¡Hola!: Desconecta el televisor, deja el móvil donde ni lo veas ni lo oigas, siéntate en tu sillón favorito, cierra los ojos y permíteme que te lea el capítulo XXXII de Bella Luna en lo que el sueño te manda a la cama para recuperar las fuerzas perdidas durante el día.
XXXII UN DÍA DE FIESTA
El sacristán se levantó antes de que cantaran los gallos y preparó la iglesia como el día de la fiesta patronal. El cura se revistió con la sotana de las grandes ceremonias y demás ropajes sagrados, los monaguillos le colocaron la estola y se pusieron el roquete. En cuanto el campanero entró en la sacristía, el cura le ordenó con toda solemnidad :
—Antes de subirte al campanario, busca los mozos que necesites para ayudarte, hoy es un día tan especial que tienes que tocar las campanas al vuelo para que nunca se olvide.
Al primer repique empezaron a llegar los vecinos. Nunca los espejos de las casas habían sido vistos por tantos ojos a la vez. “No es nada raro que el señor alcalde nos mande ponernos de punta en blanco. Con estas pintas, más que a dar gracias por el milagro, parecería que íbamos a pedir limosna”. Todos se lavaron y peinaron, y una vez limpios, se plantaron sus mejores galas: los niños se pusieron sus zapatos de charol; los hombres; el traje de la boda; las mujeres, el último vestido estrenado por la fiesta del patrón y los ancianos sacaron del baúl el traje que tenían dispuesto para la mortaja. Y en cuanto los espejos les dieron el visto bueno, empezaron a desfilar para ser los primeros. Al segundo repique ya estaba la iglesia hasta los topes. Sólo faltaban los principales: los niños, tía Lulú, Bella Luna y sus padres. Llegaron con el tercer repique, y en cuanto se acomodaron en sus reclinatorios, el cura se santiguó y tomó la palabra:
—Nos hemos reunido para dar gracias al cielo porque Mimbres Blancas, después de tantas desgracias, vuelve a ser un pueblo normal, pero antes de empezar la misa, quiero revelaros un secreto: Bella Luna se llama Rosa, como tantas hijas de amos de mimbreras, como todas las niñas que alegran sus casas con su sola presencia. Se lo puse a escondidas de sus padres porque el corazón me decía que antes o después ellos querrían que su hija fuera un ser de la tierra y no una estrella del cielo.
Bella Luna cuchicheó al oído de tía Lulú:
—Este cura es un lince porque ya veía que eso de ser luna y encima bella era una traba para andar por la tierra.
Tarri y Ñoto lo perdonaron, pero estaban tan habituados a llamarla Bella Luna que nunca pudieron llamarla Rosa. El señor alcalde, al terminar la misa, se subió al púlpito y dijo:
—Vamos todos en romería hasta el barranco azul. Lo regaremos con una lluvia de azucenas para rendir un homenaje de gratitud a tía Lulú. No sabemos donde está ubicado porque ni ella ni los niños quieren soltar prenda. Hasta mis hijos dicen que nos las ingeniemos nosotros solitos que por ser mayores tenemos razones para ser más listos. Los muy bribones... Pero o mucho me equivoco, o en esta ocasión no se saldrán con la suya. Se me ha ocurrido algo que va a ser eficaz: vamos a invitar a la cigüeña y ella nos revelará los vericuetos que lleven hasta el barranco.
Su esposa, a la que todos llamaban alcaldesa, le interrumpió:
—No seas embustero que se te van a caer los dientes delante de todo el pueblo. La idea se me ocurrió a mí cuando los niños nos dijeron que se pondrían en la cola para no facilitarnos la búsqueda. ¡Bonita manera de ganarte honores tienes!
