domingo, 29 de septiembre de 2013

Cosas de Garipil

 ¡Hola! 
    Después de dos meses vuelvo a abrirte la puerta de mi salita. ¿Quieres pasar? Ni te había olvidado, ni me daba pereza, es que mi autora estaba de vacaciones, y si ella se va, yo me quedo sin llave. En esta ocasión visitó tres países muy interesantes: Croacia, Bosnia y Eslovenia. Pero lo más importante es que volvió felizmente y yo puedo invitarte a conocer otro relato de sus “Letanías”. ¿Quieres que yo te lo lea?
 
Cuando suene la flauta

    Una cortina de niebla envolvía la ciudad aquella mañana de enero. Por una de las avenidas principales, entre yentes madrugadores y vinientes trasnochadores, Henar caminaba despacio, como dudando entre seguir adelante o volverse atrás. Las calles le parecían el doble de anchas, se le antojaba que las plazas habían cambiado de sitio, ni siquiera los nombres de las tiendas le resultaban familiares. De vez en cuando, el bombardeo de frases de parientes y amigos explotando entre sus sienes, la invitaba a acelerar el paso. "Ánimo, Henar, ánimo, que todo volverá a ser como antes", le decían los más optimistas. "Ánimo, Henar, ánimo, que el prestigio no se pierde como la belleza", le decían los más idealistas. "Ánimo, Henar, ánimo, que lo importante es poder contarlo", le decían los más realistas. Pero el ánimo -decía ella- no se compraba en los bazares de «todo a veinte duros".
    -Buenos días, doña Henar, ¿cómo está usted? -le preguntó la portera en cuanto puso los pies en la amplia alfombra del portal.
    -Bien, ya estoy bien -respondió ella e inclinó la cabeza para que aquel par de ojos no lograra ver lo que tan descaradamente pretendía.
     Llamó el ascensor y entró de espaldas para no verse reflejada en el espejo: estaba segura de que aquel rectángulo azogado que tantas veces la había rociado de elogios, de halagos, a la sazón la empaparía sin piedad, sin recato, de insultos. Abrió la puerta número ocho de la cuarta planta muy feliz por no haberse tropezado con ningún vecino en el rellano. Ella, que siempre había tenido los saludos en oferta -decían que daba tres por uno-, ahora los vendía a precio de oro, y cuando los vendía. Entró por fin en el despacho. Cinco lustros había pasado entre aquellas paredes repletas de títulos universitarios, de fotografías de ilustres juristas, de sentencias famosas... y sin embargo aquella mañana todo se le figuraba tristemente novedoso. Desconectó el contestador automático. "El bufete de la letrada doña Henar L. Suviña permanecerá cerrado por tiempo indefinido", había estado repitiendo como un loro aquel maldito cacharro durante dieciocho meses, año y medio, toda una eternidad para quien estaba acostumbrada a que los días se le escaparan como el agua de las manos. Se sentó ante la regia mesa que estrenara su abuelo y heredara de su padre. Encendió un cigarro y al separárselo de los labios se rozó los dientes con la uña del pulgar. Sonrió con amargura. En dientes, lo que era en dientes, sí que había ganado. Una sarta de perlas nacaradas sustituía a aquella hilera de dientes, anchos los frontales, estrechos los laterales, amarillos todos por el efecto del tabaco y la rebeldía a los artilugios del dentista, pero ¿para qué diablos se había gastado tanto dinero en aquellas perlas si ni siquiera tenía valor para sonreír a los demás cara a cara?
     -La primera clienta, doña Henar -le anunció su secretaria sin mirarla a la cara.
     -Hágala pasar, Dorita -dijo ella con una sonrisa de gratitud por la delicadeza.
     Y un instante después, Nati tomaba asiento frente a ella. Era una mujer de aspecto sencillo. Antes de hablar cruzaron una mirada. En la de Henar zigzagueó una ráfaga de envidia sana; en la de Nati, un suspiro de lástima y otro de extrañeza.
     -No sé si mis posibles me permitirán contratar sus servicios -dijo Nati algo nerviosa, como sin costumbre de hablar con abogados-, trabajo a temporadas en una empresa de limpieza y mi marido le cuida el jardín a las monjitas de una residencia de ancianos, pero el lunes tenemos un juicio y dice el procurador que debemos llevar un abogado.
