martes, 31 de agosto de 2021

COSAS DE GARIPIL

¡Hola! Por fin llegó el día y aquí estoy, con el tercer capítulo de Bella Luna. ¡Adelante!

 

          III EL MERCADO DE LOS JUEVES

     Los jueves de cada semana, desde muy antiguo, existía en la ciudad un mercado libre de impuestos municipales para todos los vendedores ambulantes de la comarca. A este mercado acudían hombres y mujeres de todos los pueblos de alrededor con burros y carros cargados hasta los topes de las más diversas mercancías. Cada uno de los vendedores llevaba al mercado lo mejor que producían sus huertos, sus animales, sus manos. Los mimbreros de Mimbres Blancas acudían con sus cestos de mimbre. Ñoto era uno de aquellos vendedores ambulantes.

     Aquel día era jueves y Ñoto iba al mercado de la ciudad. Antes de marchar y para evitar ruidos entró de puntillas en el dormitorio de Bella Luna para darle un beso antes de partir. Pensaba que dormía profundamente pero se equivocó. Bella Luna abrió los ojos y levantó la cabeza de la almohada al oír el ligero rissssss rassssss de la puerta. Al ver que era su padre quien entraba extendió los brazos para que la ayudara a salir de la cuna. A  la sazón ya había cumplido los 5 años y lloraba todas las noches porque quería dormir en una cama como las personas mayores. Era algo a lo que Tarri se oponía.

     —Todavía eres muy pequeña para dormir sola en una cama. Son tan grandes que pasarías frío aunque te rodeara de botellas de agua caliente con un clavo dentro para que no exploten y tan altas que, si te caes de ellas, te matas. Me da tanto miedo que no puedo complacerte porque jamás me perdonaría un descuido con semejante resultado. Es más segura la cuna. Cuando sueñas te despiertas gritando y por las noches das más vueltas que una noria. En la cuna no tienes ningún peligro; tiene los barrotes muy altos y es imposible que salgas rodando por el suelo.

     Ñoto no se atrevió a sacarla de la cuna ni para dar un paseo por el cuarto. Cómo se habría puesto la madre si la niña no descansara en la cuna las diez o doce horas seguidas que aconsejaba el médico a las madres impertinentes. Bella Luna estuvo un buen rato haciendo pucheros.

     —No tengo nunca sueño y me duelen siempre los huesos de estar en la cuna derecha como una vela. Quiero jugar en la calle y correr entre las mimbreras con todos los niños. Me aburro tanto yo sola... Me gustaría tener amigos.

     Ñoto la calmó al fin con carantoñas y una promesa:

     —Desde mañana no estarás sola, yo me encargaré de que tengas con quien jugar y no vuelvas a aburrirte. ¡Ya lo verás!

     Bella Luna entornó los ojos y empezó a soñar. Entre las sombras de la alcoba vio la frágil silueta de una amiga que iba a jugar con ella y juntas se reían a carcajadas tan sonoras que se le saltaban las lágrimas, pero no lloraba de tristeza como de costumbre, lloraba de alegría. Ñoto salió del cuarto sigilosamente para que Tarri no sospechara que había ido a despedir a su hija. Sus precauciones no sirvieron de nada porque antes de salir de casa la oyó gritar:

     —¡Deja la niña en paz, que vas a desvelarla!

     Dormía con un ojo abierto y con el otro cerrado para estar alerta por si Bella Luna pedía un vaso de agua, necesitaba hacer pis, poner en orden la pila de mantas o darse la vuelta.

     Entró Ñoto en la cuadra y cogió  de las riendas a sus dos burros, los enganchó al carro y emprendió camino hacia la ciudad. A la salida del pueblo pudo unirse al grupo de mimbreros. Todos llevaban el carro a tope de cestas y cestos para vender en el mercado. Ñoto iba más cabizbajo y pensativo que de costumbre. Los compañeros se percataron en seguida porque le hablaban y salía por los cerros de Úbeda. Uno de ellos le preguntó:

     —¿Cargaste el carro anoche, o lo cargaste esta mañana?

     Él respondió:

     —En mi cuadra nadie ha robado ni los pavos ni las pavas.

     Todos bromearon y durante el trayecto fueron tomándole el pelo.

     —A ver si te quitas los tapones de los oídos, que no estás en casa…

     —Anoche te tocó vigilar el manzano, ¿verdad?

