lunes, 2 de agosto de 2021

COSAS DE GARIPIL

¡Hola! Aquí estoy, con el segundo capítulo de Bella Luna, por si os apetece seguir leyendo el libro.

 

          II UNA PATENA DE PLATA

     Al entrar en Mimbres Blancas podía verse una casa de paredes muy blancas y tejado muy rojo. Tanto en verano como en invierno tenía las ventanas cerradas a cal y canto. En la puerta había un manzano que en verano se llenaba de manzanas que duraban hasta bien salido el otoño.

     En aquella casa tan hermética vivía el matrimonio Lláguez con su hija que a la sazón era bebé. Tarri, la madre, era muy limpia y muy envidiosa; Ñoto, el padre, era muy trabajador y muy débil de carácter. Sólo tenían un sentimiento en común: amaban tanto a su hija que ambos, sin temor al ridículo, afirmaban que las estrellas del cielo recorrían la tierra de palmo a palmo todos los días y jamás habían visto en ella otra niña más bella que su hija. Cuando la niña nació se apresuró a decir Ñoto:

     —Se llamará Rosa porque es la flor más hermosa de la primavera y la única que puede compararse con ella.

     Tarri se puso hecha una verdadera fiera y a punto estuvo de sacarle los ojos con las uñas de la rabia que invadió todo su ser.

     —¡Mi hija es mil veces más bella que todas las flores de la primavera juntas! A veces pienso que tienes la cabeza de un alcornoque porque en lugar de ideas te salen de ella trozos de corcho. ¿No te has parado a pensar que todos los mimbreros tienen una hija llamada Rosa? ¿Cómo va a llamarse este lucero igual que esas cacatúas? En lugar de persianas, tienes tabiques en los ojos. ¿No has visto que nuestra hija es un trozo de la luna que se ha caído del cielo para embellecer la tierra?

     Al final de la disputa el matrimonio Lláguez inventó un nombre para su retoño: Bella Luna. Una mañana de domingo Tarri y Ñoto cogieron a su hija en brazos y entraron en la iglesia para bautizarla. Iba muy linda con su toquilla de flecos color de rosa y su mantilla bordada con hilo de seda en tonos rosados sobre fondo marfil, pero ni más ni menos que cualquier bebé de Mimbres Blancas en semejante día. El cura empezó a santiguarse cuando oyó decir a Ñoto:

     —Quiero que se llame Bella porque es la criatura más hermosa de la tierra.

     No se había besado los dedos cuando Tarri añadió:

     —Y Luna porque es un pedazo de esa estrella de plata que sale por las noches para que el día no se muera.

     El cura tuvo que santiguarse de nuevo.

     —¡Jesús, José y María! ¡Qué barbaridad! Ese nombre no es cristiano, y si no lo llevaron los santos, ¿cómo va a llevarlo este ángel que simplemente por ser mortal está ya marcado por el pecado Original? Sus razones no justificarán ante Dios sus deseos. Por un lado todos los niños son preciosos, y si no lo son, a nadie se le ocurre buscarle un nombre a juego. Piensen por un momento que su hija ha nacido con la cabeza como una calabaza y fea como una mona. ¿La habrían querido llamar Calabaza Fea? ¡Pues a no sacar las cosas de quicio! Esta niña es igual de guapa que todas y la luna no anda tirando trozos a diestro y siniestro. ¡Déjense de garambainas y díganme un nombre cristiano!

     Si el cura no cierra la boca, Tarri se lo come con sotana y todo.

     —¡O le pone el nombre de Bella Luna, o la dejo mora!

     Como el cura quería que todos los niños fueran cristianos tuvo que ceder pues sabía cómo se las gastaba Tarri, pero aprovechando que Tarri no sabía leer y escribir y Ñoto sólo lo hacía en minúsculas, escribió en el papel del bautismo un nombre con  mayúsculas y al echar el agua bendita sobre la cabeza de la niña lo pronunció en latín para no delatarse. El cura quedó en paz con su conciencia y los Lláguez salieron de la iglesia más orgullosos que un pavo real con su Bella Luna. Así de exagerados eran  aquellos padres para su hija y especialmente la madre.

