sábado, 9 de junio de 2018

COSAS DE GARIPIL

¡Hola! ¿Leíste el último número? Pues lo prometido: aquí estoy, con el siguiente relato de “Los días perdidos”, de María Jesús Sánchez Oliva.
     
          MANO SANTA

     Ni la doctora pitos, ni la doctora flautas, la doctora de esta historia no tiene título, solo tiene mano santa. 
     Cuando nació la doctora su madre se llevó un susto de muerte. Tenía las manos como capullos de rosas pero con los pétalos tan apretados que parecía esconder un tesoro de los ladrones. Para tranquilizarla, su padre llamó al doctor.
     —Todos los niños nacen con los puños cerrados —dijo el doctor mientras examinaba sus manos—. Tienen que coger fuerzas para emprender el camino. Pero no se preocupen, las abrirá cuando empiece a encontrarse barreras y tenga que derribarlas para seguir adelante.
     Pero pasaban los días, las semanas, los meses… cuatro años y la doctora no abría las manos ni para chuparse el dedo. Entonces fue su padre el que empezó a preocuparse, y para tranquilizarlo, su madre volvió a llamar al doctor.
     —Ni la menor ni la mayor, no tiene ninguna importancia —dijo el doctor mientras volvía a examinar sus manos—. Seguramente no ha encontrado todavía nada que le guste. Pero no se preocupen, en cuanto lo encuentre las abrirá para cogerlo.
     Y sus padres vieron la solución del problema: si los peces picaban el anzuelo, lo suyo era hacerse pescadores. Un día, su madre, cogió una barra de pan, la envolvió en un papel estampado con lazo de seda y le dijo:
     —Mira, mi cielo, mira, es una muñeca vestida de bailarina.
     Pero las manos de la doctora se posaron cual palomas sobre el paquete, y ante su desconsuelo, ahuecaron el ala sin abrirlo.
     Otro día, su padre, llenó de lentejas un bote de colores con tapadera precintada y le dijo:
     —Mira, mi infierno, mira, son pastillas de café con leche.
     Pero las manos de la doctora se posaron cual palomas sobre el bote, y ante su indignación, ahuecaron el ala sin abrirlo.
     Por fin, convencidos de que el pez no picaba el anzuelo, los padres de la doctora decidieron recoger las redes y empezar a resignarse, si su niña hacía con las manos cerradas lo que los demás niños no podían hacer sin abrirlas, más que para avergonzarse, era para sentirse orgullosos, pero el día que la llevaron a la escuela le dieron con la puerta en las narices y el cielo se les juntó con la tierra.
    —Lo siento, pero ni puedo ni debo admitirla —dijo la maestra mirándola de reojo a través de las gafas que llevaba a horcajadas sobre una nariz de loro—. Los niños acabarían pasando las hojas del cuaderno con las manos cerradas, y ella empezaría a sufrir complejos por las risas que provocaría cogiendo los lápices sin abrirlas. Lo correcto pues es llevarla al sicólogo, que la cure, y en cuanto sea una niña normal, que venga, los niños no pueden estar sin escolarizar.
     La doctora sintió que el alma le volvía al cuerpo, se había librado de formar parte de aquel ejército de monstruos que entraban y salían de clase en pelotón, disfrazados todos con el mismo babi a rayas azules y blancas, que estudiaban para aprobar, no para aprender, que obedecían por miedo, no por respeto, que sonreían a la maestra cuando la tenían delante y a sus espaldas se burlaban de la nariz de loro que tenía que llevar a horcajadas sus gafas, y disponía de todas las horas del reloj para hablar con los árboles, subirse a las estrellas y volar con los pájaros de los que aprendió cosas tan sabias como que las rosas no tenían espinas para hacer daño, las tenían para defenderse, que el aire, cuando de dolor enloquecía, cuando perdía la razón y se convertía en huracán, era el mensajero que denunciaba las injusticias del hambre, de las guerras, de los abusos de autoridad, de fuerzas, de medios y las desigualdades, que la luna no tenía ojos, que se los prestaba el sol para que viera de noche lo que él veía de día, que las nubes, no eran nubes, que eran las lágrimas de Dios al ver que el hombre, haciendo uso de su libertad, se le había convertido en el mayor enemigo del hombre, y descubrió que la felicidad era un tesoro que nadie encontraba porque llevándolo dentro todos lo buscaban fuera, pero a sus padres, tales conocimientos, no les hacían ninguna gracia, habrían preferido tener siete hijos normales antes que una tan rara que hasta los que la miraban del derechas la veían del revés. 