El señor alcalde no volvió a decir ni pío, bajó del púlpito, salió de la iglesia y emprendió la marcha con la cabeza entre las piernas para que todos lo siguieran. Ya en las afueras del pueblo cayó en la cuenta de que iba más solo que la una. “Ya se han arrepentido de venir conmigo hasta el barranco Azul y todo porque esta bruja de mi mujer no puede tener el pico cerrado. ¡Vaya pécora que me ha salido! En lugar de ayudar para que me luzca a mis anchas, me descompone todos los planes, pero lo más gracioso es que tiene más ganas que yo de meter las narices en ese barranco. Estoy seguro de que si las mujeres mandaran y pudiera quitarme el bastón de mando me dejaría a dos velas en menos que canta un gallo porque no habría ni más voto ni más voz que la suya”. Deshizo el camino andado y vio a sus convecinos que sin gritos encrespaban a la cigüeña con fuertes movimientos de las manos.
—Llévanos hasta el barranco azul, que conoces bien la ruta.
La cigüeña los miró de hito en hito y abrió el pico como para echar a volar sus pensamientos. “¡Qué egoístas son estas gentes! Acaban de llegar mis hijos y quieren que ya los abandone. ¿Pensarán que los animales no los queremos tanto o más que ellos?”
La alcaldesa, que estaba en primera Plana, pidió silencio y suplicó a la cigüeña.
—Obedece, por favor, obedece, que el campanero cuidará tu nido a la vez que repica las campanas y cuando regreses encontrarás tus retoños sanos y salvos.
La cigüeña remontó el vuelo y el pueblo en pleno la siguió al son de las campanas.
En los canales de los tejados los chupateles se convertían en perlas transparentes que hacían las delicias de los pájaros. El río se agitaba en el pueblo como si despertara de un sueño de siglos al sentir las caricias del sol sobre las múltiples chepas de hielo que lo habían tenido inmóvil durante tantos meses. Sonreía como jamás lo había hecho: en forma de borbotones de agua cristalina que brincaban de peña en peña. “Ya era hora de volver a verle los ojos al sol, que este granuja, cuando se va de picos pardos, hasta se olvida de que yo estoy aquí pasándolas moradas. Tengo que inventar algo para cortarle los vuelos pues no es justo que se marche tan lejos y para tanto tiempo”. En las orillas las mimbreras se llevaban las ramas a las copas pues estaban tan débiles que se asustaron de volver a sentir circular la savia por sus venas. “¿Pero qué va a ser de nosotras con lo que después de tanto frío ahora abrasa el sol si los hombres nos piden sombra? nos llamarán inútiles”. Entonces sus hojas se llenaron de lágrimas, y al no ver ellas, tampoco serían vistas. Tras un sinfín de recodos que hizo el camino interminable, surgió una montaña que tía Lulú tuvo que subir a gatas y los demás con la lengua fuera. Al llegar a la cima se quedaron boquiabiertos: a sus pies, poblado de árboles azules con grandes hojas en forma de estrellas de ocho puntas, estaba el barranco. Con el tiempo comprobaron que aquellos árboles sólo podían nacer y vivir allí y que sus hojas, al atardecer, se convertían en flores para perfumar el barranco hasta el amanecer. Descendieron la montaña y la sorpresa les atrapó de nuevo: entre los dos árboles más viejos había una cabaña hecha de cañas y barro y a la puerta una tumba sin nombre, sin fecha, sin cruz, pero tan cuidada que no parecía estar a merced del tiempo.
—¿Quién está enterrado aquí? -preguntaron todos.
—Nadie -respondió tía Lulú-. Esto no es una tumba de cristianos, es la yacija donde se esconde con su botín, cuando oye gente, el duende que secuestra las letras y los números, los juguetes, los insectos, las flores y todo lo que le sirva para que los hombres, al creerlo perdido, sepan valorarlo.
—Y cuando no está escondido ¿dónde vive?
—En esa casita. ¿No veis lo limpia que está? Él la cuida, él se cuida, y entre sus muros guarda los sueños de todos los niños que sufren por culpa de los mayores.
—¿Y cómo se llama el duende?