     El amor de Tarri por la limpieza se agudizó tanto al ser madre que acabó siendo una manía que la dominaba noche y día. Todo en aquella casa relucía como monedas de plata. Una sola brizna de polvo la sacaba de sus casillas y en aquellos momentos era capaz de crisparle los nervios al santo Job. ¡Pobre de Ñoto si comiendo caía una sola miga de pan al suelo! El escándalo del numerito que le montaba se oía en las cuatro esquinas del pueblo. Igual en verano que en invierno, con calor o con frío, con sol o con sombra, Ñoto tenía que tejer sus mimbres en la calle y cuanto más lejos mejor. No podía utilizar el cobertizo porque Tarri se ponía histérica cuando una viruta se metía en la casa y volaba hasta posarse en algún rincón. Los días de muy bajas temperaturas se cobijaba en la cuadra de los burros pero un día tuvo un problema muy serio. Los cestos que confeccionaba en la cuadra se impregnaban del olor de los animales. Para que el viento se llevara de ellos los malos olores, los dejaba en plena calle, toda la noche a la intemperie. En una de aquellas noches cayó una tormenta inesperada y desbarató todos los cestos. Tarri lo tachó de abandonado y ni siquiera en aquellos días en los que el viento congelaba las ideas le daba permiso para que utilizara el cobertizo. Una noche de invierno, al terminar su tarea, Ñoto le mostró las manos.

     —Mira la de sabañones que tengo y pican como la sarna, pero lo peor es que cuando tengo las manos tan engarañadas, no puedo tejer las mimbres.

     Tarri siguió en sus trece.

     —Te quejas de cualquier cosa. Yo te los curaré frotándotelos por las noches con una cabeza de ajo asada a la lumbre y no te volverán a salir aunque las heladas caigan una tras otra. Cualquier cosa es mejor antes que ver virutas bailando por casa.

     Para mitigar los dolores, Ñoto sólo tenía un remedio: trabajar con mitones de lana. Los pájaros no gozaban de mayores privilegios. En cuanto Tarri asomaba a la puerta huían de las ramas del manzano pues había matado a más de uno al sacudir el mandil para espantarlos. Todo el delito de los pájaros consistía en que picoteaban las hojas y sembraban el suelo de motas verdes. Se alejaban muy tristes los pájaros porque les encantaba saltar entre sus ramas y jugar con las manzanas pero no les quedaba más remedio si querían salvar el plumaje. ¡Pobres moscas! Ni una sola se libraba de la manía de Tarri. Sobre las repisas de las ventanas distribuía varios cuencos al ras de unas hierbas empapadas en un almíbar. Las moscas, ingenuas, acudían a libarlas pensando que era una golosina y caían fulminadas porque se trataba de un veneno mortal. Ñoto salía en su defensa porque no soportaba que alguien maltratara a los animales y especialmente a los más débiles.

     —¿No te da pena matar así a las moscas? Hay otros sistemas menos crueles para que no molesten, puedes sacudirlas con un espantamoscas y se alejarán solas donde las dejen vivir en paz. Eso es lo que haría cualquier mujer con medio gramo de seso en el coco.

     Tarri se subía por las paredes.

     —Antes o después volverían y, además de ensuciarme las cortinas, zumbarían alrededor de Bella Luna. No voy a ser tan incauta como para permitir tal atrocidad. ¿No sabes que con un picotazo de estas malditas moscas puede enfermar nuestro lucero? Ni quieres a tu hija ni te importa que yo tenga las manos sin piel de tanto limpiar por su salud, pero no te preocupes, que tendrás moscas para dar y regalar, estos bichos no deben saber hacer otro oficio más que el de parir. ¡Hay que ver con qué rapidez se multiplican!

     Los niños de los vecinos querían ir a visitar a Bella Luna pero Tarri se oponía a que entraran en la casa para evitar que las huellas de sus botas quedaran marcadas en las brillantes baldosas. Ñoto veía crecer a Bella Luna sin más compañía que la de sus padres, y una tarde, armándose de valor, sugirió a Tarri:

     —Deberías dejar entrar a los niños en casa, para que jueguen con Bella Luna y se empiecen a conocer, porque al fin y al cabo son vecinos y de mayores tendrán que ser amigos.

     Tarri puso el grito en el cielo.

     —¿Es que no has visto que esos gamberros van siempre con las uñas llenas de tierra y los jerséis llenos de lámparas? Viven como perros vagabundos y no quiero que llenen de pulgas a mi tesoro. Me pone enferma ver una polilla en casa y sé que me moriría en cuanto viera en las ropas de Bella Luna la sombra de una mancha.

