miércoles, 28 de febrero de 2018

COSAS DE GARIPIL

¡Hola! ¿Cómo estás? Yo feliz de poder presentarte “Los días perdidos”, el libro que verá la luz este año. Me gustaría leértelo de un tirón, pero no quiero robarte mucho tiempo, por eso empezaré por el prólogo. 

         LOS DÍAS PERDIDOS

         PREMIO “TIFLOS DE CUENTOS-2013”

         MARÍA JESÚS SÁNCHEZ OLIVA

    Cada día que se va nos trae un día nuevo, perderlo lamentando el que se fue sin vivirlo es dejar otro sin vivir.

         PRÓLOGO

     Un día más me levanté antes de que sonara el despertador. Tenía mucho sueño pero no podía dormir. En cuanto cerraba los ojos David se adueñaba de todo mi ser, lo veía paseando por la calle principal del brazo de Andrea, haciendo con su hijo castillos de arena en la playa, riéndose los tres ante mis lágrimas, y los abría nerviosa, inquieta, asustada de aquellos fantasmas que de día me daban sueño y de noche no me dejaban dormir.
     Después de tomarme el café que, aunque sin despabilarme, conseguía ponerme en marcha cada mañana, me maquillé para esconder las huellas de mis pesadillas y el espejo me formuló la pregunta de siempre: ¿Cómo era posible que con solo cinco años de matrimonio David me hubiera dejado por ella? Soy mil veces más guapa que ella, más elegante, más educada, tengo un trabajo de prestigio y bien remunerado, guiso como nuestras abuelas, tengo la casa limpia y ordenada y me sobra cultura para hablar de cualquier asunto. Todo lo contrario que ella. La mires como la mires es fea desde la frente a la barbilla y de oreja a oreja, se viste en el rastro y sin tener en cuenta su edad, sus centímetros de menos y sus kilos de más, habla a gritos y gesticulando con las manos. En los trabajos, si no está de vacaciones regladas, está de baja médica, se sabe cuando ha firmado un contrato porque a la semana siguiente se la ve con un collarín, una escayola o una muleta que no le impide andar de la ceca a la meca hasta que cumpla y pueda cobrar la prestación de desempleo. Y no son cosas mías, es lo que vieron todos, incluso los que se encargaron de averiguar su nombre para informarme en cuanto corrió la noticia.
     —Ha cambiado trigo por paja —dijo mi familia.
     —¿Pero dónde tiene los ojos? —dijeron nuestras amistades.
     —Se arrepentirá, ¡vaya si se arrepentirá!, y en cuanto se le caiga la venda de los ojos volverá —me decían todos, no sé si convencidos o para convencerme.
     Pero después de dos años ¿qué podía esperar ya? Nada, absolutamente nada, el reloj de mi vida se paró aquella tarde en la que regresamos de París donde me había invitado a pasar unos días que a mí me supieron a luna de miel. ¡Qué lejos estaba de sospechar que aquello era una trampa bien montada, una pantomima para disfrazar su traición de lealtad! 
     Regresamos en el coche que como de costumbre habíamos dejado en el aeropuerto. Al entrar en la ciudad me sorprendió que no tomara la dirección de casa, de aquella casa que era suya, solo suya; la había comprado de soltero con ayuda de sus padres y decidimos fijar allí nuestro domicilio conyugal por tratarse de un chalé y no de un piso como la mía. 
     —¿Dónde vamos?
     —Ya lo verás.
     Detuvo el coche ante mi piso de soltera, y como él se apeó, yo me apeé también.
     —¿Otra vez ha vuelto a llamar el inquilino? ¡Qué pesado! ¿Pero qué tripa se le ha roto ahora? Me parece que en cuanto cumpla el contrato, ¿no era por estas fechas?, ni le renuevo ni lo vuelvo a alquilar. Estoy harta de inquilinos que, como tu bien dices, pagan tarde, mal y nunca, y encima exigen. Bien sabe Dios que si no fuera porque eres tú quien se ocupa de todo ya lo habría hecho hace tiempo. Total, para las ganancias que dejan… 
     —No tienes que molestarte, eso ya lo he resuelto yo. Lo siento, Ara, lo siento, antes de irnos a París solicité el divorcio. Di por hecho que querrías vivir en tu casa. No tienes que preocuparte de nada. Le encargué a una empresa las reformas necesarias y a otra una limpieza a fondo y el traslado de todas tus cosas. Todo está listo para vivir en ella, tienes incluso el frigorífico lleno, a mi casa no puedes volver ya. Si algo se me ha olvidado, tienes mi teléfono; todavía no he cambiado el número y espero de tu madurez no tener que hacerlo.
     Las frases cayeron sobre mí como palas de tierra que me enterraron en el vacío, en el silencio, en la nada, y no pude articular palabra. Estaba muerta: me había matado el impacto.
