Mi sobrino David tiene 28 años. Nunca fue buen estudiante, más por falta de interés que por falta de capacidad. En contra de la voluntad de sus padres dejó de estudiar y con la promesa de que nunca le faltaría trabajo pues trabajaría en lo que fuera y donde fuera. Unos días después encontró su primer empleo y durante unos años fue de todo: camarero, conductor, repartidor... y otros trabajos que compatibilizaba con el de tocar en una orquesta cuando había actuación y el horario lo permitía. Por fin encontró un empleo más estable y mejor remunerado, de representante en una importante firma de automóviles, pero hace unos meses llegó la hora de los despidos, y como fue el último en entrar, fue el primero en salir. Al día siguiente salió de casa con dos objetivos: solicitar su prestación de desempleo y empezar a buscar trabajo. Sus amigos lo llamaron de todo: bobo, porque debía agotar los dos años de paro, que para eso había cotizado; tonto, porque sólo a un tonto se le podía ocurrir ponerse a buscar trabajo tal como estaban las cosas, y loco, sobre todo loco, porque era de locos aceptar un trabajo que no estuviera cerca de casa y ganara lo mismo o más que en el anterior. Hizo caso omiso y sólo cobró dos meses de desempleo: encontró por fin un trabajo, de representante en una importante firma de productos de peluquería. Gana menos pero está encantado por tres razones:
Primera. Quiere vivir de su trabajo, no del paro o de sus padres.
Segunda. Tiene muy claro que despreciar un empleo es cerrarse la puerta para superarse en el mismo o acceder a otro en mejores condiciones.
Y tercero. Es consciente de que encontrar un trabajo a medida de su deseo es tan difícil que tiene que ser él quien se adapte al que salga.
Desde León informó para 30 días Mariángeles.
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