miércoles, 31 de mayo de 2023

CAJÓN DE SASTRE

 

La judía sin rostro (cuento de Pablo Zapata). 

 

Horas de tren por planicies infinitas. Su mirada no tiene dónde detenerse. Porque no puede abarcar toda la amargura de su vida. Sola. Son tantos los recuerdos, tantos los momentos de… No puede dejar de pensar, las ideas le vienen revueltas y rotas, porque está rota por dentro, rota del todo.

 

Fue al salir de la universidad. Rebeca no se dio cuenta. Pasó por la plaza principal y, al entrar en una calle, se le acercaron cuatro individuos que la habían ido siguiendo. No opuso resistencia, porque no serviría para nada.

 

Para qué contar el viaje en un vagón en el que iban tantos y tan apretados, que varios murieron de cansancio y asfixia. Durante los dos días que duró el viaje no les dieron de comer ni de beber absolutamente nada. Era la antesala de lo que iba a ser la degradación total.

 

Tres años. La mayoría de los que vinieron con ella murieron. Los hombres, todos. Las mujeres, casi todas. ¿Y por qué ella no? Por ser una judía bella y demasiado atractiva, como una nueva Judit. Pero el holofernes resultaría demasiado poderoso. Le robaron su cuerpo a cambio de mantenerla viva. Y hubiera muerto si no hubiera sido porque le tocó al final de la guerra y la liberaron del campo las tropas vencedoras. Se salvó cuando estaba a punto de llegar al fin del túnel, de terminar en la nada.

 

Los jefes del campo de exterminio tenían prohibido mantener relaciones sexuales con las presas, pero era una prohibición que era fácil saltarse. Su belleza no pasó desapercibida a uno de los jefes. Le dio un trabajo especial donde no se marchitara su frescura para poder disfrutarla. No podía negarse, era inútil. Y decenas de veces te robaron su cuerpo, porque podían, pero no poseyeron su alma, porque no podían.

 

Días de angustia extrema viendo morir a los suyos. No era lo peor el verlos morir, lo peor era ver los tormentos a que eran sometidos para degradarlos, para que vivieran muriendo cada instante.

 

Cuando el jefe del barracón se encaprichó de otra recién llegada, se la pasó a otros. Y Rebeca, de nuevo, soportó sobre ella cuerpos desnudos de teutones rubios con la cruz gamada sobre sus cuerpos.

 

Cuando ocurrió la liberación del campo, se quedó como sonámbula. No tenía dónde agarrarse. Había vivido en un infierno, salía del verdadero infierno. Al entrar era creyente. Ahora no, ahora no podía ser. Si existía un Dios bueno, no podía haber permitido que ocurriera lo que habían visto sus ojos sobre personas inocentes. Dios no tenía derecho a existir, pensaba, Y ya no abrió la Thorá, ni la Biblia, ni ningún otro libro que le hablara de bondad o del más allá. Sólo era ella y su soledad existencial, un sinsentido viviente. Todo su interior era una bola de estropajo que comenzaba a rodar.

 

Volvió a su pueblo checo, junto a Praga. Toda su familia y sus parientes habían sido exterminados. Al caminar por sus calles escuchaba los ruidos de un silencio seco.

 

Se acercó a su casa, toda destruida. De un hueco oculto en el suelo, cogió las monedas que había dejado su padre para el que sobreviviera.

 

Tomó el tren a ninguna parte. Sólo tenía necesidad de huir, alejarse, olvidar. Pero no podía huir de sí misma, no podía alejarse ni olvidarse de sí misma. Y el tren pasó los Pirineos para llegar a España. Terminó, como una pobre barquichuela, varada en una playa del Mediterráneo. El calor le sabía bueno, la gente era cariñosa, el sol le hacía cerrar los ojos para olvidar mejor. Para ocupar su mente y ganar algo de dinero se empleó en la cocina de un hotel. Quería olvidar, olvidar, olvidarse.

 

Su cuerpo se fue recuperando, aunque quedaron indelebles las canas prematuras. No había llegado a los treinta años y la vitalidad de la naturaleza es sabia. Las playas se poblaban en verano con gentes deseosas de sol. Llegaron extranjeros, algunos de su tierra.

 

Estando en la playa hablando con una conocida notó que un hombre la miraba. Tendría unos treinta y cinco años. Se le acercó el hombre que la había estado mirando y le habló en alemán. Él había notado su acento extranjero. Era un joven austríaco de presencia agradable que estaba en España de negocios.

 

A Rebeca le gustó oír hablar en su lengua, pues era la suya, aunque le trajera aquellos recuerdos. El joven era guapo, muy educado, muy correcto. Ella en ningún momento comentó su pasado real.