     Eran temibles las reacciones de su esposa  pero Ñoto sacaba siempre la cara por los niños, entre otras razones porque era verdad lo que decía de ellos:

     —Los niños salen de sus casas limpios como soles. ¿No ves como las madres van y vienen todos los días del río con un  barreño de ropa a la cabeza? Pero estos renacuajos sólo piensan en jugar y tardan menos ellos en ensuciarse que las madres en lavar. ¡Normal! No hay mayor alegría para un niño que la de rebozarse en la arena, y las madres, aunque se pongan de uñas con ellos, tan contentas. No hay nada más hermoso que la carita de un niño cuando baja de un árbol hasta las orejas de mierda y con las ropas rotas pero con un nido en la mano. ¡Qué ilusión me hace ver crecer a Bella Luna para que haga las mismas travesuras!

     Ñoto tuvo que olvidarse de expresar este sentimiento porque cada vez que lo hizo le dio un síncope a Tarri y los platos bailaron en la cocina.

     Cuando las vecinas oían llorar a Bella Luna a través de las paredes le decían a Tarri:

     —¿Por qué no la llevas a tomar el aire y el sol entre las mimbreras?

     Tarri se escandalizaba.

     —¡Oh, qué horror! Yo soy una buena madre por encima de todo. El sol se apresuraría a tostar las mejillas de nieve de mi Bella Luna y el aire no tardaría en enredar los caracoles de sus cabellos de oro. Me moriría si a mi princesa le saliera una sola peca en la cara o si con el peine tuviera que hacerle daño para peinarla.

     Todas las madres tenían su amor propio como era natural y cada una de ellas ponía de ejemplo a sus hijos con mucho orgullo:

     —¿Ves? Mis hijos juegan entre las mimbreras igual en invierno que en verano y están fuertes como robles y sanos como manzanas.

     —Como los míos, que ni atados paran en casa, pero mejor así. No hay mayor tranquilidad para una madre que ver a sus hijos con ganas de jugar porque es señal de que no están enfermos.

    —Lo mismo digo yo de los míos. Prefiero gastar el dinero en jabón para lavar y en hilo para coser que en boticas para curarlos.

     Entonces la envidia cuchicheaba en los oídos de Tarri: No puedes tolerar que estas pécoras piensen que Bella Luna está enferma. Les duele que tu hija llore de alegría al sentirse tan protegida mientras que los suyos lo hacen al sufrir algún percance por estar abandonados. Tienes que demostrarles que no sólo es la niña más bella de Mimbres Blancas, que es, también, la más sana. Y dándole vueltas al coco se le ocurrió una idea que le pareció magnífica para salir airosa de aquel laberinto: tendría todas las ventanas abiertas siempre de par en par y con los visillos recogidos. Aunque tuviera que estar más pendiente de la limpieza porque el polvo no encontraría barreras, era lo propio para presumir de dos maravillas que, según ella, solamente existían en su casa. Una, que todas vieran que Bella Luna era una auténtica joya por su limpieza, por su alegría, por su hermosura y por su salud; otra, que las vecinas se enteraran que todo en su casa brillaba como el sol y  olía como las flores, que su casa era una patena de plata, la única patena que existía en Mimbres Blancas. Aquella idea la colmó de dicha. “Todas se pondrán verdes de envidia cuando vengan a husmear por las ventanas. ¡Qué cara de rabia se verán todas en este suelo de baldosas que parecen trozos de espejo! Embobados se quedarán sus hijos y van a patalear de coraje por no poder estar tan bien cuidados como Bella Luna. Solamente imaginar las muecas de sus rostros me hace temblar de alegría. ¿Y qué decir de los vecinos? ¡Cuántos querrán estar en el lugar de Ñoto aunque tuvieran que entrar en casa con los pies al hombro!”

     Sin encomendarse a ningún santo llevó a cabo su plan. De día acercaba la cuna de Bella Luna a la ventana y de noche la metía en su cuarto. El trajín que se traía le dejaba los riñones baldados, pero sufrir por aquello la hacía inmensamente feliz.

     Claro que los niños se embobaban con Bella Luna pero haciéndole monerías a través del ventanal. Una tarde la niña tiró el chupete y empezó a patalear para que los niños la cogieran y la sacaran de la cuna. Tarri los espantó con un balde de agua tan helada que  tardaron mucho tiempo en volver a meter las narices allí.