     La noticia me pilló sin defensas y no pude reaccionar. Era la primera vez que tenía que enfrentarme a algo imprevisto, inesperado, sin tiempo para asumirlo. Hasta entonces todo había sido distinto. Cuando tenía que examinarme, llevaba meses estudiando, preparando el examen; cuando murió mi padre, llevaba meses viéndolo enfermo, esperando el desenlace; cuando me casé, llevaba un año de relación, el mismo tiempo que preparando la boda, pues, tan enamorado estaba de mí que si le hago caso nos vamos desde la discoteca en la que nos conocimos al juzgado, pero para esto no estaba preparada, ni siquiera podía sospecharlo, lo teníamos todo para ser felices: noches de sexo placenteras, tardes de fiesta divertidas, reuniones familiares agradables, ningún problema económico, buena salud, amistades para todo, la posibilidad de viajar cada dos por tres… Salvo al trabajo, nunca salíamos el uno sin el otro, agradecía incluso que aquella alumna de la que tanto despotricaba lo llamara con frecuencia para que la ayudara a preparar el examen de turno porque eran los ratos que yo aprovechaba para practicar mi deporte favorito: leer a solas. ¿Cómo era posible que el nudo de aquel lazo se hubiera deshecho así, en un instante y como por arte de magia? Sacudí la cabeza, no era verdad, estaba soñando. A mis espaldas sonó el motor de un coche al ponerse en marcha. Me retiré asustada. Al girarme vi cómo nuestro BMW rojo se hacía pequeño en la distancia y convencida de que me estaba gastando una broma subí a mi piso con las llaves que él me había puesto en la mano. Abrí la puerta. Olía a limpio, a perfume, a nuevo. ¡Qué imbécil! Seguro que quería mostrarme el piso recién arreglado, habría ido a aparcar bien y en unos minutos estaría llamando al timbre, riéndose como un cascabel del susto que me había dado.
     Dejé la puerta abierta y anhelante avancé por el pasillo. La reforma había sido un éxito. Era precioso el papel de las paredes del salón en tonos verdes, la bañera había sido reemplazada por una ducha de doce chorros de agua con distintas temperaturas, en la cocina todo era nuevo, todo menos mis tazas de café.
     David se reía de mis manías con el café pero las respetaba y era evidente que hasta le gustaban. Siempre fue mi bebida favorita, no solo para desayunar, también como broche final de cada comida y hasta para alternar. Se contaban con los dedos de una mano y todavía sobraban las veces al año que cambiaba un café por otra bebida y eso que salíamos de bares todos los fines de semana que no teníamos viaje. No comer postre en las comidas, era algo que me daba igual, pero no tomar café era como quedarme en ayunas. Nunca compartí la creencia de que el café quitaba el sueño, a mí me producía el efecto contrario. Por las noches, tomara los que tomara y solos o con leche, me acostaba y dormía como un lirón. Por las mañanas mi primer oficio al levantarme era tomar un café. Por esta razón procuraba dejarlo siempre hecho, y cuando en un despiste no lo hacía, me llevaban los demonios esperar a que se hiciera, ni fuerzas tenía para pulsar el botón del molinillo. Lo que peor llevaba de los hoteles era tener que vestirme para bajar a desayunar al comedor. David se reía de mí cuando le pedía que no me diera ni los buenos días, que hasta que no tomara un café no era persona, ni animal ni planta, era una cosa inanimada que daba tumbos por los pasillos, y consciente de que no exageraba lo más mínimo, se adelantaba para que en cuanto llegara tuviera el café en la mesa. Se lo agradecía en el alma porque era tomar el café y convertirme en la persona que soy por naturaleza: activa, conversadora, dispuesta.
     Pese a mi debilidad por el café del único que dependo verdaderamente es del primero de la mañana, de los del resto del día puedo pasar sin problema, y de hecho paso si no cumplen mis normas: la cantidad, la clase de recipiente, su tamaño, su material, su color, que siguiendo instrucciones de mi paladar le fijé de forma inconsciente en función de la hora, porque el café de después de comer para desayunar, me sabe tan mal como el de desayunar después de comer. Para evitarme problemas siempre tuve a mano mi colección de recipientes: dos vasos de los de agua, ambos de cristal transparente, uno para cuando me levanto y el otro para media tarde; dos vasitos muy pequeños, de porcelana y con asa, el rojo para después de comer y el azul para después de cenar; una taza de china blanca con flores amarillas y con asa para el café con leche del desayuno, y un tazón de cerámica en tonos verdes para desayunar los domingos, que era cuando David se levantaba antes que yo, salía a comprar el periódico y de paso compraba churros.
     Allí estaba mi colección al completo, sobre una encimera de diseño moderno, alrededor de una cafetera que estaba limpia porque estaba sin estrenar, pero me negué a dejar de creer que todo aquello no era otra cosa que una broma de muy mal gusto propia de su tendencia a las travesuras.
     Haciendo acopio de valor entré por último en el dormitorio. Sus paredes rosas se habían convertido en moradas, la colcha, los cojines y las cortinas a juego. En el comodín un ramo de rosas rojas que el espejo multiplicaba por dos y entre ellos un anillo de oro, el que yo le había puesto mientras le prometía amor, respeto, fidelidad. ¿Cómo había estado tan ciega que había acariciado sus manos mil veces aquellos días y no lo había echado de menos? Me disculpé en seguida. Esas cosas solo se perciben cuando se desconfía y yo estaba segura de que el lazo que nos unió aquel día no se desharía nunca, pero ¿por qué había decidido quitarle el nudo de aquella forma tan repentina? Me miré las manos y de rabia me quité el anillo, el que él me había puesto mientras me prometía amor, respeto, fidelidad. Si él me lo había devuelto, yo tenía que devolvérselo. Los anillos de matrimonio no son anillos, son alianzas, y cuando uno rompe la alianza, al otro se le rompe a la vez.