     —Para la próxima guardia vamos a echarte una mano…

     Ñoto caminaba ajeno a las bromas porque una sola idea daba vueltas en su cabeza como un molino: era la promesa hecha a Bella Luna sin saber siquiera qué le había ofrecido. ¿Podía hacer algo él para que Bella Luna tuviera con quien jugar todos los días y no se aburriera sola? Sabía que era inútil implorarle a Tarri que  consintiera en que Bella Luna fuera amiga de todos los niños del pueblo y saliera a jugar con ellos entre las mimbreras, la amaba tanto que sólo quería tenerla entre sus faldas. No soportaba verla fatigada al correr y mucho menos que tuviera una lámpara en el vestido o unas pajas revoloteando entre los cabellos. Todos los niños eran gusanos para ella y, por lo tanto, indignos de jugar con su  hija. Ñoto empezó a arrepentirse de haber prometido algo que no podía cumplir por sí solo. Una cosa, sin embargo, tenía muy clara y le hacía daño: Bella Luna esperaba ilusionada algo de él y no quería defraudarla por nada del mundo.

     Con sus tristes pensamientos llegó por fin a la plaza que las autoridades habilitaban cada jueves para el mercado. Descargó el carro cuidando de no dañar ninguno de los cestos y los ordenó en la esquina que oficialmente tenía asignada para él. Cogió los burros y se marchó con ellos a una posada donde cada jueves alquilaba una cuadra para que los animales descansaran a la sombra y llenaran la panza con el pienso y el agua que les daba el posadero. No  podía prescindir de aquel gasto. El trayecto de Mimbres Blancas hasta la ciudad era largo y tortuoso y los burros llegaban derrengados por el trote y  por la carga. ¿Cómo iban a soportar los animalitos en plena calle todas las horas de venta sin beber agua fresca, sin comer trigo limpio y sin dormir tumbados en una yacija de paja limpia una buena siesta? Era preciso que recuperaran las fuerzas perdidas para luego regresar con bríos. Entregó los burros al posadero y se alejó con la idea de llegar pronto hasta su puesto del mercado. Al dar la vuelta a una de las esquinas de la calle de los Árboles se detuvo inesperadamente. Llamó su atención el escaparate de una juguetería. Estaba  iluminado por las luces azuladas de unos farolillos que pendían del techo en hilera. Era tan temprano que el sol no había encendido sus velas de oro. Sin saber por qué pegó la nariz al cristal y pasó más de una hora mirando de hito en hito todos los juguetes. “¡Qué lindezas!, ¡qué ilusión le haría a Bella Luna poder verlos!, ¡qué dichosa sería si pudiera jugar con ellos!” Se fijó en los precios escritos en  las etiquetas que colgaban prendidas en cada uno de los juguetes y rebuscó en los bolsillos del pantalón la calderilla que lograba sisarle a Tarri, de los cuartos del alquiler de la cuadra no podía disponer por si las moscas, que igual que había días de buena venta, los había de mala, y no era cuestión de arriesgarse. “¡Qué Lástima! No tengo monedas suficientes ni para comprar esa pelota roja con un gallo de colores pintado. Es el más barato de todos los juguetes y el precio fuma en pipa”. Despegó la nariz del cristal y se alejaba pesaroso cuando la dueña de la tienda abrió la puerta.

     —Son bonitos todos los juguetes. ¿Verdad que le gustan buen hombre? ¿A que no me equivoco si digo que se ha encaprichado de alguno? Lo que yo digo siempre: “Los juguetes les gustan más a los mayores que a los pequeños”. Y seguro que tiene usted un montón de críos con buenas ganas de jugar.

     —solamente una niña tan guapa que se llama Bella Luna.

     —¡Oh, qué orgullosa debe estar la madre de esa joya! Una niña tan preciosa que hasta le quedan chicos los nombres de las vírgenes merece el mejor de los juguetes. ¡Pase, pase, buen hombre, pase y verá qué maravilla tengo en la trastienda!

     Ñoto no se hizo de rogar. Entró tras la mujer tan dócil como un cordero detrás de la oveja que lo acaba de parir. Se quedó con la boca abierta y los ojos como platos viendo la preciosa muñeca que le mostraba la dueña de la juguetería mientras le acariciaba los bucles de oro. Por fin  Ñoto pudo articular unas palabras:

     —Si hoy vendo todos los cestos en el mercado, vengo a comprarla antes de marcharme.