     —Largaos de aquí, ¡sinvergüenzas!, que habéis hecho llorar a la niña y se me va a ahogar con las lágrimas.

     Ñoto protestó en más de una ocasión.

     —A ver cuando te da por cerrar las ventanas que en esta casa hay más viento que en la sierra, y cualquier día de estos nos pillamos todos una pulmonía que nos entierra.

     Tarri se asustó tanto de aquella posibilidad que decidió cerrar las ventanas por las noches.

     Los meses transcurrieron y Bella Luna creció sola en la patena de plata sin más amiga que su madre que se pasaba los días limpiando y mirando de  reojo por las ventanas con la esperanza de ver las caras curiosas de sus vecinas. Solamente Ñoto la sacaba de la cuna por las noches y jugaba con ella por toda la casa hasta que aprendió a andar por sí sola. A hurtadillas de la madre salían a la calle después y jugaban a correr para pillarse. Bella Luna disfrutaba de lo lindo porque siempre era ella quien alcanzaba a Ñoto. Una noche ocurrió un percance que puso punto final a los juegos nocturnos. Tarri preparaba la cena ajena a los juegos del padre y de la hija. Bella Luna tropezó con una piedra y al caer al suelo se le clavó en la cabeza una de las esquinas del poyo.  La pitera apenas sangró, pero lloró del susto. Tarri corrió a auxiliarla pero Bella Luna ya estaba tranquila entre los brazos de Ñoto, lo que no evitó su furia.

     —¡Vas a matar a la niña! ¡No tienes corazón! ¡Qué feliz está ella solita cuando tu         estás tejiendo mimbres! ¿No te da pena enzarzarte a jugar con ella y obligarla a correr como un gato detrás de un ratón con lo frágiles que tiene las piernas? ¿Te parece bonito que, además del trabajo que me dais los dos, tenga que llevarme estos sustos? ¡Qué horror! Me paso veinticuatro horas limpiando y en un santiamén me dejáis la casa patas arriba. ¡Dios mío!, si no me crecen las uñas de tanto quitar los remolinos de polvo que entran por las ventanas como Pedro por su casa. ¿Es que todavía no sabéis que las abro para que todo el pueblo nos envidie? No merezco que me paguéis con esta moneda, desde luego que no.

     Ñoto guardó silencio para calmar la tempestad. Bella Luna lloraba como una Magdalena, pero no porque le doliera la pitera, sino porque Tarri juraba y perjuraba que no volverían a jugar más, ni en la casa ni en la calle.

     —A ti te lo perdono, tesoro, porque no tienes edad para pensar, pero a tu padre ya le he puesto las peras al cuarto. Piensa menos que un mosquito, pero no llores, que yo cuidaré de que no vuelva ni a fatigarte ni a accidentarte. Desde mañana cenarás temprano y cuando regrese del mimbreral ya estarás a salvo entre los brazos de los ángeles. No se entera de que tus piernas son muy frágiles todavía; además, si no corto esta barbaridad a tiempo, no tardaré en ver a la puerta a todos los salvajes del pueblo, y acabaré matándome con sus madres para defenderte por no matarlos a ellos. Verás cómo aprende la lección perfectamente y me dará la razón. ¿Es que acaso no está tan orgulloso de ti como yo? Sé que entre todos los mimbreros presume como un pavo real de ser padre de una niña tan preciosa como una muñeca y tan limpia como un jaspe y de vivir en una casa que es la única patena de plata de Mimbres Blancas.

     Y como lo dijo, lo hizo. Pero Bella Luna echaba tanto de menos aquellos juegos que  Tarri tuvo que resignarse a que dejara la cuna durante el día porque no dejaba de patalear, pero eso sí, imponiendo sus normas.

     Bella Luna se despertaba muy temprano pero Tarri no la dejaba salir de la cuna sin desayunar.

     —Tienes que coger fuerzas para empezar a moverte —le decía—. ¿No ves que aunque cenes bien te levantas en ayunas?

     Tras bañarla en agua de rosas la vestía de punta en blanco, acercaba un reclinatorio de mimbre tejido como la cuna por Ñoto al ventanal, la ponía de pies en él, la sujetaba con dos correas cruzadas en el pecho y le decía con toda la ilusión del mundo:

     —Ahora que estás como un sol de limpia,  que hueles como una azucena y luces como una princesa, aquí, quietecita, para que todos te vean y nadie te toque que, además de mancharte, pueden contagiarte sus males. ¡Ya verás con qué cara de envidia te remiran los hijos y las madres! ¡Te lo vas a pasar de lo lindo! ¿A que sí?