     Abrí el armario. Estaba perfectamente ordenado, tan ordenado que no parecía obra del personal de una empresa. De repente sentí que una ola de indignación me envolvió de pies a cabeza. Que alguien hubiera tocado mi ordenador, mi despertador o el maletín de mis joyas me dejó indiferente, pero que hubiera hurgado en mis bragas, en mis sujetadores y en mis medias no lo pude soportar.
     A punto de irnos me vi una carrera en las que tenía puestas. Con faldas se veía, pero con pantalones no. Me las cambié por otras y hechas un ovillo las guardé en su bolsa de papel de cristal para aprovecharlas después. Es algo que todas las mujeres hacemos aunque las carreras de las medias son las únicas carreras que tarden lo que tarden en verse siempre se acaban de hacer. Rebusqué entre las nuevas, entre las que estaban sin estrenar. No estaban. Las descubrí en un rincón del cajón. La bolsa estaba cerrada, como yo la había dejado, pero tuve la certeza de que alguien la había abierto, y al verlas, exclamó: ”¡Jolín, jolín, pero qué mujer más ordinaria! Parece mentira que vayas siempre tan peripuesta por fuera y por dentro con carreras de matrícula de honor”.
     Incapaz de librarme de aquella ola que me dio fuerzas cogí un chal, me lo eché por los hombros, salí a la calle, detuve un  taxi me fui a su casa, tenía que darle el anillo, preguntarle por qué había roto el nudo de nuestro lazo y quién había andado con mis cosas. Pero ya ante la verja del jardín miré al ventanal del salón y el ventanal me devolvió las respuestas: David, ante la mesa del salón, le mostraba a un niño como se conducía un coche, el coche que había comprado en la mejor juguetería de París para su sobrino, y la que debía ser la madre reía para que, además de oírla, la vieran.
     Huí de allí como un ladrón, cuidando de que ni los vecinos me vieran, y si me veía alguno, que no me reconociera. No era yo quien tenía que avergonzarse precisamente, era él, en tal caso, pero es frecuente que la humillación nos haga reaccionar como culpables. Quizá por este extraño sentimiento tengan que pagar tantas veces justos por pecadores. Yo no tenía ningún deseo de ser condenada por nadie siendo inocente y para evitarlo deshice el camino a pie, llorando en silencio, sin fuerzas para pensar, sin ganas de darle las buenas noches a un  taxista. ¿Qué otra cosa podía hacer?   Ya sabía quién había deshecho el nudo de nuestro lazo pero ¿por qué?
     La única razón lógica que se me ocurrió fue la ausencia de un hijo. Sabía de parejas que a punto de hundirse el barco del matrimonio tenían un hijo para intentar salvarlo. Pero la descarté antes de llegar a casa. La verdad era que nunca nos habíamos planteado la posibilidad de ser padres. Ni él ni yo habíamos manifestado en ningún momento aquella necesidad, más bien nos preocupábamos de que nadie nos robara tiempo para querernos el uno al otro. De todos modos sabía de sobra que si él hubiera querido yo habría estado dispuesta a tener familia numerosa aunque hubiera tenido que dejar mi trabajo durante unos años.  
     Me di una ducha de agua fría y me vestí. Consulté mi reloj. Era pronto para salir, muy pronto todavía, encendí un cigarro y subí a la terraza, a aquella terraza que contaba con los mismos metros que el piso, a aquella terraza que había convertido en mi refugio, al lugar desde el que yo podía ver a los demás sin que los demás me vieran a mí. Me apoyé en la barandilla. La noche envolvía los tejados, los árboles, los coches aparcados. La ausencia de luces en las ventanas y el sereno silencio me traía el mensaje de que todos dormían, todos menos yo que parecía vigilar la ciudad para que nadie se la llevara, cuando el día se impusiera a la noche sería al revés y tendría que despertarme a golpes de cafés hasta que al final de la jornada laboral llegara a casa y me tumbara en el sofá hasta que el reloj del salón diera las doce y tras sus campanadas huyera el sueño de mis ojos y pudiera comer algo de fruta o cualquier cosa que no tuviera que cocinar. ¿Dónde se me había ido el apetito? 
     Un día me armé de valor y fui al médico. Tras examinar mi cuerpo y mi alma me recetó unos antidepresivos que tiré a la basura en cuanto leí el prospecto: corría el riesgo de sufrir convulsiones, vértigos, náuseas, temblores, anorexia, insomnio, somnolencia, y yo solo necesitaba dormir de noche y despertarme de día. Pedí cita con el sicólogo, pero llamé para anularla: los sicólogos no resuelven problemas, y si los resolvieran, el mío no tenía solución, porque eso de que la muerte es lo único que no tiene remedio no es otra cosa que una  frase hecha con muy poco acierto.