     Cumplía años la doctora y ni los sicólogos querían hacerse cargo de su manía.
     —A mis preguntas responde siempre con otra pregunta —decían todos—. Está claro que esta niña no quiere aprender, quiere enseñar, y eso ni pagando por el tratamiento su cabeza en oro.
     Movidos por la prisa y la mejor de sus intenciones los padres de la doctora optaron por llevarla todos los domingos a la tómbola y prohibirle coger los regalos con las manos cerradas, pero ni por estas, ni por aquellas, prefería perder sus peluches, bastones de caramelo y platillos voladores antes que abrirlas para cogerlos. Una tarde, cuando el recinto estaba de bote en bote, un mendigo cayó al suelo y empezó a gritar desesperado:
     —¡Un médico, por caridad, un médico! Se me han torcido los pies.
     Y el guardia dijo que avisaría al ayuntamiento, que no podía pedir una ambulancia, que en el hospital sólo se atendía a los ciudadanos; y la gente gritaba que lo quitaran de allí, que estorbaba para hacerles la foto a los niños con sus regalos, que era una vergüenza pública; y llegaron los barrenderos, y dijeron que iban a tirarlo a la basura, que el alcalde quería las calles limpias. Entonces la doctora corrió hacia él, se arrodilló a sus pies, abrió las manos en abanico y sus dedos, convertidos en mariposas, empezaron a revolotear sobre sus piernas, y por las alas de seda, entre huesos desplazados, vio días de hambre, semanas de soledad, meses de frío y calor… años de trabas que sembraban en el corazón del hombre odio, desprecio y venganza, y descubrió que sus dedos tenían el don de poner cada hueso en su sitio, y supo que para ser feliz sus manos deberían cerrarse para todo menos para enderezar huesos, pero en cuanto el mendigo echó a andar, su madre, aprovechando que su padre le sujetó los brazos, sacó del bolso diez anillos de oro, le puso uno en cada dedo y sonrió feliz: su hija tenía las manos enjoyadas, no podría cerrarlas ya, era una niña normal. Y aquel mismo año la llevaron a la escuela, y la escuela la llevó al instituto, y el instituto la llevó a la universidad, y la universidad la llevó a un tribunal de oposiciones, y el tribunal, al despacho de un ministerio.
     Por fin la doctora tenía una profesión de prestigio, una nómina puntual, unos compañeros respetables y tres jefes: el que cogía la pluma, el que abría el tintero y el que firmaba, y era una persona tan normal que no era feliz. Cada mañana fichaba a las 7 en punto para volver a fichar a las 3 y tras las ocho horas de aquel reloj que controlaba sus entradas y salidas, sus pasos, sus ademanes, sus movimientos, quedaban listos para la firma del jefe mil expedientes sobre los que ella casaba números y letras que al unirse en matrimonio parían injusticias, incoherencias, mentiras… atracos legales que sólo los enfermos de comodidad bendecían. Un día, harta de ser un instrumento burocrático, se quitó los anillos, sus manos eran demasiado valiosas para seguir atadas, pero un expediente de traje bien rematado, corbata de fecha actual y sombrero de timbres sacó la cabeza por la ventanilla del sobre y la detuvo en seco. 
     —¿Dónde vas con esos humos?
     —A recuperar mi libertad.
     —¿Tu libertad? ¡Qué tontería! En lo que los hombres tengáis estómago tendréis que depender del pan para llenarlo, y sois tan perezosos para pensar derecho y tan diligentes para pensar torcido que sólo habéis inventado una forma para ganarlo honradamente: trabajando. 