     -No se preocupe, señora, todavía no he arruinado a ningún cliente. Problemas con algún hijo, ¿verdad?
      -¡No, por Dios, nada de eso! Tengo dos y el único disgusto que me han dado es que no han querido estudiar. Pero son tan trabajadores, tan formales, que no me puedo quejar. Se trata de un accidente, de un accidente de tráfico.
      "Un accidente, un accidente de tráfico...", repitió Henar para sí. Aquella negra mariposa que tantas veces había revoloteado sobre su mesa ahora tenía para ella un zumbido distinto.
     -¿Y qué... y qué pasó?
      -Nada, señora, nada para lo que pudo pasar. Aquel día volvimos a nacer mi marido y yo. Verá usted. Fue el primer sábado de junio, en junio hizo un año. Íbamos al aeropuerto, a recoger a mi hija y a su marido que regresaban de Canarias, donde habían pasado su luna de miel. Yo iba medio dormida. Mi marido conducía sin rebasar la velocidad autorizada, sin pretender adelantar a nadie, guardando las distancias debidas, pero en carretera no basta con que uno sea prudente, también han de serlo los demás, y aquel día nosotros dimos con un loco. Intentó adelantarnos en la curva de la Muerte, y por esquivarlo, nos salimos de la carretera. Dimos no sé cuántas vueltas de campana y las consecuencias fueron horribles: él se partió las piernas y los brazos y la memoria se le quedó al sereno todo el fin de semana; yo tuve en el cuerpo todo un cónclave de cardenales y los cristales me dejaron la cara hecha un cristo, así, como la...
    Los atónitos ojos de doña Henar frenaron a Nati: el mismo día, en el mismo lugar y por las mismas razones, ella había sufrido un accidente de las mismas características, pero con peores consecuencias.
    -El coche nos quedó hecho migas, para la chatarra -prosiguió Nati al ver que doña Henar, llamada por su brusco silencio, salía sobresaltada de sus pensamientos-, y ya ve usted, todavía nos faltaban tres letras que pagar, y lo que reclamamos es que el seguro del culpable nos indemnice, pues...
    Doña Henar la oía sin escucharla. Conocía todos los pasos, los dados y los por dar. Por su experiencia hasta habría podido adelantarle el veredicto del juez. Pero lo que ignoraba, lo que le intrigaba, lo que no entendía era qué ángel había extraído de su cara las garras de aquellos cristales sin dejar ni el más leve rastro de ellas. Y más como mujer que como letrada, sin mañas para disfrazar su interés, su rabia y su ansiedad, le cortó el hilo del discurso con la tijera de sus preguntas:
    -¿Y en qué hospital la atendieron? ¿Qué doctor la operó? Porque supongo que sería aquí, ¿verdad?
    Antes de cambiarle la hebra a la aguja de su sermón, Nati se puso en pie y la miró de hito en hito. Tres ramos de cicatrices, deshechos como al descuido sobre su frente y sus mejillas, desfiguraban aquel rostro que, a juzgar por sus grandes ojos, por su pequeña boca, por su bien perfilada nariz, por su brillante mata de pelo y por las facciones que se pronunciaban entre los "tallos", había sido agraciado, bello, incluso. Pero ahora era feo, muy feo, tan feo que en los mayores despertaba un involuntario repeluzno, y en los menores, porque los cortos de edad son a veces largos de crueldad, la risa. Y casi con vergüenza de ser más guapa que ella, devanó el carrete de sus recuerdos, enhebró de nuevo la aguja del sermón, y temerosa de herirla con las puntadas de su buena suerte, le cosió la historia:
    -Ese ángel, señora, se llama casualidad. Sí, ya verá. El primero en pasar por el lugar del accidente fue el señor gobernador, ni más ni menos. Iba en el coche oficial, con su chófer, con su escolta, y en persona nos llevó al hospital de Tres Nardos. El director lo tomó por un asunto suyo y aquello fue el no va más: el quirófano libre en un instante, el instrumental automáticamente listo, el personal entregadísimo... y si a mi marido le escayolaron las piernas y los brazos como quien trenza los cabellos de Dios, a mí me bordaron la cara como si del manto de la Virgen se tratara. Hasta mi madre se mata diciendo que ni con veinte años fui tan guapa. Y yo, señora, sólo le pido a San Cristóbal que si alguna vez vuelvo a tener un accidente, me auxilie un gobernador, pues hasta los tontos saben que si me toman por lo que soy, una limpiadora, hija de un panadero y esposa de un jardinero, a estas horas tengo la cara como la...
