miércoles, 17 de diciembre de 2025

CAJÓN DE SASTRE

Rosa Parks trabajaba como costurera y su pequeño acto se transformó en un símbolo de la lucha contra la segregación. Acababa de terminar su jornada como costurera donde pasaba horas entre telas, tijeras y bastidores. Afuera, el aire templado rondaba los 16 °C, lo justo para un abrigo liviano y un regreso sin apuro. El atardecer se desplegaba con calma: volver a casa, preparar la cena y descansar era el plan inmediato. Nada la hacía pensar que esa rutina sería interrumpida por un gesto que cambiaría la historia. Era 1° de diciembre de 1955, estaba en Montgomery, Alabama y su nombre era Rosa Parks. Como cada día, Rosa esperó el colectivo en Court Square, cerca de las 17:30. Subió por la puerta delantera, saludó con frialdad al chófer —James F. Blake, un rostro que no le era ajeno— y se sentó en la zona intermedia, espacio que las leyes locales asignaban a pasajeros negros, salvo que hubiese blancos de pie. Minutos después, cuando el colectivo se llenó, Blake se acercó a exigirle que dejara su asiento. Rosa lo miró con serenidad, y sin levantar la voz, se negó. El conductor llamó a la policía y ahí mismo fue arrestada, en su asiento, por negarse a moverse. La imagen que quedó del momento no necesitaba palabras. Rosa Parks aparecía de pie, sosteniendo una pizarra con el número “7053”, su ficha policial. Detrás, una pared vacía. El rostro, calmo. El cuerpo, firme. No había dramatismo impostado, pero el peso simbólico de la escena lo ocupaba todo. Hoy resulta difícil creer que su “delito” fue defender su derecho a permanecer sentada. La fotografía fue tomada poco después de su detención. Lo que transmitía no era miedo ni rabia, sino una tranquilidad desafiante. La compostura de Rosa contrastaba con la brutalidad silenciosa del sistema que la rodeaba. Años después, ella misma recordaría aquel momento con claridad: “Sabía que alguien tenía que dar el primer paso. Y decidí no moverme porque sentí que tenía el derecho de estar donde estaba”. También contó que no fue un acto impulsivo ni una casualidad emocional: “La gente siempre dice que no me levanté porque estaba cansada. Pero no es cierto. No estaba físicamente cansada. Estaba cansada de ceder”. Pero, más allá de que el acto no formaba parte de una estrategia, Parks estaba lejos de ser una improvisada. De hecho, formaba parte activa de la NAACP, se había capacitado en derechos civiles y conocía los riesgos: “Sentí que ya no podía aguantar más abusos. Era hora de plantarse, aunque supiera que podía ser arrestada. Y estaba dispuesta a asumirlo.” Y lo que inició como un acto espontáneo, se terminó por convertir en un evento revolucionario. Tanto que el número “7053” se transformó en la puerta de entrada a un movimiento que ya venía gestándose, pero que necesitaba un rostro y un gesto para convertirse en símbolo. La imagen recorrió el país y el mundo como representación de una lucha que trascendía a la propia Rosa. Una mujer común, que se volvió extraordinaria por desafiar lo injusto con la simpleza de no levantarse. El episodio más humillante La relación entre Rosa Parks y el chófer James F. Blake ya tenía antecedentes. En 1943, ella subió a uno de sus colectivos, pagó el boleto en la parte delantera —como dictaban las normas—, pero él le ordenó que bajara y volviera a subir por la puerta trasera, como era costumbre con los pasajeros negros. Cuando ella obedeció y bajó, Blake arrancó el colectivo antes de que pudiera subir de nuevo. La dejó sola, de pie en la calle. Rosa recordaría ese episodio como uno de los más humillantes de su vida adulta. Desde entonces, siempre que podía, evitaba los vehículos conducidos por él. El 1° de diciembre de 1955, al subir y reconocerlo, algo en ella supo que el ciclo tenía que cerrarse. Pero esta vez, no sería ella la que se bajaría del colectivo. Un pequeño acto y el apoyo de grandes figuras El gesto de Rosa Parks fue individual, íntimo, casi silencioso. Pero no estuvo sola. Su “no” fue la chispa que encendió una mecha largamente preparada por una red de militantes, vecinos, líderes religiosos y activistas que ya venían desafiando la segregación en Alabama. Quien encabezó la respuesta inmediata fue E.D. Nixon, referente de la NAACP y defensor de los derechos de los trabajadores ferroviarios. Conocía bien a Rosa y, al enterarse de su detención, supo que ella era la figura adecuada para llevar el caso a los tribunales. Esa misma noche organizó su liberación bajo fianza y comenzó a mover las piezas de una estrategia legal y política. Otra figura clave fue Jo Ann Robinson, presidenta del Consejo Político de Mujeres (Women’s Political Council). Al enterarse del arresto, pasó la noche mimeografiando más de 35.000 volantes que convocaban a un boicot de un día contra los colectivos. La idea era simple: dejar los asientos vacíos como respuesta al trato injusto. Pero el impacto superó cualquier expectativa. En pocas horas, la comunidad negra de Montgomery, que representaba más del 70 % de los usuarios del transporte público, respondió con una contundencia sin precedentes. Nadie subió al colectivo ese lunes. El éxito fue tan rotundo que decidieron extender el boicot, que acabaría durando 381 días. Ese proceso catapultó a la escena nacional a un joven pastor bautista de solo 26 años: Martin Luther King Jr.. Líder de la Montgomery Improvement Association, King supo traducir el enojo colectivo en un discurso firme, pacífico y organizado. Su voz se convirtió en el canal por donde fluyó la rabia contenida de generaciones enteras. La segregación y la lucha contra el racismo Durante gran parte del siglo XX, en muchos estados del sur de Estados Unidos, la segregación racial era ley. No una costumbre o prejuicio social —que también existía—, sino una estructura legal que obligaba a las personas negras y blancas a vivir separadas. Escuelas, hospitales, cines, fuentes de agua, baños públicos, restaurantes, iglesias, bibliotecas, vagones de tren… todo estaba dividido por color de piel. Este sistema se conocía como “Jim Crow”, en referencia a un personaje racista popularizado en el siglo XIX. Bajo estas leyes, las personas afroamericanas eran consideradas ciudadanas de segunda clase. Aunque en teoría eran “iguales”, en la práctica los servicios y espacios asignados a los negros eran siempre inferiores —más deteriorados, menos equipados, o directamente inexistentes. En el caso del transporte público, como el colectivo donde viajaba Rosa Parks, las reglas eran muy claras. Los primeros asientos estaban reservados para blancos. Los del fondo, para negros. La sección del medio podía ser usada por afroamericanos, pero solo si no había blancos de pie. Si un pasajero blanco subía y no encontraba lugar, una persona negra debía ceder su asiento, sin excepción. Desobedecer significaba ser arrestado. Además, las personas afroamericanas no podían votar con libertad, debido a requisitos diseñados para excluirlas, como pruebas de alfabetización imposibles o impuestos especiales. No podían formar parte de jurados, ni aspirar a ciertos empleos. En muchos estados, ni siquiera podían mirar a una persona blanca a los ojos sin ser considerados irrespetuosos. Frente a este sistema profundamente injusto, surgieron movimientos de resistencia. Organizaciones como la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color) luchaban en los tribunales, mientras líderes comunitarios promovían el cambio desde las iglesias, las escuelas y las calles. Datos extraídos de Internet

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