     —Venderá toda la cestería que traiga porque hoy hay mucha gente forastera en la ciudad, y si está interesado de veras en ella, le hago ahora mismo el siguiente trato: me da la mitad del precio como señal y el resto me lo paga cuando Venga a recogerla. Sólo así se la puedo reservar. De otro modo no le garantizo que cuando venga esté sin vender. Esta muñeca tiene muchos golosos, y aunque en todas las jugueterías de la ciudad hay muñecas para dar y regalar, ninguna se puede comparar en belleza con ésta y mucho menos competir con la calidad y el precio. ¡Anímese, que es una oportunidad única, y verá qué alegría le dará esta noche a su Bella Luna!

     Ñoto vio el cielo abierto. Con una muñeca así cumpliría con creces su promesa y Bella Luna tendría una amiga con quien jugar y no volvería a aburrirse. No se lo pensó más, sacó los cuartos reservados para el alquiler de la cuadra y aceptó  el trato que la juguetera le propuso. Vendería todos los cestos y podría saldar sin problema la deuda y pagar la cuadra. ¡Cómo disfrutaría Bella Luna! Al salir Ñoto de la tienda la mujer suspiró con alivio. “¡Vaya trabajo que me ha costado hacer picar el anzuelo a este hombre! ¡Menos mal que ha tragado, que si no… tendría muñeca hasta el final de mi negocio! No es que la dichosa muñeca sea una birria, pero tampoco es una bicoca. ¡Bien sé yo que ni un rico en vísperas de Reyes me habría dado lo que le he sacado a este hombrito por ella! Hoy me he levantado con el pie derecho porque, aunque no venga a recogerla, salgo ganando, pues me quedo con la señal y para venderla hasta puedo abaratarle el precio”. Al atravesar  la plaza de los Tres Caños Ñoto se fijó en la hora que señalaban las agujas del reloj. “¡Dios mío, si se me ha ido el santo al cielo y he perdido las primeras horas, que son las de más venta!” Y echó a correr callejuela tras callejuela para ganar tiempo.

     Entró jadeante en el mercado. Era un hervidero de gente. A duras penas pudo abrirse paso entre la muchedumbre que llenaba los puestos atraída por los pregones de los vendedores.

     ¡Quesos de cabra de Peñas Altas, tan buenos que con ellos nunca da el mal de Malta!

     ¡Huevos de Vencejos, los únicos con dos yemas y el mismo precio!

     ¡Pavos grandes, sabrosos y gordos, criados entre los buenos aires de Valderrollos!

     ¡Claveles de Cañamares, los que más gustan a las novias y a las madres!

     ¡Pañuelos de  Los Molinos, los únicos que llevan puntillas de bolillo!

     ¡Mantas de tiras, tejidas en La Encina, las mejores para sacar los fríos de las barrigas!

     ¡Zapatillas para los niños, hechas en Valdepinos, las que al acabar el verano no han perdido ni el brillo!

     ¡Botijos del Parral, los únicos que tienen el agua fresca cuando se los lleva a segar!

     ¡Katiuskas de Zarzosa, al que me compre una, le regalo otra!

     ¡Carbón de Los Robles, el que nunca deja sin brasas a los fogones...!

     Aterrizó Ñoto en su esquina y empezó a gritar como un descosido:

     ¡Cestos y cestas de Mimbres Blancas, cestillos y otras lindezas que no pueden faltar en ninguna casa!

     Ñoto era el único de los mimbreros que no sólo hacía cestos, también hacía, por encargo, mesas, baúles, palanganeros y otros muebles. Al mercado, además de los cestos, como todos los mimbreros, llevaba un saco repleto de objetos pequeños que hacía para aprovechar las mimbres que se partían y, cuando tenía un encargo terminado, el encargo para hacerse propaganda. Aquel día le tocó cargar con un sillón con reposapiés, y mientras lo plantaba en primera fila, volvió a gritar:

     ¡Cestos y cestas de Mimbres Blancas, cestillos y otras lindezas que no pueden faltar en ninguna casa!  

     Acudieron las mujeres como moscas a la miel. Se daban codazos entre ellas para hacerse un hueco y ver de cerca sus cestos y sus cestas. Todas quedaban tan prendadas de sus maravillas que sentían la tentación de comprarlas todas. Para obligarlas a sacar los cuartos de la faltriquera, Ñoto les alababa el gusto y alzaba la voz sobre sus comentarios con alguna gracia.

     —¡Esta cesta con ruedas es estupenda para viajar!

     —¡Naturalmente, señora, y vamos, a comprarla, que sale el tren!

     —¡Esta cesta con asas es lo suyo para llevarla entre dos!