     —Ya lo sé. ¿Acaso crees que pensaba vivir del cuento? Pero me lo ganaré con las manos libres, no con las manos atadas, poniendo cada hueso en su sitio que hay muchos fuera de lugar, y ya es hora de que alguien empiece a arreglar el mundo. 
     —¿Arreglar el mundo? ¡Qué disparate! Lo que me faltaba que oír. Tú lo que quieres es cavarte la tumba y enterrarte viva. Si lo dudas, mira a tu alrededor: ganan más los que saludan que los que trabajan, y me parece de sabios su actitud, está tan mal visto y tiene tantos enemigos el cumplir con el deber que sólo a los necios como tú se les ocurre la idea de renunciar a un sueldo por la estupidez de creerse libres. 
     —¡Imbécil! —Se enfadó la doctora y poniéndose en pie soltó un puñetazo sobre la mesa para anularlo—. ¿Quién es un papel para juzgar a las personas? Nadie, absolutamente nadie.
     Lo sacó del sobre, lo dividió en pedazos y lo tiró a la papelera, un papel no podía imponerle su voluntad, ni decidir por los hombres ni marcar su destino. Subiría pues al departamento de Recursos Humanos, a aquel departamento que para no dejar de cometer atropellos y parecer justo ante un personal que exigía cambios decidió ocultarlos tras un nombre competente y un apellido responsable, solicitaría su baja en el servicio sin más explicaciones, se dedicaría a recomponer huesos por la voluntad, y si la voluntad no siempre era buena, le daba igual, al fin y al cabo se necesitaba menos para vivir feliz que para morir desgraciado, pero a punto de abrir la puerta alguien le tiró de la falda.
     —Hola, soy Manola —le dijo una vieja máquina de escribir mientras se quitaba un capuchón de plástico que dividió en partículas una nube de polvo—. Ignorando mi experiencia, despreciando mis conocimientos, humillando mi dignidad, me quitaron de la mesa en pleno uso de facultades para poner ese ordenador. Con muy buenas palabras me dijeron que lo entendiera, que en beneficio del público tenían que adaptarse a los nuevos tiempos, pero no me convencieron, lo normal es que los tiempos cambien poco a poco, con la lógica sucesión de generaciones, intercambiándose lo positivo y lo negativo al coincidir en el camino, uniendo la práctica a la teoría, la serenidad al ímpetu y la ilusión a la realidad para restar errores y sumar aciertos, no despidiendo a la anterior de un portazo y recibiendo a la siguiente con las sillas vacías, ni de la noche a la mañana ni por los intereses de unos cuantos, además, si pensaban reducir el número de papeles como decían para ganarse simpatías, ¿para qué tanta prisa en sustituirme por una máquina más rápida de la que todavía ignoraban los resultados? Y ya ves, aunque soy consciente de que nació para superarme y lo celebro, que las máquinas, al contrario que los hombres, sabemos que sólo somos la mejor hasta que llega la próxima, no me equivocaba, multiplicaron el número de papeles hasta por lo más incoherente, el ordenador, ¡pobrecillo!, se olvida de ellos en cuanto se queda sin luz, se queja de la cabeza y le duelen los pies, los técnicos se vuelven locos para entenderlo, y de momento, aunque en lugar de reconocerlo lo justifiquen, que los hombres, al contrario que las máquinas, jamás reconocen sus errores, sus desatinos, sus barbaridades incluso, su mayor logro es haber sustituido el tan criticado “vuelva usted mañana” por el práctico “no funciona el ordenador” que, además de parados, les deja sin responsabilidades. Por eso, ¡quédate!, hasta que se perfeccione es necesario que alguien empiece a usarme de suplente y quién mejor que tú. Mira lo bien que funciono…
     —Lo siento, me has caído muy bien, pero tienes que entenderme —dijo la doctora mientras sus dedos se abrazaron a sus teclas y sobre la pista de un folio amarillo por el tiempo bailaban un renglón que concluyó con el aplauso de un entrañable timbre—. Las máquinas, con todas vuestras virtudes, que son muchas, nadie lo duda, sois un simple instrumento a merced de los hombres y vuestro corazón de acero puede sentirse útil, libre y feliz hasta siendo un adorno, un recuerdo, una referencia; los hombres, sin embargo, ni podemos ni debemos ser un instrumento en manos de otros hombres, y me voy antes de que sea demasiado tarde, el que se deja encadenar por los demás acaba siendo su propio esclavo, y yo necesito ser libre.