     Pero se equivocaba. Bella Luna pegaba la nariz al ventanal como una muñeca de porcelana al escaparate, pero ni se divertía, ni la envidiaban, al contrario, era ella quien envidiaba a los niños que, sin hacerle el menor caso, se revolcaban en los montones de arena, saltaban en los charcos, rebuscaban tesoros entre las piedras y otros juegos que inventaban a medida que crecían. Por las noches lloraba mucho a la hora de acostarse. Su madre le tapaba la boca con el chupete embadurnado de miel y tenía que callarse porque se le pegaban los labios. A media noche se despertaba dando gritos: soñaba de dormida que jugaba con su padre y era feliz, pero al despertar y ver la realidad se llenaba de desilusión. Tarri la vigilaba como un centinela.

     —Cenas tan temprano que te despierta el hambre. Te haré cada día un flan de nata con cerezas para que lo comas a estas horas. Se te callará el estómago y dormirás como un lirón.

     Tarri era capaz de todo por Bella Luna menos de entender que necesitaba jugar fuera de aquella patena de plata.

 

María Jesús Sánchez Oliva.

   

     Relación de libros publicados por mi autora: María Jesús Sánchez Oliva. Pero antes quiero recordarte que por ser el primero de sus libros me ha distinguido con este espacio en su blog del que me siento tan orgulloso como responsable.

     “Garipil” (1995).

     Reseña: Garipil es un semáforo. Nace con una idea en la cabeza: decir a la sociedad que las máquinas como él nacen para estar al servicio del hombre, para ayudarle en todas las tareas que tiene que realizar, para hacerle la vida más cómoda, pero en ningún caso para suplirlo. Su mensaje es tan aconsejable para niños como para mayores.

     “Letanías” (1999).

     Reseña: Letanías es una colección de historias breves pero completas. El libro ideal para los que quieren leer pero les falta paciencia para enfrentarse a libros con muchas páginas. Algunos de los relatos han sido premiados en distintos certámenes literarios.

     “El rosario de los cuentos” (2003).

     Reseña: En los primeros años de la posguerra española, en un pueblo de Castilla, un cura de la época es incapaz de encauzar a sus feligreses por el camino recto a través del Santo Rosario, como era costumbre. Ante su fracaso decide transformar cada misterio en un cuento. El resultado son quince cuentos para niños de distintas edades. Cada cuento está ilustrado con una viñeta alusiva a la época. Este libro obtuvo el tercer premio en el Concurso de Cuentos Tiflos en su edición de 1996.

     “Cartas de la Radio” (2007).

     Reseña: Cartas de la Radio es una colección de cartas o artículos de opinión escritas y leídas en un programa de radio por María Jesús Sánchez Oliva durante cuatro años. Las cartas van dirigidas a políticos, ciudadanos de a pie, víctimas del terrorismo, instituciones, asociaciones, etc., y no pocas nos llevan a acontecimientos que siguen vivos en nuestra memoria.

     “Cuentos de la Cigüeña (Soles y Lunas)” (2014).

     Reseña: Son doce cuentos escritos en verso con los que las mamás y los papás disfrutarán leyéndoselos a sus hijos y los niños aprenderán a amar la poesía a la vez que los cuentos.

      “Los días perdidos” (2018).

      Reseña: En esta novela se narra la historia de Ara, una mujer que de forma inesperada tiene que enfrentarse a una ruptura matrimonial. El impacto la lleva a recluirse en su ático de soltera. Tras varios años de aislamiento, al salir de casa una mañana, la avería del ascensor la obliga a bajar andando todas las plantas del edificio. En cada planta se encuentra con una mujer que le cuenta su historia. Son mujeres muy distintas unas de otras, pero todas, por distintas razones, han perdido muchos días de su vida. Ya en la planta baja se encuentra con Daniel, el único vecino del edificio que también ha perdido muchos días inútilmente, y de forma espontánea los dos deciden no perder ni uno más. Primer “Premio Tiflos” 2013.

 

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     Gracias por tu visita y hasta el próximo número.

 

     Garipil.

 

 

 

 

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