    Doña Henar se puso en pie como sacudida por el látigo de un penoso recuerdo. Era cierto el diagnóstico de su amigo, el experto doctor Cifuentes: "Te han hecho una operación propia del siglo XV. Y por duro que te resulte, no gastes ni más tiempo ni más dinero, hoy por hoy nadie puede deshacer estos entuertos". Y esbozando una difícil sonrisa, un extraño abrir y cerrar de boca para que sus dientes de perlas nacaradas restaran lástima y sumaran admiración en los ojos que tenía enfrente, despidió a su clienta.     -Vaya tranquila, señora, vaya tranquila que el lunes estaré en la sala de juicios a la hora en punto, y aunque ustedes sean unos simples obreros, defenderé sus intereses, sus derechos, como si fueran los del mismísimo gobernador -recalcó con sorna, como riéndose de su propia teoría.
     -Muchas gracias, señora, muchas gracias -musitó Nati, ajena por completo a la intención de sus palabras-. Así debería ser siempre y no sólo cuando por casualidad suene la flauta. Al fin y al cabo, como decía mi abuelo: "Entre ocho pobres hacemos un rico". Y es de justicia que tengan en cuenta tantos sacrificios.
    En cuanto Nati salió, doña Henar, deshecha en sollozos, se desplomó en el sillón. "¡Dios mío!, ¿cómo es posible que a mi clienta le hayan hecho en la cara un trabajo de hadas, y a mí, con las mismas heridas, en el mismo hospital y operada por los mismos doctores, me hayan transformado en un monstruo para toda la vida?.." se preguntó desesperada, vencida por la impotencia.
    -Un hombre quiere verla, doña Henar -volvió a anunciar su secretaria fingiendo no ver sus lágrimas.
    -Hágalo pasar, Dorita, hágalo pasar -pidió ella mientras intentaba recomponerse los ojos con la punta de un pañuelo.
    Y el visitante, después de quitarse la gorra a guisa de saludo, dio unos pasos de puntillas, como con miedo de dañar el parqué, y se sentó frente a ella. Era un hombre rústico, vestía ropas tan nuevas como anticuadas, iba recién afeitado, limpio incluso, pero olía a encinas, a animales, a humo: a pueblo.
    -Usted a mí no me conoce, pero yo a usted sí -dijo soltando sobre la mesa una bolsita de terciopelo azul que extrajo del bolsillo interior de su pelliza.
    -Viene de parte de Cleto, ¿verdad? Y ha metido en pleitos a un vecino -dijo ella intentando sonreírle, segura de que se trataba de un recomendado del administrador de la finca de su padre-. Disputas por una vaca, enfrentamientos por el riego del maíz... litigios verdes, que llamamos los abogados.
    -No, señora -aclaró él-. En Cerezal, mi pueblo, no hay ningún Cleto. El único que había se fue al extranjero siendo yo un zagal. Y le juro que yo no tengo cuajar "pa" meter en líos a nadie, fue un vecino quien me metió a mí el día de marras: el del accidente.
    -¿De qué accidente?
    -Del suyo, del suyo y del de "la" su amiga, porque era amiga la chica que conducía, ¿verdad?
    -Sí… sí... era una amiga, pero... no lo entiendo.
    -¡Toma! Ni yo, ni nadie lo entiende, pero ya ve, hay gente de "mu" mala prosapia, y "el" mi vecino es de esa ralea. ¡Fíjese! "Pa" llevarlas al hospital tuve que dejar el rebaño a la custodia del perro, y ya sabe: los animales, como las personas, no siempre se respetan entre sí. Y las ovejas, en cuanto se vieron solas, se metieron en "el" su "prao" y se lo dejaron sin pasto "pa" "to" el verano. Yo quise arreglarlo por las "güenas", con un trago de vino y cuatro palabras, como los hombres tienen que arreglar las cosas, pues si en los pleitos pierde el que gana, dígame usted qué va a ganar el que pierde... Pero el "mu" canalla se subió a la parra, me pidió el oro y el moro, y tuve que dejarlo que me metiera en juicios. "Seguro que el juez no te castiga a pagar tanto", dijo "la" mi mujer, y cuando "la" Toña dice algo... "Pal" martes nos ha "citao", pero no pienso presentarme, hasta el cura me ha dicho que él tiene todas las de ganar, y aunque sea echarme la tierra encima, prefiero ahorrarme lo del "abogao".