     Pero antes de fijarle el carro con la palanca de seguridad para impedir que sus lágrimas de tinta seca lograran retenerla alguien le tiró del pelo cariñosamente.
     —Hola, soy Matilde —le dijo una cafetera de cuello largo, cabeza de moño en punta, vientre redondo y mandil a cenefas ajadas por el tiempo que acompañada de un cortejo de platos desiguales, tazas sin brazo o con el brazo escayolado y escuálidas cucharillas, y escoltada por un azucarero de cuello corto, perdido entre los hombros desnudos de brillo y la cabeza desmoñada, y una lechera rechoncha, de pico redondo y sayas descoloridas salió de un armario metálico y con el brazo al cuadril se le plantó ante la puerta para impedirle el paso—. Entiendo que aunque sea a cambio de poner en riesgo tu bienestar quieras marcharte. Hasta ahora, por ser diferente y afear con tu actitud la conducta de los demás, solo has encontrado enemigos, pero yo vengo a ofrecerte algo mejor: café, solo, con leche, dulce, amargo, frío, caliente, y hasta con público que ante tanta torpeza para organizar sistemas sería la mejor fórmula para que no protestara de tener que venir siete veces para el mismo papel, y si aceptas, que aceptarás, las dos saldremos ganando, tú porque no tendrías que volver a renunciar a tomar un café por no dejar la ventanilla vacía, y yo porque volviendo a funcionar pondría a los responsables en la obligación de acabar con el desfile de empleados a callejear con el pretexto de recuperar con un café las fuerzas que no han perdido. ¿Qué te parece?
     —Que es la trampa que se le pone al ratón con queso para que caiga —dijo la doctora después de analizar sus palabras con gesto pensativo, como calculando los pos y los contras y antes de empujarla hacia atrás para abrir la puerta y salir—. Es verdad que renunciar a un café la mayoría de las mañanas es de las cosas que más me cuestan, pero no pierdas más tiempo en intentar engatusarme con la solución, he decidido marcharme y me voy, el que se deja encadenar con privilegios acaba siendo su propio carcelero, y a mí me sobra capacidad para no encarcelarme por nada.
     Pero nada más cerrar la puerta tras de sí y antes de alcanzar la escalera para subir oyó que alguien ascendía el tramo anterior jadeando, tropezando por las prisas, siseando con apuro, y al volverse en actitud de socorro se topó con una butaca vieja, sucia y regordeta que le espetó sin más:
     —Hola, soy Jacinta. Llevo años arrinconada en el sótano. Me desplazaron por esas sillas que se mueven, que se suben, que se bajan, y en esos vaivenes que pese a tantas horas de reciclajes nadie sabe controlar retuercen huesos a mansalva. De ti depende que se enderecen. Mira, hay tres clases de trabajadores: los que trabajan por necesidad y ganen lo que ganen viven amargados; los que trabajan en lo que realmente les gusta y además les pagan por hacerlo, y los que hacen que les guste el trabajo que les tocó en suerte y viven felices. Los primeros son los torpes, los débiles, los ingratos, los desgraciados, los segundos, los afortunados, y los terceros los inteligentes. Tú no eres de los primeros, es evidente, tampoco de los segundos, pero hasta yo que ya no veo ni con lentes he descubierto que puedes ser de los últimos. ¡Quédate pues! Serías tan útil que, además de una empleada muy eficaz, acabarías siendo la doctora.
     —¡Pero si yo no tengo título que me acredite! ¿Quién va a saber que puedo recomponer huesos? —le preguntó la doctora perpleja.
     —Eso corre de mi cuenta. Ahora mismo me voy de despacho en despacho y lo digo. ¿Me llamas el ascensor? Llevo tanto tiempo sin moverme que ni puedo estirar los brazos ni tengo las piernas para escaleras.
