miércoles, 31 de julio de 2013

Mesa camilla

¿Vale la pena hacer una carrera? La mayoría de los jóvenes españoles ha hecho una carrera y la mayoría se arrepiente de haberla hecho. Es frecuente oírles a nuestro alrededor expresiones como estas: ¿Vale la pena hacer una carrera para no ejercerla? ¿Compensan tantos años de estudio para ganar tan poco? ¿Para qué sirve estar preparado si luego hay que salir fuera a buscar trabajo? Lo ideal es hacer una carrera que nos guste, ejercerla dónde, cómo y cuándo queramos, y por supuesto, ganando un sueldo que nos permita vivir bien desde el primer mes, pero la realidad, al margen de la crisis y de quien gobierne, salvo excepciones por eso de que no hay regla sin excepción, es, fue y seguirá siendo otra historia. Generalmente, con carrera y sin carrera, trabajamos en lo que surge, a veces en lo que nunca se nos habría ocurrido pensar, tenemos que hacer que nos guste nuestro trabajo, o resignarnos a hacerlo sin que nos guste. De hecho la palabra “trabajo” tiene más connotaciones de sacrificio que de placer. Pero se trabaje en lo que se trabaje, aunque por las razones que fueran no se trabajara nunca incluso, hacer una carrera, tener estudios superiores, estar bien preparado, nunca es negativo. Durante la dictadura, por no irnos más lejos, en España, solo hacían carrera los hijos de los ricos. Raras veces llegaban a médicos, abogados o farmacéuticos los hijos de un albañil, de un campesino o del operario de una fábrica. Los licenciados solían ser lo que eran sus padres y vivían muy bien desde el primer momento. Así fue como en la clase baja echó raíces la creencia de que tener una carrera equivalía a trabajar poco y ganar mucho. Gran error. Aquellos trabajadores con carrera vivían muy bien desde el primer momento, pero no porque empezaran cobrando grandes sueldos, sino porque procedían de familias acomodadas. Pero la sociedad lo tenía muy asumido: una carrera era la solución a los problemas económicos, el pasaporte para entrar en el club de los ricos. Con la democracia, afortunadamente, el acceso a la universidad dejó de ser un privilegio de las clases altas, y por primera vez en la historia de España empezó a ser un derecho al alcance de las clases bajas. La mayoría de estos jóvenes hizo su carrera con una finalidad: vivir de ella y vivir bien. Era la idea que habían recibido de sus mayores y consciente o inconscientemente con ese propósito se esforzaron. Pero luego vino la realidad y son los menos los que vieron realizado su sueño, los más, por muy diversas razones, desarrollan trabajos que nada tienen que ver con lo que estudiaron, se matriculan para formarse en otra profesión, o esperan confiados a que suene la flauta, y ante este panorama, el que más y el que menos, todos lamentan haber hecho una carrera. ¡Qué lástima! Estudiar es algo que no solo debemos hacer para trabajar, debemos hacerlo, en primer lugar, para formarnos, para aprender a pensar, para que nadie nos inculque ideas equivocadas, para que nadie manipule nuestra opinión, nuestra voluntad, nuestro pensamiento, y para que nadie nos confunda con sus argumentos. ¿Por qué un chico universitario tiene que avergonzarse de ser barrendero? ¿Por qué damos por hecho que con la camarera de un hotel no podemos hablar de las rimas de Bécquer? Seguramente por esa equivocada creencia que nos han inculcado durante tantos, tantos años, y que hoy, además de tener frustrados a tantos padres y a tantos hijos, nos impide progresar como individuos y como sociedad.

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