     —¡Pues hale, señora, a animarse que, si se reparte el peso, desaparecen las cuestas arriba!

     —¡Qué bien viene este cesto con tapadera para que la ropa sucia no ande rodando y tumbando por el suelo!

     —¡Usted sí que sabe, señora, pero aproveche, que sólo me queda ese y por poco tiempo!

     —¿Me da esa panera? La última que compré se le antojó a la vecina y se la di.

     —¡De dar, nada! Se la vendo con una condición: que se la enseñe a otra vecina para que tenga usted que volver el jueves.

     —¡Qué maja es esta cesta redonda para la fruta! ¿Tiene dos iguales?

     —¡Naturalmente, y si se lleva tres, le regalo la cuarta para que lleve dos pares!

     —¡Pues le cojo la palabra, que tengo que hacer dos regalos!

     —¿Me da esa huevera?

     —Dársela, no puedo. ¡Qué más quisiera yo! Pero si le hace servicio, se la vendo.

     —¡Qué ilusión le hará a mi hija que es modista este costurero! ¿Cuánto vale? ¡Estoy harta de verle los hilos y las agujas en una caja de galletas!

     —¡Pues aproveche, señora, aproveche y mate dos pájaros del mismo tiro!

     —¡Qué precioso este cabás para mi nieto! ¿Es muy caro?

     —Menos que comprarle tres de cartón al año. ¿Se lo lleva?

     —¡Qué cómodo este sillón para el abuelo! ¿Puedo sentarme para probarlo?

     —¡Claro que puede! ¡Para eso está! Pero si se siente a gusto, tengo que hacérselo de encargo, que ese ya tiene dueño.

     Ñoto informaba, despachaba y  cobraba muy orgulloso del éxito de su mercancía y no era para menos. Las mimbres de sus mimbreras eran canela en rama y sus manos tan hábiles para tejerlas que la calidad y la belleza de sus cestos conseguían que su puesto en el mercado fuera de los más visitados, pues, aunque por falta de dinero tuvieran que marcharse sin comprar, nadie se resistía a pasar sin mirar; además, era tan perfeccionista trabajando que jamás escatimaba tiempo y los remates de cada pieza la hacían única.

     Nadie en el pueblo ignoraba sus sacrificios, su entrega, su paciencia, pero eran pocos los que le daban importancia, por no decir ninguno; lo más que solían decir, cuando se hablaba de sus mimbreras, de sus mimbres,  de sus cestos y demás trabajos, era que tenía más suerte que un ahorcado. Nada más lejos de la verdad, hablaba la envidia que tiene la mala costumbre de llamar suerte al esfuerzo, algo que en él saltaba a la vista.

     Todos los mimbreros, incluido Ñoto, sembraban las mimbreras en el mes de noviembre y en estaquilla, es decir: clavando un trozo de mimbre o raigón en la tierra y dejando entre planta y planta cuarenta y cinco centímetros, y el que más y el que menos, por la cuenta que le tenía, vivía pendiente de que ni les faltara ni les sobrara un riego y de buscarles el mejor estiércol. Lo que sólo era Ñoto quien lo hacía era recolectar las mimbres a los doce meses de la siembra, nunca a los seis, como hacían los demás.

     —Estás perdiendo dinero —le decían año tras año—, porque cuando quieras cortar las mimbres, se te habrán muerto en las mimbreras.

     Pero Ñoto sabía por experiencia que estaba ganando más que ellos. Recoger las mimbres en otoño y en luna menguante tenía la ventaja de que nunca se apolillaban, algo que sucedía con frecuencia si se hacía en primavera y en luna creciente. Otra cosa que Ñoto no hacía nunca era macerar los rollos de mimbres previamente. Pronto descubrió que el remojo de varios días las dejaba tan blandas que tan difícil era quitarles la corteza sin dañarlas como tejerlas sin partirlas. Para que la corteza saliera fácilmente y quedaran flexibles, lo mejor era escaldarlas con agua caliente antes de empezar a tejerlas. Estos desvelos y no la buena estrella eran los responsables de que fuera el mejor de los mimbreros con notable diferencia. 