     Y la doctora volvió a su despacho, y Manola se convirtió en su secretaria de apoyo, y Matilde pasó a ser su camarera de honor, y Jacinta, para servirle de mesa de masajes, se quedó a su lado, y empezaron a llegar pacientes, y entre papel y papel empezó a enderezar huesos, y enderezando huesos sumó ganas de trabajar, restó ausencias por enfermedad, multiplicó sonrisas, dividió energías y disfrutó el resultado: hasta con un anillo en cada dedo era feliz, muy feliz, los hombres libres son los que fijan sus metas midiendo sus fuerzas y llegan a ellas por lo que dan, no por lo que quitan, y ella, sin salirse del camino, había llegado a la suya.
     Pasó el tiempo sin que nadie se acordara de ella para otra cosa que no fuera para pedir sus remedios, pero un día, al abrir la agenda el jefe que firmaba, se encontró con que por un despiste de sus asesores con las fechas no tenía ni una entrevista ni una reunión ni un vino de honor, y montó en cólera, una hoja en blanco era poner en entredicho su capacidad de gestión, y antes vender el alma que perder el cargo. Para rellenarla se reunió con urgencia con el que le cogía la pluma y con el que le abría el tintero y a sus instancias se personó en su despacho. 
     —Acaban de informarme de que ha convertido usted el despacho en un cuarto de estar, y de que por las tertulias, que influyen negativamente en el rendimiento de los demás, tiene el trabajo abandonado.
     —Pues lo ha entendido usted mal. Acaban de decirle que en su incompetencia abandonan el trabajo para ir a desinformarle. Mire mis expedientes, todos tienen tres fechas de adelanto.
     —Los papeles no se ven, se leen, lo que se ve sin tener que abrir un sobre son esa cafetera, esa máquina de escribir y esa butaca, y le recuerdo que el primer mandamiento de los empleados públicos es el de cuidar la imagen. 
     —Tiene usted razón, muchísima razón, pero ese mandamiento, además de ejercerlo para no perder el derecho a exigírselo a los demás, debe recordárselo a los empleados que la manchan recibiendo al público sin quitar los ojos del periódico, a las empleadas que lo hacen haciendo la comida por teléfono y a los cargos peonzas de cualquier cuerda, no a mí que además de mi trabajo le evito reclamaciones, quejas y denuncias enderezando huesos.
     —Aquí el único que le endereza los huesos a los demás soy yo y ahora mismo se lo demuestro, que mañana tengo cuatro entrevistas, ocho reuniones y doce vinos de honor.
     Pero al volverse para salir con la amenaza de abrirle un expediente disciplinario, David, un felpudo que tenía encima más pisadas que púas, se le cruzó entre los pies y ¡pumba!, cayó al suelo redondo y las barbas azules de ira se le volvieron rojas de vergüenza, verdes de rabia y amarillas de dolor. Intentó incorporarse sin pedir ayuda, pero tantas veces como lo intentó volvió a caer: David no le había dejado ni un solo hueso en su sitio. La doctora retrocedió unos pasos, sus manos no podían abrirse para quien quería cerrárselas, Manola se reía a carcajadas, a carcajadas se reía Matilde. Por fin, pasito a pasito, se acercó Jacinta, extendió sus brazos destartalados, lo cogió de varios intentos, lo sentó en su regazo y se tumbó en vertical.
     —Vamos, doctora, vamos —dijo con una sonrisa conciliadora—. El sentido común no necesita licencia.
     Y la doctora se arrodilló a sus pies, y abrió sus manos en abanico para examinar sus huesos, y por sus yemas de cristal, entre ayes, hipos y lagrimones incontrolados, desfiló un hombre que gritaba para no oírse, que corría para no encontrarse, que cerraba los ojos para no verse, que perseguía a los demás para defenderse de sí mismo, que pensaba de dormido y de despierto humillaba a la inteligencia para que no lo pusiera en ridículo, y tuvo tanto miedo de su venganza que decidió marcharse, pero logró ponerle cada hueso en su sitio y mano santa, ni volvió a molestarse ni volvió a molestarla, lo que le permitió trabajar feliz hasta que se jubiló.