Tía Lulú guardó silencio para no mentir, Bella Luna guiñó un ojo a sus amigos para rogarles prudencia y el alcalde, ávido de lucirse, se plantó en la cabecera de la tumba y tomó la palabra:
—Diga lo que diga tía Lulú para quitarse méritos, quien ha salvado a Mimbres Blancas de desaparecer del mapa para siempre, ha sido ella. Aplausos. Ella encontró a Bella Luna, ella dio con nuestros hijos, con nuestros animales, con nuestras cosas. Más aplausos. Es pues la mujer más valiente del pueblo, la más sabia, la más buena. Más aplausos. Y como lo que ha hecho por nosotros no se paga con dinero, vamos a poner en la puerta de esta casa una placa con su nombre y la fecha, para que nuestro agradecimiento sea perpetuo y su actitud nos sirva de ejemplo. Más y más aplausos.
Mientras que el alcalde, auxiliado por el alguacil, incrustaba la placa de acero brillante en la pared desconchada, todos se abalanzaron sobre tía Lulú para besarla, para abrazarla, para acariciarla, y por primera vez en su vida lloró de alegría.
Al terminar la ceremonia todos se sentaron a la sombra de los árboles para recuperar las fuerzas perdidas y poder emprender el regreso. De repente todos empezaron a quejarse del estómago: era la hora de comer, y nadie había llevado comida. Tía Lulú propuso preparar una comida campestre y todos siguieron sus instrucciones. Las mujeres se ocuparon de cortar leña y encender una hoguera de pocas llamas y muchas brasas; los hombres se encargaron de cazar varios venados y despiezarlos; los niños se fueron a buscar moras y otras frutas silvestres, y tía Lulú, que se negó a no colaborar, sacó de la casa cuchillos, tenedores, fuentes, jarras, una artesa de panes y una damajuana de vino. En cuanto el asado estuvo listo se dividieron en grupos y sentados sobre la hierba alrededor de la hoguera dieron fin al banquete. Tía Lulú iba de grupo en grupo picoteando como un jilguero de todas las fuentes.
—A gloria bendita me sabe hoy el pan porque lo como rodeada de muchos amigos!
Todos en familia comieron y bebieron y llenas las panzas cogió la dulzaina y el tamboril el tío Chan, que era el más diestro y antiguo dulzainero del lugar, y empezó la danza. Todos bailaron al ritmo del tambor y al son de la dulzaina los más típicos bailes de la zona. La tía Lulú fue la primera que salió a bailar una jota. Recordó en voz alta que la última vez que la bailó fue por la fiesta del pueblo y tenía veinte años. Ya había llovido desde entonces pero recibió una gran ovación porque bailó con la misma gracia que bailaba de moza. Los niños iban y venían tejiendo una danza de gritos, carreras y juegos que llenaba el ambiente de alegría y de esperanza. Tuvo que ser tía Lulú quien ya al alba mandara cada mochuelo a su olivo.
—¡Los hombres a podar mimbreras y las mujeres a sus faenas domésticas! Los niños, a las clases, que ya no se irán de pingo ni las letras ni los números y yo... a llevar las flores de jara a mi Fufú, ¡que no sé cómo no se han marchitado ya de tanto esperar!
Tía Lulú no había vuelto a vivir un día tan feliz desde que su padre la echó de casa y tuvo que aislarse del mundo, pero su mayor alegría fue comprobar que aquellas gentes que siempre la habían mirado de reojo porque, según decían, se escapó de casa con una familia de titiriteros que había ido por las fiestas del pueblo, que trajo a su madre vagando de camino en camino por encontrarla hasta que sus pies se negaron a dar un paso más, porque la muy lagarta sólo volvió cuando murieron para adueñarse del molino, ahora la miraban con cariño, con respeto, con gratitud. Sólo una pena nublaba su alegría: ¡Qué feliz sería Fufú si pudiera ver cómo han cambiado los sentimientos de nuestros vecinos! Movió la cabeza una y otra vez para echar a volar aquel pensamiento. No quería llorar delante de nadie, ella siempre había llorado a solas. Decía que las únicas almas que estaban en el infierno eran las de las personas que en la tierra habían hecho sufrir a los demás de forma voluntaria, y segura de que sus amigos se preocuparían al verla, se tragó las lágrimas y siguió bromeando.