     No tengo nada en contra de los sicólogos. Me consta que hay profesionales muy buenos y casos, situaciones y personas en los que sus servicios son útiles, valiosos, necesarios, imprescindibles, incluso, pero la proliferación de sicólogos y enfermos psicológicos de los últimos años me parece que tiene otra lectura. Los sicólogos, decía mi padre, acabarán reemplazando a los curas de mi juventud por no recordar a los de otros tiempos más lejanos, a aquellos curas que hurgaban en la vida de los feligreses desde el confesonario para informarse, para controlar, para manipular y en no pocas ocasiones poner estas armas al servicio del poder que les protegía, y aunque queda muy feo no opinar como los demás, me parece que no andaba muy desorientado. En los ayuntamientos, por ejemplo, puede faltar dinero para personal de limpieza, para el transporte escolar, para pagar a los proveedores, pero ni en el más humilde falta dinero para el sicólogo, sin duda porque es el mejor instrumento para convencer y para vencer. Mi padre llamaba a esto la ciencia de hacer bien lo malo para que en lugar de sentirte dolido, además de recompensado, te sientas agradecido y evites a quien corresponda problemas, ciencia que hoy impera en no pocas empresas, se menguan los derechos, se multiplican las obligaciones, se suman humillaciones, se restan respetos, y para que cuadren las cuentas está el sicólogo, el que consuela, el que te anima, el que te mete los dedos en la boca para que vomites los abusos del jefe y te receta para reanimarte silencio, por no hablar de ese despliegue de sicólogos que llegan ante una catástrofe, que harán falta, no digo que no, pero salta a la vista que vienen muy bien para evitar que los familiares de las víctimas exijan responsabilidades . ¿Por qué si no se olvidan de las indemnizaciones y demás necesidades de los afectados en cuanto la tragedia deja de ser noticia?
     Pero divagaciones aparte,  mi mal no tenía remedio, sufría el Síndrome de Ulises: una total desesperación que me impedía volver a mi Ítaca. 
     Confieso que a veces pensé en el suicidio y hasta busqué formas de llevarlo a cabo en los periódicos de sucesos, pero la sola idea de imaginarme colgándome de un árbol, echando a volar desde aquí o lanzándome al río de cabeza me llenaba de horror. Opté pues por aislarme del mundo. Para que nadie me localizara, di de baja el teléfono, desconecté el timbre de la puerta, a nadie comuniqué mi nueva dirección, sola iba a mi trabajo y sola volvía, ni quería saber nada de nadie, ni que nadie quisiera saber nada de mí, era feliz con mi soledad. ¿Era feliz?…
     Apagué el cigarro, me puse los zapatos y salí de casa. Pulsé el botón del ascensor y una luz roja me advirtió que estaba averiado. ¡Qué horror! Bajar y subir por la escalera era algo que no hacía nunca, me daba miedo tropezar con los vecinos y tener que saludarlos, las circunstancias me habían vuelto antipática, seria, distante, pero de ningún modo incorrecta y mucho menos grosera. La débil luz que se filtraba por la ventana me recordó que era muy temprano, demasiado temprano para que los inquilinos empezaran a salir de los respectivos pisos, y con la esperanza de no equivocarme encendí la luz y empecé a contar peldaños mentalmente para vencer la tentación de volverme atrás y quedarme en casa con cualquier pretexto que justificara mi ausencia: uno, dos, tres, cuatro… Eran los peldaños de mi escalera, de la escalera de mi casa, de aquella escalera que tantas veces había subido y bajado aunque funcionara el ascensor y que en aquel instante me parecía la escalera de un edificio ajeno a mí, nuevo, desconocido.
     Al llegar a la octava planta vi que todas las puertas estaban cerradas menos una que estaba abierta de par en par. La luz de la entrada encendida y una maleta junto al felpudo me hizo temer que en breve saldría alguien. Aceleré el paso para alcanzar el otro tramo de escalera, pero no tuve tiempo, una mujer de aspecto sencillo, vestida de gris perla, con zapatos de medio tacón, el pelo recién teñido y unos pendientes largos de bisutería que tintineaba como una quinceña que los acaba de estrenar y quiere que se los vean, salió con un bolso de viaje en cada mano y me detuvo.
     —Buenos días —Segura de que bajaba del ático miró hacia el ascensor—. No me diga que está averiado. Por no bajar con esto…
     —Pues eso parece, pero no se preocupe. Si no le importa, yo le ayudo. No tengo prisa.
     —Pues cómo se lo agradezco. Me voy al pueblo, ¿sabe?, a mi casa, mi marido murió hace dos semanas y vine a pasar unos días con mi hijo y mi nuera que viven aquí.
     —Lo siento.
     —Y Yo también, pero no por mí, por mi madre que si por la generosidad de  Dios se encuentran en el cielo es capaz de marcharse al infierno por no verlo —dijo sin pena alguna, y tras repartirnos los bultos y empezar a bajar escaleras, siguió su relato, un relato que, si yo hubiera sido escritora, lo habría titulado…
    