    -Entonces... -balbuceó ella después de varios intentos por meter baza- ¿fue usted quien nos auxilió?
   -Sí, señora, fui yo. Todavía me bailan las piernas cuando me acuerdo. Me había "quedao" traspuesto al pie de una encina y el perro me despertó a mordiscos. Cuando llegué a la curva me quedé como la cal, sobre todo cuando le vi la cara a usted, parecía el revés de un trillo. La cabeza me decía que llamara a una ambulancia, pero el corazón me aseguraba que la muerte era más rápida. Y como Dios me dio a entender, las metí en "la" mi Cirila, -así llaman en el pueblo al cacho furgoneta que tengo-, las tapé con "la" mi zamarra, -"pa" que las heridas no se les llenaran de paja-, abrí las ventanillas, -"pa" que no se asfixiaran con el olor a pienso-, saqué un pañuelo más negro que blanco y a cien por hora me las llevé al hospital. No sé cómo no acabé de matarlas...
    -¡Dios mío!, ¿cómo puedo pagarle todo lo que hizo?
    -De ninguna forma, señora, estas cosas ni se pagan ni se deben. Ayer por usted, mañana por mí. Y la única espina que tengo es que el director del hospital no es de mi parecer.
    -¿Por qué dice eso?
    -Porque al verme en la Cirila y con aquellas trazas adivinó que era un simple pastor y todo fueron pegas: el operatorio "ocupao", la herramienta sin preparar, los médicos "tos" atendiendo a no sé qué matrimonio que había "llevao" un pez gordo... y si a "la" su amiga le entablillaron las piernas y los brazos a matacaballo, a usted le sacaron los cristales de la cara como quien saca pipas de un girasol. Y "pa" eso digo yo que no hace falta ni llevar corbata ni hacer carrera. Pero no se ponga triste, señora, lo importante es vivir, vivir como sea. Y yo no venía a hacerla llorar, venía a traerle un recuerdo, un recuerdo triste, pero un recuerdo. ¡Téngalo!
    Doña Henar recogió perpleja la bolsita de terciopelo azul que el pastor le ofrecía, deshizo el nudo del cordón que la cerraba y volcó su contenido sobre la mesa. Era un diente ancho, amarillo… suyo, que maravillosamente engarzado pendía de una cadena de oro.
    -Se le cayó en "la" mi Cirila, -comentó el pastor-, y seguro de que le haría falta, le dije un día a "la" Toña: "Se lo voy a llevar, “pa” que se lo ponga el “dientista”, pues es una lástima que siendo tan joven ya esté “mellá”". Ella me dijo que a esto no llegaban los adelantos, que me acordara de su padre, que perdió una pierna en la guerra, y cojo  se fue al otro barrio, que me dejara de hacer el bobo y que lo enterrara de una vez. Fui al camposanto y escarbé en la tierra, pero me dio cosa dejarlo allí, sin una misa, sin ataúd... Me parecía un sacrilegio enterrar un cacho de usted estando viva todavía, un crimen que la dejaría "pa" siempre con el cuerpo a medias. Y "pa" quitarme la zozobra acordamos venir a un joyero de la ciudad antes de que nos desplumara el juez y él nos hizo este colgante, "pa" que pueda llevarlo al cuello, ya que en su sitio no "pue" ser. ¿Qué le parece?
    -Que esto no es un diente, ni siquiera un colgante; es un mimo, una sonrisa, un pedazo de corazón... -recitó ella mientras se colgaba la cadena al cuello- Y vaya tranquilo, y en mi nombre tranquilice a su mujer, el martes seré yo quien me presente en la sala de juicios para defender sus derechos como si fueran míos, y, o poco valgo, o le aseguro que ese cantamañanas de Cerezal tendrá que indemnizarlo por intransigente, por insolidario, por amedrentarlo... -afirmó muy dolida, convencida ya de que Nati tenía razón.
    -Muchas gracias, señora, muchas gracias -musitó el pastor, ajeno por completo a su indignación-. Así debería ser siempre y no sólo cuando por casualidad suene la flauta. Al fin y al cabo, como decía mi abuelo: "Entre ocho pobres hacemos un rico". Y es de justicia que tengan en cuenta tantos sacrificios.