—Pero bebed el último trago para coger fuerzas. Tendréis que turnaros para llevarme a hombros, aunque pensándolo bien, me guardo el vino para mí, hay demasiadas cuestas y si encima las veis dobles…
No tuvieron que cogerla a hombros, pero sí andar a su paso, lo que supuso una jornada larga y penosa.
—Os estoy dando más guerra en un día que vosotros a mí en toda la vida -decía para disculparse de tantas molestias, cada vez que uno le soltaba el brazo para que otro se lo cogiera, pero le agradaba ver que todos se mataban por ayudarla.
Cuando llegaron al pueblo al caer la tarde, tía Lulú lo tenía muy claro: si las personas se unieran en los problemas como se unían en las fiestas, sólo tendrían que llorar por las desgracias ajenas a su voluntad, pero eso sólo podía decírselo a los niños, los mayores no la entenderían.
Relación de libros publicados por mi autora: María Jesús Sánchez Oliva. Pero antes quiero recordarte que por ser el primero de sus libros me ha distinguido con este espacio en su blog del que me siento tan orgulloso como responsable.
“Garipil (1995)”.
Reseña: Garipil es un semáforo. Nace con una idea en la cabeza: decir a la sociedad que las máquinas como él nacen para estar al servicio del hombre, para ayudarle en todas las tareas que tiene que realizar, para hacerle la vida más cómoda, pero en ningún caso para suplirlo. Su mensaje es tan aconsejable para niños como para mayores.
“Letanías (1999)”.
Reseña: Letanías es una colección de historias breves pero completas. El libro ideal para los que quieren leer pero les falta paciencia para enfrentarse a libros con muchas páginas. Algunos de los relatos han sido premiados en distintos certámenes literarios.
“El rosario de los cuentos (2003)”.
Reseña: En los primeros años de la posguerra española, en un pueblo de Castilla, un cura de la época es incapaz de encauzar a sus feligreses por el camino recto a través del Santo Rosario, como era costumbre. Ante su fracaso decide transformar cada misterio en un cuento. El resultado son quince cuentos para niños de distintas edades. Cada cuento está ilustrado con una viñeta alusiva a la época. Este libro obtuvo el tercer premio en el Concurso de Cuentos Tiflos en su edición de 1996.
“Cartas de la Radio (2007)”.
Reseña: Cartas de la Radio es una colección de cartas o artículos de opinión escritas y leídas semanalmente en un Onda Cero por María Jesús Sánchez Oliva durante cuatro años. Las cartas van dirigidas a políticos, ciudadanos de a pie, víctimas del terrorismo, instituciones, asociaciones, etc., y no pocas nos llevan a acontecimientos que siguen vivos en nuestra memoria.
“Cuentos de la Cigüeña (Soles y Lunas) (2014)”.
Reseña: Son doce cuentos escritos en verso con los que las mamás y los papás disfrutarán leyéndoselos a sus hijos y los niños aprenderán a amar la poesía a la vez que los cuentos.
“Los días perdidos (2018)”.
Reseña: En esta novela se narra la historia de Ara, una mujer que de forma inesperada tiene que enfrentarse a una ruptura matrimonial. El impacto la lleva a recluirse en su ático de soltera. Tras varios años de aislamiento, al salir de casa una mañana, la avería del ascensor la obliga a bajar andando todas las plantas del edificio. En cada planta se encuentra con una mujer que le cuenta su historia. Son mujeres muy distintas unas de otras, pero todas, por distintas razones, han perdido muchos días de su vida. Ya en la planta baja se encuentra con Daniel, el único vecino del edificio que también ha perdido muchos días inútilmente, y de forma espontánea los dos deciden no perder ni uno más. “Primer Premio Tiflos 2013”.
Para más información sobre los libros, hacer un comentario o simplemente saludarme, solo tienes que contactar conmigo a través de mi dirección de correo electrónico:
Estaré encantado de responderte.
Gracias por tu visita y hasta el próximo número.
Firmado: Garipil.
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