     Eso te lo diré en el número siguiente.

     Relación de libros publicados por mi autora: María Jesús Sánchez Oliva. Pero antes quiero recordarte que por ser el primero de sus libros me ha distinguido con este espacio en su blog del que me siento tan orgulloso como responsable.
     “Garipil” (1995).
     Reseña: Garipil es un semáforo. Nace con una idea en la cabeza: decir a la sociedad que las máquinas como él nacen para estar al servicio del hombre, para ayudarle en todas las tareas que tiene que realizar, para hacerle la vida más cómoda, pero en ningún caso para suplirlo. Su mensaje es tan aconsejable para niños como para mayores.
     “Letanías” (1999).
     Reseña: Letanías es una colección de historias breves pero completas. El libro ideal para los que quieren leer pero les falta paciencia para enfrentarse a libros con muchas páginas. Algunos de los relatos han sido premiados en distintos certámenes literarios.
     “El rosario de los cuentos” (2003).
     Reseña: En los primeros años de la posguerra española, en un pueblo de Castilla, un cura de la época es incapaz de encauzar a sus feligreses por el camino recto a través del Santo Rosario, como era costumbre. Ante su fracaso decide transformar cada misterio en un cuento. El resultado son quince cuentos para niños de distintas edades. Cada cuento está ilustrado con una viñeta alusiva a la época. Este libro obtuvo el tercer premio en el Concurso de Cuentos Tiflos en su edición de 1996.
     “Cartas de la Radio” (2007).
     Reseña: Cartas de la Radio es una colección de cartas o artículos de opinión escritas y leídas en un programa de radio por María Jesús Sánchez Oliva durante cuatro años. Las cartas van dirigidas a políticos, ciudadanos de a pie, víctimas del terrorismo, instituciones, asociaciones, etc., y no pocas nos llevan a acontecimientos que siguen vivos en nuestra memoria.
     “Cuentos de la Cigüeña (Soles y Lunas)” (2014).
     Reseña: Son doce cuentos escritos en verso con los que las mamás y los papás disfrutarán leyéndoselos a sus hijos y los niños aprenderán a amar la poesía a la vez que los cuentos.

     Para más información sobre los libros, hacer un comentario o simplemente saludarme, solo tienes que contactar conmigo a través de mi dirección de correo electrónico:

garipil94@oliva04.e.telefonica.net 

     Estaré encantado de responderte.

     Gracias por tu visita y hasta el próximo número.

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