     Ñoto vendió aquella mañana de marras trece cestos normales, uno detrás de otro, y cinco de los más caros. Guardó los billetes en el calcetín y se quedó con las monedas bien apuñadas en la mano, como si fueran castañas asadas y le gustara sentir el calor del cucurucho. “¡Ya tengo bastante para liquidar la muñeca! ¿Qué pasaría si fuera a recogerla ahora mismo? Yo creo que nada malo. Hoy hay gente en el mercado para estar vendiendo y comprando todo el día. Después los venderé todos en un santiamén y sacaré de sobra para pagar el alquiler de los burros y para llevar el jornal a casa. Pensándolo despacio, será mejor que vaya, por si las moscas. Aquella mujer parecía buena persona pero ¿quién me asegura a mí que cuando vaya no me la haya vendido y me quede sin costal y sin castañas? A fin de cuentas, nada hay firmado. En los pueblos no hay este problema porque todos nos conocemos y sabemos de qué pata cojeamos, pero en las ciudades hay que desconfiar porque todos son  arcas cerradas. ¡Voy de tres zancadas y me quedo tan a gusto!”

     Al interrumpir sus pregones las clientas se quedaron rezagadas pues el pregón era como una música a cuyo son acudían las mujeres para bailar la danza de las compras. Ñoto apiló todos los cestos y todas las cestas y sin decir ni pío a sus vecinos de puesto salió corriendo como un gamo. Pasó delante de un vendedor amigo suyo que entonaba su pregón.

     —¡Tomates, pimientos, cebollas, nabos y pepinos, las mejores hortalizas de las huertas de Primillos!

     Al descubrir a Ñoto entre la nube de gente olvidó su cantinela y mostrándole un tomate muy rojo y brillante empezó a gritarle:

     —¿Dónde vas con tanto apuro? ¡Ven! ¿Te apetece que hoy comamos juntos? Ha venido la parienta y  con éste y otros como éste nos hará una ensalada y unas chuletas que nos chuparemos los dedos. ¡Anímate, que esta breva no cae todos los jueves!

     Ñoto hizo un alto en el camino para aceptar la invitación gustosamente. De un tirón contó a su amigo dónde iba y para qué con pelos y señales. La ilusión de  regalar a su hija aquella muñeca había hecho aumentar su ingenuidad. Era como si se hubiera vuelto niño y no viera un atisbo de maldad en los demás. Ñoto se ausentó y su amigo reanudó su pregón.

     Beto era un pillo que por casualidad formaba parte aquel día del mercado. Ni Ñoto ni su amigo se percataron de que en aquel momento merodeaba por el puesto de las hortalizas y escuchó toda la conversación pe por pe y a por a. El tal Beto se escudó en la idea de que no era conocido por aquellas gentes y actuó cual pensó con total tranquilidad. Para empezar, cogió un carro y una yegua, el que más cerca estaba en las afueras. Dando mil  rodeos y armando no pocos escándalos consiguió entrar en la plaza y llegar hasta la esquina de Ñoto. En menos que canta un gallo trasladó la mercancía del suelo al carro. Para evitar preguntas que no iba a responder, explicó a todos los vecinos de puesto:

     —He comprado y pagado a Ñoto todos los cestos de una sola vez para revenderlos después. No se le saca mucho, pero en fin… de alguna forma hay que ganarse las habichuelas.

     Sin levantar sospechas salió volando del mercado porque la yegua corría como una flecha gracias a los latigazos que le propinó.

     Regresó Ñoto con una caja envuelta en papel amarillo con gatos pintados en todos los colores. Como ya era mediodía, se detuvo a comer con sus amigos. Sin esperar para tomar el café y sin soltar la caja ni a sol ni a sombra se despidió.

     —Me quedan muchos cestos para vender  y con gastos extras no puedo llevarme ni uno solo a casa.

     Al llegar a su esquina se encontró con que los cestos habían volado como  por arte de magia. Por un instante pensó que no estaba en su esquina, que se había equivocado de puesto, pero pronto se convenció de que lo único anormal era que su mercancía había desaparecido sin dejar rastro. Sus vecinos de puesto, al verlo buscar y rebuscar sin saber ya dónde mirar, corrieron a informarle de lo sucedido. El cielo entero se le cayó encima.  Abrazó la caja  junto a su corazón y empezó a llorar como un niño cuando le quitan el caramelo que acaba de meterse en la boca. Todos los vendedores se congregaron en su esquina prestos a ayudarle. Cada uno expresó un deseo, pero como hablaron todos a la vez, sólo se enteró de que no estaba solo.

     —¡A callar, que llorando se complican las cosas!

     —¡Corramos a pillar al ladrón antes de que pasen más horas!

     —¡Avisemos también a la Guardia Civil!

     —¡Vamos a organizarnos bien, no vaya a ser que unos andemos al plato y otros anden a las tajadas!