 

Salieron por las tardes, a cenar juntos. A ella le sabía buena la caricia de su brazo, pues no tenía dentro sino un pozo frío y negro. Poco a poco la fue ganando. Rebeca estaba tan sola que un mínimo afecto le llegaba demasiado dentro. Su soledad era menor al ser compartida, con lo que vinieron a intimar. El calor te sabía bueno, para ella era tonificante. Un día le entraron ganas de hombre, de una relación con afecto, algo que le quitara viejas huellas. Quería probarse a ver si era capaz de sentir.

 

Una tarde, después de un agradable paseo, llegaron al apartamento del austríaco. Ella, previendo que este momento pudiera llegar, con intuición femenina, en su casa se había puesto un pequeño vendaje simulando una herida. Era un vendaje que tapaba el tatuaje con los números infamantes que le habían grabado al entrar en el campo de exterminio. Esos números te habían robado toda identidad. Tenía la identidad de un número.

 

En el apartamento, el joven se deshizo en delicadezas y galanterías. Poco a poco llegaron a más y terminaron en la cama. Ella quiso encontrarse a media luz con aquel hombre, que no le viera con claridad el rostro, que su cara no delatara sentimientos encontrados. ¿Qué te ha ocurrido en el brazo?, le preguntó él. Nada, una pequeña herida que me hice en el trabajo.

 

En la desesperación afectiva, ella quiso sentir algo, se puso medio loca, quiso experimentar la posesión afectuosa, quiso sentir un placer fuerte, tener alguna satisfacción. Pero eran tantas las barreras, las imágenes pasadas y bloqueos interiores, tantos los pozos siniestros emergiendo escenas, que no logró demasiado. Nunca seré capaz de amar a un hombre en la cama, pensó.

 

Debía de ser la una de la madrugada cuando se despertó. Se había quedado adormilada con el sopor. Encendió la lámpara de la mesilla. El hombre dormía profundamente boca abajo luciendo el torso desnudo. Adormilada, fue al baño. Se miró en el espejo intentando preguntarse a sí misma muchas cosas. Bebió un poco de agua, apagó la luz del baño y volvió a la habitación.

 

El austríaco se había dado la vuelta. De lejos lo contempló en su placidez y le pareció hermoso. Se acercó a la cama, iba a meterse y a apagar la luz cuando algo la dejó seca, algo le dio un escalofrío como si hubiera venido del mismo infierno. El joven, encima de la tetilla izquierda, tenía tatuada la cruz gamada de las juventudes nazis hitlerianas. Aquel hombre con el que había yacido buscando afectos era uno de los verdugos que habían torturado a su pueblo, uno de los que la habían vilipendiado como persona y como mujer.

 

Con pasos quedos, se volvió al baño y cerró la puerta. Toda la sangre se le subió de golpe a la cabeza. De pronto, una fuerza interior desde lo más profundo de su ser le gritó venganza; el alarido de miles de personas escuchado por sus propios oídos le gritó venganza; las chimeneas de los hornos crematorios se elevaron gimiendo con alaridos de venganza; todo su pueblo oprimido le gritó venganza; el susurro del lamento de sus seres más queridos le gritó venganza contra aquel educado monstruo que la había vuelto a vejar. No se decidía, pero de repente se acordó de todos los niños sacrificados y le renació dentro el instinto de hembra, de madre no parida.

 

Como poseída, rebuscó en la pequeña cocina, cogió un cuchillo con punta larga, abrió la puerta y se acercó a la cama. La luz de la lámpara iluminaba el busto del hombre. Llegó a la cabecera sin hacer ningún ruido. Miró como ausente la cruz gamada junto a la tetilla izquierda y allí mismo hundió con toda su fuerza el cuchillo. Lo dejó clavado. El hombre alzó el pecho en un movimiento brusco, dio un estertor y quedó quieto. Muerto.

 

Rebeca salió del apartamento con la cara velada, fue al pequeño piso que tenía alquilado, recogió sus cosas, se acercó a la estación y subió al primer tren que llegó con dirección a Barcelona.

 

Al poco rato, por el este comenzaba a rayar el alba. Con la mirada perdida en el infinito del mar, ya no pensaba en nada. Había salvado una parte de su pueblo en el holofernes rubio. Su gente tal vez sería un poco más libre, aunque no tenía ganas de apostar por ser una Judit para su pueblo.

 

Y de nuevo el tren cruzó la frontera, y siguió por amplias planicies, hacia ninguna parte, sin un lugar en que poner sus ojos amargos, sin un momento en que poder abandonar el hatillo de sus recuerdos. Hacia ninguna parte.

 

FIN

 

 

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