    En cuanto salió el visitante, doña Henar llamó a su secretaria.
    -Dorita, por favor, redacte una denuncia.
    La joven se sentó ante la máquina de escribir.
     -¿Quién es el demandante?
    -Henar María López Suviña.
    -¿Y el demandado?
    -El director del hospital de Tres Nardos.
     -¿De... de qué lo acusa?
     -De tratar a los pacientes que ingresan en el hospital según el estatus social de quien los lleva -explicó doña Henar en pie, con los ojos entornados, dejando caer sus palabras sin esfuerzo, sin rebeldía... como pétalos que se desprenden de una rosa ya muerta.
    -Pero... ¡señora! -se atrevió a comentar Dorita sin retirar los dedos del teclado-, esto podrían denunciarlo sus clientes de esta mañana. Por sus pintas salta a la vista que no tienen donde caerse muertos, y a buen seguro que siempre les dan con la puerta en las narices, pero a usted, la mejor letrada de la comarca, nieta del mejor catedrático del país, heredera de la mejor finca de la provincia... o ignoran quien es, o todo le son puertas abiertas.
    -Usted lo ha dicho, Dorita, a veces las apariencias engañan y por socorrerme ese pastor el día del accidente me tomaron por una campesina y me dejaron cara de bruja; sin embargo, a mi clienta, se la dejaron de muñeca porque al auxiliarla el gobernador la tomaron por una ministra. Pero si nos hubieran reconocido, si a cada cual nos hubieran tratado por lo que éramos, tampoco habría sido justo. Y de hoy en adelante lucharé por evitar estos atropellos, al nacer, ni Nati era una limpiadora ni un pastor el señor de Cerezal, ni usted mi secretaria, ni yo la letrada L. Suviña... Éramos simplemente personas, y como personas debemos tratar y ser tratados, pues, en un momento dado, los ricos podemos parecer pobres y los pobres ricos.
    -Tiene razón, señora, tiene razón -añadió Dorita con evidente ademán de ultimar la denuncia-. Así debería ser siempre y no sólo cuando por casualidad suene la flauta.
    -Al fin y al cabo -remató doña Henar- como pensaban los abuelos de mis clientes: "Entre ocho pobres hacen un rico". Y es de justicia que tengamos en cuenta tantos sacrificios.
    Los flecos de la cortina de niebla que envolvía la ciudad destilaban una lluvia menuda aquel mediodía de enero. Doña Henar, camino del juzgado, abrió el paraguas, era un alivio poder ocultar la cara bajo aquel palco turquesa que servía de cielo a una bandada de mariposas multicolores; pero... ¿qué haría en los días de primavera cuando el sol se empeñara en llenarla de caricias de luz al salir a la calle? "Quedarte en casa", parecían responderle los patos del lago del parque con su infatigable "¡cua, cua, cua!" ¿Qué haría cuando de pie ante los jueces les tuviera que mirar a los ojos para convencerlos con la mirada a la vez que con la palabra? "Poner a otro letrado en tu sitio", parecía responderle un perro vagabundo que empezó a seguirla con su implorante "¡Ua, ua, ua!" ¿Qué haría cuando en el juzgado se abriera la ventanilla y tuviera que entregar la denuncia al funcionario de turno? "Hacerte la despistada y entrar sin cerrar el paraguas", parecían aconsejarle las personas que entraban y salían del juzgado con sus indiscretas miradas, con sus mal disimulados cuchicheos, con sus impertinentes gestos de espanto, de asombro, de lástima... Pero aquello era duro, muy duro, demasiado duro para quien estaba acostumbrada a salir mucho y a litigarlo todo por sí sola y cara a cara. Muerta de angustia se llevó al pecho la mano que tenía libre y sus dedos rozaron el diente que llevaba al cuello. "Pero no se ponga triste, señora, lo importante es vivir, vivir como sea", volvió a decirle su ángel de la tierra a través de aquel pedazo de corazón. Y como guiada por el resplandor de una luz nueva cerró el paraguas, alzó la cabeza, aceleró el paso y subió la escalera., Guapa o fea estaba viva, seguía siendo doña Henar L. Suviña. Y quién sabía si algún día, con el paso de los años, sonaba para ella la maravillosa flauta de la ciencia anunciándole la caída de un alud de rosas encendidas de primavera sobre sus crueles cicatrices...
    Gracias por tu visita y hasta el próximo mes
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