabanza que de crítica.
    Las mezquitas no son monumentos para ser visitados por los turistas, son centros de culto religioso y de oración, los lugares donde los musulmanes convencidos acuden para cumplir con las normas impuestas por su religión, y si nosotros no entramos para cumplir con su dios, ¿qué demonios pintamos allí? Bastante hacen con dejarnos entrar para que encima pretendamos que nos dejen hacerlo con los pies calzados y la cabeza y lo que no es la cabeza al aire.
     Quiero dejar claro que no estoy defendiendo estas prácticas religiosas, pero esto se resuelve como se resolvió en nuestro país: propiciando la cultura, el conocimiento, el bienestar, de ningún modo con el rechazo social.
     Pero no es esta actitud lo que nos resta más puntos como personas civilizadas, lo que nos deja poco menos que a cero es nuestra tolerancia con extranjeros de otras nacionalidades.
    Pese a formar parte de la Unión Europea y al cambio económico, social y cultural que ha experimentado nuestro país en las últimas décadas, para los ciudadanos del resto de los países europeos, digan lo que digan las crónicas oficiales, seguimos siendo ciudadanos inferiores. Les cuesta quitarnos las etiquetas de impuntuales, gritones y mangantes, minimizan nuestro idioma por no decir que lo marginan y en absoluto les importan nuestras tradiciones. De hecho, si la señora Merkel ha ganado las últimas elecciones, es porque prometió a sus alemanitos cerrarles el grifo de las ayudas a los españolitos que, de no haberlo hecho, las habría perdido, pues aseguraban estar hasta el moño de sus chanchullos, de sus irresponsabilidades y de sus pocas prisas por trabajar cuando cobraban el paro. Y los españoles, ni nos enfadamos por ello, ni por ello los despreciamos. Al contrario, los recibimos con todos los honores, los tratamos como a reyes y los despedimos agradecidos para que vuelvan. Para comprobarlo si alguien lo duda, basta con pasar unos días en nuestras zonas  más turísticas, (Canarias, Baleares, Costa Brava, Costa del Sol, entre otras. Estos lugares se  llenan de ciudadanos alemanes, ingleses, franceses y de otros países europeos que, aunque yo discrepo, serán en sus respectivos países tan educados como la fama dice, pero aquí andan, nunca mejor dicho, como Pedro por su casa. Podemos verlos borrachos mañana, tarde y noche, dejar las playas sembradas de botellas, correr por los pasillos del hotel pegando gritos, arremeter contra el mobiliario urbano, retirar comida del buffet para un regimiento aunque tengan que dejarla en el plato por falta de espacio en el estómago, y entrar a cenar a última hora aunque ya hayan entrado a la primera, y los españoles, ¿quién lo diría?, nos olvidamos del “Allá donde fueras, haz lo que vieras”, les aplicamos el “Allá donde fueras, haz lo que quieras” y, además de reírles las gracias entre comillas, se las premiamos de mil formas y maneras. En las cafeterías, entren quienes entren primero, los camareros sirven primero a estos extranjeros, después, a los españoles; en las actividades que se organizan en los hoteles para los clientes, los animadores cantan, hablan y bromean en inglés, en francés y en lo que haga falta menos en español; en no pocos lugares, las informaciones escritas, aparecen primero en inglés y demás idiomas, en español, al final. Por si les parece poco, hasta les ponemos nombres ingleses a nuestros establecimientos, y para que no se sientan marginados, a no pocos de nuestros platos, que en sus países de origen, aunque los kilos que tienen que cargar sus pies digan lo contrario, comerán para vivir, pero aquí viven para comer y hay que informarles para que sepan lo que piden. Es decir, los extranjeros no son ellos, somos nosotros. ¡Qué lástima!
     Pero así son las cosas: nos quieren, los despreciamos, nos desprecian, los queremos. ¡Qué extraños somos los seres humanos! 

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