     —Las mujeres que se queden guardando los puestos y los hombres ¡vamos,!, hay que capturar al ladrón para entregarlo a la Justicia vivito y coleando.

     —¡Eso, eso! No podemos permitir que en este mercado entren ladrones aunque vengan con máscara de gente honrada. Si el bribón parecía un alma de Dios. ¡Vaya con las mosquitas muertas! Tenemos que echarle el guante antes de que termine la hora de mercado.

     Ñoto dejó de llorar y sin soltar la caja se puso a la cabeza de la expedición para armar un revuelo de todos los diablos. Los guardias civiles, enfundados en sus capas y tocados con sus tricornios, a caballo unos, a pie otros, acordonaron y vigilaron todas Las puertas de entrada y salida de la ciudad y rastrearon todos los arrabales. Ñoto y sus amigos, armados con los látigos de los animales, buscaron y rebuscaron hasta en los treinta y tres ojos del puente de piedra y preguntaron en todas las posadas de la ciudad. El ladrón no apareció ni vivo ni muerto. Muchas parejas de guardias tuvieron faena especial aquella noche. Cada guardia llevaba un candil de aceite encendido. Con las sombras de la noche no se veía un palmo de terreno y las llamas de los candiles, además de servirles para ver los caminos, dificultarían la fuga del ladrón. Otros guardias pasaron la noche de centinela en las puertas de la ciudad. Los vendedores ambulantes tuvieron que irse al mercado para recoger sus puestos, pues concluyó la hora establecida por las autoridades para venta libre de impuestos, y el vendedor que no desalojaba su esquina a tiempo, era sancionado con una multa importante. Algunos quisieron arriesgarse, -la causa, más que castigo, merecía premio-, pero finalmente ninguno lo hizo, todos eran conscientes de que las autoridades cumplían aquella norma a rajatabla y con un problema no se resolvía otro.

     Ñoto fue a la posada y habló con el patrón:

     —Déme los burros, por favor. En cuanto la Guardia Civil capture al ladrón rescatará mis cestos y me los devolverá. Los venderé en seguida y lo primero que haré será venir a saldar mi cuenta.

     El posadero rugió como un león.

     —Todos dicen lo mismo hasta que sacan los burros de la cuadra, y luego, si te he visto, no me acuerdo. ¡Con el pienso que comen y el agua que beben…! Y para qué hablar de la basura que echan y de las coces que dan. ¡Nada de eso, que yo no estoy aquí para hacer el canelo! El dinero a un lado y los burros al otro y todo irá sobre ruedas.

     Ñoto se llevó la mano al corazón.

     —Puede confiar en mi palabra, que soy un hombre de bien.

     El posadero soltó una carcajada que lo dejó patidifuso.

     —Todavía no he conocido ningún tramposo que diga serlo. Todos tienen palabras de oro y hechos de plomo. Lo más que puedo hacer, por ser la primera vez, es reservárselos una semana, pero le advierto que, si para el próximo jueves no me paga el alquiler de los siete días, puede olvidarse de que son suyos pues al día siguiente los hago dinero contante y sonante para cobrarme la deuda. ¡Pero si estos bichos son la ruina de uno! Más que a recuperar las fuerzas perdidas en el viaje, parece que vienen a matar el hambre de siglos.

     El posadero dio un portazo y siguió rugiendo en el zaguán mientras Ñoto se alejaba más solo que la una y con las orejas gachas. Salió de la ciudad por la puerta de los Frailes y sin saber qué hacer ni qué decir se vio en la carretera de Mimbres Blancas. “¿Y si atajara por algún vericueto? A lo mejor en alguno de ellos se ha refugiado el ladrón pero hay más de uno y en una noche sin luna como ésta me perdería sin duda entre esos bosques tan  espesos. Mejor es que vaya por terreno seguro y luego Dios dirá”.