     Llegamos a la quinta planta. La madre sin hijos se acercó a una de las puertas sin soltar el bolso y pulsó el timbre.
     —Voy a decirle a Lali que espere para salir a pasear el perro.
     La tal Lali abrió la puerta. Tras darle los buenos días la madre sin hijos le comunicó la avería del ascensor y le prometió avisarla en cuanto estuviera arreglado. Aunque ya se había despedido de ella la víspera por lo que dijeron, la mujer de arcilla volvió a despedirse. Yo ni siquiera me fijé en ella. En mi cabeza solo  había espacio para la doctora, una mujer más valiente que la mujer de arcilla, una mujer con mejor suerte que la madre sin hijos, pero una mujer que también había perdido muchos días de su vida. ¿Era algo que nos imponía el destino, o era algo que nos imponíamos nosotros mismos? La respuesta empecé a encontrarla después, cuando mientras bajábamos la escalera la madre sin hijos contó la historia de Eulalia, una historia que, si yo hubiera sido escritora, la habría titulado…

     Pero eso te lo diré en el próximo número.

     Relación de libros publicados por mi autora: María Jesús Sánchez Oliva. Pero antes quiero recordarte que por ser el primero de sus libros me ha distinguido con este espacio en su blog del que me siento tan orgulloso como responsable.
     “Garipil” (1995).
     Reseña: Garipil es un semáforo. Nace con una idea en la cabeza: decir a la sociedad que las máquinas como él nacen para estar al servicio del hombre, para ayudarle en todas las tareas que tiene que realizar, para hacerle la vida más cómoda, pero en ningún caso para suplirlo. Su mensaje es tan aconsejable para niños como para mayores.
     “Letanías” (1999).
     Reseña: Letanías es una colección de historias breves pero completas. El libro ideal para los que quieren leer pero les falta paciencia para enfrentarse a libros con muchas páginas. Algunos de los relatos han sido premiados en distintos certámenes literarios.
     “El rosario de los cuentos” (2003).
     Reseña: En los primeros años de la posguerra española, en un pueblo de Castilla, un cura de la época es incapaz de encauzar a sus feligreses por el camino recto a través del Santo Rosario, como era costumbre. Ante su fracaso decide transformar cada misterio en un cuento. El resultado son quince cuentos para niños de distintas edades. Cada cuento está ilustrado con una viñeta alusiva a la época. Este libro obtuvo el tercer premio en el Concurso de Cuentos Tiflos en su edición de 1996.
     “Cartas de la Radio” (2007).
     Reseña: Cartas de la Radio es una colección de cartas o artículos de opinión escritas y leídas en un programa de radio por María Jesús Sánchez Oliva durante cuatro años. Las cartas van dirigidas a políticos, ciudadanos de a pie, víctimas del terrorismo, instituciones, asociaciones, etc., y no pocas nos llevan a acontecimientos que siguen vivos en nuestra memoria.
     “Cuentos de la Cigüeña (Soles y Lunas)” (2014).
     Reseña: Son doce cuentos escritos en verso con los que las mamás y los papás disfrutarán leyéndoselos a sus hijos y los niños aprenderán a amar la poesía a la vez que los cuentos.

     Para más información sobre los libros, hacer un comentario o simplemente saludarme, solo tienes que contactar conmigo a través de mi dirección de correo electrónico:

garipil94@oliva04.e.telefonica.net 

     Estaré encantado de responderte.

     Gracias por tu visita y hasta el próximo número.

No hay comentarios:

Publicar un comentario