lunes, 1 de septiembre de 2014

Carta a...

Su historia puede resumirse en unas líneas. Como tantos religiosos decidió marchar a África en misión humanitaria. Era uno de esos sacerdotes más preocupados por salvar cuerpos que por salvar almas, sin duda porque tenía claro que con el cuerpo a salvo es más difícil perder el alma. Siete años llevaba en el hospital de Monrovia cuidando enfermos y reclamando a las autoridades de Liberia mascarillas, guantes, vendas, medicinas, médicos, agua, luz, comida, o lo que es igual, vida, porque como en todos los países africanos, vivir allí es un milagro.
      Uno de los problemas más graves para la población es el virus del Ébola, enfermedad letal y tan altamente contagiosa que cada brote que surge arrasa con cientos y cientos de vidas, deja niños huérfanos que vagan por las calles, enfermos abandonados por temor al contagio, hombres y mujeres en la más absoluta miseria. En el que actualmente asola al país usted fue el primer español en contraerla. El pasado ocho de agosto fue repatriado a España, pero pese a tantos esfuerzos humanos y económicos, falleció cuatro días más tarde en el hospital Carlos III de Madrid. Lo siento.
    Lo socialmente correcto sería  cerrar estas líneas elogiando su labor, ensalzando sus virtudes, agradeciéndole con unas palabras bien hilvanadas ese amor por sus semejantes que le llevó a entregarles su juventud, su bienestar y por último su vida, pero me parece que las personas de su talla moral no necesitan este tipo de reconocimientos, lo que necesitan es que su voz sea escuchada de una vez por todas y nadie tenga que dar tanto por nadie. Por ello prefiero terminar sumándome a sus deseos.
    No hace falta ser experto en la materia para saber que este tipo de epidemias tienen mucho que ver con la falta de higiene propia de los países castigados por las guerras, las hambrunas y otras miserias evitables. Pero ni usted, ni tantos otros que hacen lo mismo, pueden resolver este problema, bastante hacen con lo que hacen, los que sí pueden y   están obligados a hacerlo son los gobernantes. Por lo tanto, en su nombre, en nombre de todos los religiosos y seglares que en estos días corren su misma suerte, en nombre de todas y cada una de las víctimas y en mi propio nombre, no les pido, les exijo que cambien inmediatamente sus políticas y gasten en arreglar el mundo lo que gastan en desarreglarlo.
    Solo entonces podrá usted descansar en paz y nosotros reconciliarnos con ellos.

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