     A pesar de que todo era malo lo que más le inquietaba era enfrentarse con Tarri al llegar. “Podría inventar una mentira fácil de creer aunque no esté ni bien ni medio bien. Será lo mejor. Le diré que encerré los burros y los cestos que sobraron en una posada mientras fui a la juguetería para comprar la muñeca. Le contaré que por las calles del centro hoy no podían transitar ni carros ni animales porque las autoridades tenían cortado el paso para ellos. Puedo decir que había una fiesta, por ejemplo. Del dinero le puedo explicar que dejé la bolsa bien guardada en las alforjas de los animales porque hoy había mucho ladronzuelo suelto por las calles y era un peligro ir con la bolsa encima. Diré que al regreso me dio el posadero con la puerta en las narices porque tuvo que irse urgente al entierro de un abuelo que se le murió de repente. Es muy lista pero se va a tragar esta bola como me llamo Ñoto Lláguez”. A medida que avanzaba se animaba con aquella mentira que le salvaría momentáneamente de una pelea. “Lo malo va a ser el próximo jueves. ¿Cómo voy a venir al mercado y qué diré al regreso? Las mentiras tienen las patas tan cortas que apenas corren y se las pilla en seguida, pero algo se me ocurrirá. De momento me iré a las mimbreras y a tejer cestos a destajo. Tendré que alquilar un carro y una yegua para el mercado del jueves. Los venderé como rosquillas y vendré con los burros y con el carro y con el  jornal a casa. Si todo sale a medida de mi deseo, podré salvar este bache, aunque mis cestos se los haya tragado ese maldito ladrón”. Muy orgulloso de su ingenio entró en casa cuando ya amanecía. Tarri arañaba los muebles con una áspera gamuza de tanto quitarle el polvo porque era lo único capaz de atarle el manojo de nervios que le habían desatado las horas de espera.

     —¿Cómo andas por el mundo a estas horas si sabes que la noche es sólo para los lobos y para los ladrones?

     Ñoto vomitó todas sus mentiras y Tarri su veneno.

     —¡Ese posadero es un sinvergüenza con todas las letras! ¡Para otro jueves no se te ocurra pagarle ni un real más del precio ajustado para ayer! ¡Pues caro  alquiler te va a salir sino! ¡Mira que abandonar el trabajo porque se le haya muerto un abuelo que tendría más años que lunes un siglo! ¡Mentira me parece que a estas alturas de la vida todavía queden gentes que se preocupen más de los muertos que de los vivos!

     Ñoto bajó los ojos hacia el suelo para no delatarse.

     —Era un abuelo al fin y al cabo y a un muerto hay que enterrarlo a tiempo para que no dé mal olor a los vivos. Creo que era el nieto mayor y se crió con él. Es muy normal que cerrara la posada y se largara, que para los malos tragos es la familia. ¿No está primero la obligación que la devoción? Pues eso mismo hizo ayer el patrón de la posada, cumplir con su deber, y con su sentimiento porque creo que iba hecho un mar de lágrimas. No saques las cosas fuera de lugar que su desgracia fue mayor que la mía. ¿No es peor quedarte sin abuelo para siempre que quedarte sin burros unos días? ¡Trae a Bella Luna para que vea la muñeca y deja al muerto “vivir en paz!” Una buena cola de vendedores quedó a la puerta de la posada sin burros y sin carros y de pueblos muy lejanos. Ninguno rechistó porque se pusieron en el pellejo del pobre hombre y se hicieron cargo de la situación. El mundo no va a dejar de dar vueltas por estas minucias.

     Tarri salió bufando como un gato.

     —¡Conmigo tenía que haber dado ese posadero de los diablos! Del pánico que le habría metido en el cuerpo, lo tienen que enterrar con su abuelo del alma. ¿Pero es que con siete días que tiene la semana sólo ha encontrado el jueves para morirse? ¡Hay gente tan perversa que con tal de incordiar a los demás son capaces hasta de morirse !

     Bella Luna se puso más contenta que unas pascuas cuando su madre la autorizó para salir tan temprano de entre los barrotes de la cuna.

     —Vas a escucharme, lucero, que las malas mañas se cogen enseguida. No quiero que te acostumbres a levantarte tan pronto como hoy. Ya sabes que según el médico un niño debe dormir diez horas diarias y yo te las doblo para que te críes mejor que los demás. Hoy, como excepción y sin que sirva de precedente, me salto la  norma a la torera. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Tu padre es un cabezón y dice que nadie más que tú puede abrir la caja de la muñeca y es tan terco que no le quita ojo. ¡Vamos a verla y luego reanudas tus sueños! Las alegrías de los demás siempre tienen que ser los martirios míos pues tendré que arreglar tu cuarto dos veces, pero en fin, aunque sólo sea por verte con un juguete que no tiene nadie, voy a ceder.

     Tarri apareció en la salita con Bella Luna en brazos pero sin dejar de arremeter contra el ausente posadero y el presente  Ñoto.

