lunes, 30 de abril de 2012

La Butaca

Mi sobrino David tiene 28 años. Nunca fue buen estudiante, más por falta de interés que por falta de capacidad. En contra de la voluntad de sus padres dejó de estudiar y con la promesa de que nunca le faltaría trabajo pues trabajaría en lo que fuera y donde fuera. Unos días después encontró su primer empleo y durante unos años fue de todo: camarero, conductor, repartidor... y otros trabajos que compatibilizaba con el de tocar en una orquesta cuando había actuación y el horario lo permitía. Por fin encontró un empleo más estable y mejor remunerado, de representante en una importante firma de automóviles, pero hace unos meses llegó la hora de los despidos, y como fue el último en entrar, fue el primero en salir. Al día siguiente salió de casa con dos objetivos: solicitar su prestación de desempleo y empezar a buscar trabajo. Sus amigos lo llamaron de todo: bobo, porque debía agotar los dos años de paro, que para eso había cotizado; tonto, porque sólo a un tonto se le podía ocurrir ponerse a buscar trabajo tal como estaban las cosas, y loco, sobre todo loco, porque era de locos aceptar un trabajo que no estuviera cerca de casa y ganara lo mismo o más que en el anterior. Hizo caso omiso y sólo cobró dos meses de desempleo: encontró por fin un trabajo, de representante en una importante firma de productos de peluquería. Gana menos pero está encantado por tres razones:
Primera. Quiere vivir de su trabajo, no del paro o de sus padres.
Segunda. Tiene muy claro que despreciar un empleo es cerrarse la puerta para superarse en el mismo o acceder a otro en mejores condiciones.
Y tercero. Es consciente de que encontrar un trabajo a medida de su deseo es tan difícil que tiene que ser él quien se adapte al que salga.

Desde León informó para 30 días Mariángeles.

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