     —¡Ese diablo tiene que entregarte los burros el jueves de balde! ¡No se te ocurra pagarle ni un solo real!            A veces creo que eres como un payaso de nieve sin helar y todo quisque se aprovecha de ti como le da la gana. ¿Acaso no ha tenido él la culpa de que le quedes allí los animales y no ha sido él quien te ha causado todos los trastornos? ¡Pues es él quien debe pagar los platos rotos porque tú no tienes la culpa de que fuera nieto de un aguafiestas!

     Bella Luna abrió los ojos desmesuradamente para ver el paquetón que su padre le ofrecía. No tuvo paciencia y rasgó el papel de gatitos con las uñas. En los ojos de Tarri  se apagó súbitamente la luz de curiosidad que había empezado a brillar.

     —¡Le has roto la cabeza a un gato! ¡Vas a dejarme el suelo para liarme a barrer! El papel se corta con una tijera y se dobla con mucho cuidado.

     Bella Luna se hizo un ovillo entre los brazos de su padre y sólo olvidó su enojo cuando su madre abrió la caja y mostró la muñeca.

     —¡Ya tengo una amiga para jugar y no aburrirme sola!

     Y al zarandearla, Tarri advirtió:

     —¡Ten cuidado para que no se rompa, que no tienes calma para nada!

     Ñoto quedó muy satisfecho de haber encontrado una amiga para su hija. Bella Luna tuvo que  reanudar sus horas de descanso pero sin soltar una lágrima porque se marchó a la cuna con su muñeca entre los brazos. Dos o tres tiritas de papel amarillo bailaban debajo de la mesa y Tarri empezó a barrer toda la casa como una loca.

 

María Jesús Sánchez Oliva

    

     Relación de libros publicados por mi autora: María Jesús Sánchez Oliva. Pero antes quiero recordarte que por ser el primero de sus libros me ha distinguido con este espacio en su blog del que me siento tan orgulloso como responsable.

     “Garipil” (1995).

     Reseña: Garipil es un semáforo. Nace con una idea en la cabeza: decir a la sociedad que las máquinas como él nacen para estar al servicio del hombre, para ayudarle en todas las tareas que tiene que realizar, para hacerle la vida más cómoda, pero en ningún caso para suplirlo. Su mensaje es tan aconsejable para niños como para mayores.

     “Letanías” (1999).

     Reseña: Letanías es una colección de historias breves pero completas. El libro ideal para los que quieren leer pero les falta paciencia para enfrentarse a libros con muchas páginas. Algunos de los relatos han sido premiados en distintos certámenes literarios.

     “El rosario de los cuentos” (2003).

     Reseña: En los primeros años de la posguerra española, en un pueblo de Castilla, un cura de la época es incapaz de encauzar a sus feligreses por el camino recto a través del Santo Rosario, como era costumbre. Ante su fracaso decide transformar cada misterio en un cuento. El resultado son quince cuentos para niños de distintas edades. Cada cuento está ilustrado con una viñeta alusiva a la época. Este libro obtuvo el tercer premio en el Concurso de Cuentos Tiflos en su edición de 1996.

     “Cartas de la Radio” (2007).

     Reseña: Cartas de la Radio es una colección de cartas o artículos de opinión escritas y leídas en un programa de radio por María Jesús Sánchez Oliva durante cuatro años. Las cartas van dirigidas a políticos, ciudadanos de a pie, víctimas del terrorismo, instituciones, asociaciones, etc., y no pocas nos llevan a acontecimientos que siguen vivos en nuestra memoria.

     “Cuentos de la Cigüeña (Soles y Lunas)” (2014).

     Reseña: Son doce cuentos escritos en verso con los que las mamás y los papás disfrutarán leyéndoselos a sus hijos y los niños aprenderán a amar la poesía a la vez que los cuentos.

      “Los días perdidos” (2018).

      Reseña: En esta novela se narra la historia de Ara, una mujer que de forma inesperada tiene que enfrentarse a una ruptura matrimonial. El impacto la lleva a recluirse en su ático de soltera. Tras varios años de aislamiento, al salir de casa una mañana, la avería del ascensor la obliga a bajar andando todas las plantas del edificio. En cada planta se encuentra con una mujer que le cuenta su historia. Son mujeres muy distintas unas de otras, pero todas, por distintas razones, han perdido muchos días de su vida. Ya en la planta baja se encuentra con Daniel, el único vecino del edificio que también ha perdido muchos días inútilmente, y de forma espontánea los dos deciden no perder ni uno más. Primer “Premio Tiflos” 2013.

 

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     Gracias por tu visita y hasta el próximo número.

 

     Garipil.

 

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