martes, 13 de noviembre de 2018

CAJÓN DE SASTRE

Ordenación alfabética

     El orden alfabético es un sistema fácil y cómodo de localizar palabras en un diccionario, información en una enciclopedia, un número de teléfóno  en una lista, o determinado contacto en nuestra lista de ellos. Pero ¿cuándo surgió esa manera tan fácil y cómoda de localización?

     El escritor e historiador Santiago Posteguillo nos lo explica muy bien en su libro La noche en que Frankenstein leyó el Quijote:

     “A mediados del siglo III a. C., el gran imperio de Alejandro Magno acaba de descomponerse en diferentes estados y a la cabeza de cada uno de esos nuevos reinos ha quedado uno de sus veteranos generales. Seleuco se quedó con Babilonia, Mesopotamia, Persia y Bactria; Antígono obtuvo el control de Frigia, Lidia, Caria, el Helesponto y parte de Siria; Lisímaco se quedó con Tracia, y Casandro con Macedonia; pero es el general Tolomeo quien nos interesa, pues él será quien gobierne a partir de entonces el legendario Egipto, desde el sur de Siria hasta los confines más recónditos del valle del Nilo. Las guerras de frontera, precisamente contra los otros generales del fallecido Alejandro, ahora convertidos en ambiciosos reyes, consumen las energías de Egipto, pero, aun así, Tolomeo I funda un nuevo edificio en Alejandría más allá de los intereses militares: una biblioteca. No tuvo tiempo de más. Teniendo en cuenta a sus belicosos vecinos, ya hizo mucho. 

     Su hijo Tolomeo II le sucede en el trono, pero Tolomeo II no es el gran militar que fue su padre y pronto es derrotado en las fronteras del reino; Tolomeo II, rey faraón de Egipto, se concentra entonces en las grandes obras públicas en Alejandría: continúa con la consolidación de la biblioteca y construye, en la isla de Faros, una gran torre con fuego en lo alto que servirá de guía a los barcos que llegan al gigantesco puerto de aquella emergente urbe del mundo antiguo. Eran barcos cargados con todo tipo de mercancías venidas desde todas las esquinas del Mediterráneo: aceite de la lejana Hispania, vino de la Galia, lana de Tarento… y entre todo lo que traían había cestos enormes repletos de rollos y más rollos de papiro con volúmenes de todo tipo: obras de teatro, poemas épicos, tratados de filosofía, medicina, matemáticas, retórica y cualquier rama del saber de la época. Se trataba de recopilar todo el conocimiento para constituir la mayor y mejor biblioteca del mundo, pero llegó un momento en que todos los funcionarios del nuevo edificio se vieron desbordados por la enorme cantidad de rollos que tenían y así se lo comunicaron a su rey. Fue entonces cuando Tolomeo II llamó a Zenodoto.

     —Necesito que te ocupes de la biblioteca —le dijo Tolomeo II.

     Zenodoto se sentía incómodo. Llevaba meses centrado en la recopilación de los viejos poemas de un tal Homero, un autor antiguo difícil de entender que empleaba palabras viejas olvidadas por todos, hasta el punto de que había ocupado las últimas semanas en escribir un detallado glosario que recopilara todos aquellos términos.

     —El rey faraón de Egipto tiene muchos servidores que pueden ocuparse de la biblioteca —respondió Zenodoto para intentar zafarse de un encargo que retrasaría en meses, quizá en años, el trabajo que llevaba entre manos y que le interesaba mucho más que ponerse a ordenar papiros.

     El rey faraón dador de Salud, Vida y Prosperidad, pues según la milenaria tradición ésos eran sus títulos en Egipto desde el tiempo de las pirámides, sonrió. Tolomeo II siempre fue paciente con Zenodoto.

     —Sólo te pido que vayas a ver la biblioteca. Entonces entenderás.

     Zenodoto no podía negarse. A fin de cuentas era el faraón quien financiaba sus trabajos. Así, a regañadientes, se encaminó hacia la vieja biblioteca. Nada más llegar empezó a entender: Tolomeo II había ampliado notablemente los edificios que su padre había dedicado a aquel centro del saber. Las dimensiones eran descomunales. Era evidente que nunca antes se había construido una biblioteca de esa envergadura, pero aquello carecía de importancia en comparación con lo que Zenodoto encontró en su interior: centenares de trabajadores llevaban miles de cestos repletos de rollos de papiro de un lugar a otro, distribuyéndolos según podían por las inmensas salas de aquella gigantesca obra. Había centenares de miles de rollos de papiro, quizá más de un millón. Incontables, inabarcables. Zenodoto comprendió al rey faraón. No había encontrado a nadie que ni tan siquiera pudiera haber intuido cómo ordenar todo aquello. Y ordenarlo era clave, pues una biblioteca no valía nada por el mero hecho de acumular centenares de miles de rollos si nadie era capaz de encontrar uno cuando alguien quisiera consultarlo. En las pequeñas bibliotecas griegas, donde se acumulaban unos centenares de rollos, el veterano bibliotecario de cada lugar recordaba el sitio donde encontrar cualquier texto, pero allí aquello era absurdo. Nadie podía recordar tanto. Había que clasificar, como fuera; pero clasificar aquellas montañas de cestos llevaría años, siglos. Ni siquiera bastaría una vida. Zenodoto, no obstante, no era hombre de amilanarse con facilidad y puso los brazos en jarras. ¿Cómo ordenar aquel universo de palabras? Tenía que haber alguna forma.

     Zenodoto no durmió aquella noche. Se movió inquieto en la cama. Sólo soñaba con miles y miles de rollos en grandes colinas dispersas como túmulos fantasmagóricos. Se incorporó sobresaltado. Estaba sudando profusamente. Se levantó y echó agua fresca en un vaso de cerámica. De pronto tuvo un momento de iluminación.

     A la mañana siguiente fue a hablar con el rey.

     —Yo me haré cargo de la biblioteca —dijo, y Tolomeo II asintió satisfecho.

     Zenodoto regresó entonces a aquel imponente edificio y se situó en medio de todos aquellos rollos. En su mente recordaba su glosario de palabras antiguas de Homero: eran tantos los términos arcaicos que usaba aquel poeta que los había ordenado por grupos, los que empezaban por A todos juntos, luego los que empezaban por B y así sucesivamente. Al principio le pareció algo demasiado simple, pero pronto se dio cuenta de que aquello funcionaba muy bien para localizar una palabra sobre la que hubiera trabajado. Zenodoto, subido a una mesa que utilizó como improvisado estrado, habló alto y claro a los trabajadores de la gran Biblioteca de Alejandría.

     —Ordenaremos los rollos por orden alfabético según su autor.

     Todos le miraron asombrados. Y, al mismo tiempo, infinitamente aliviados. La tarea llevó meses, años, pero Zenodoto tuvo tiempo de ver en vida aquella inmensa biblioteca con todos los centenares de miles de rollos archivados y localizables y, además, tuvo tiempo de volver a trabajar sobre los poemas de Homero.

     Y así seguimos. Así que cuando busque un libro en una librería o el número de teléfono de un amigo en su agenda electrónica en el móvil, recuerde al bueno de Zenodoto. Se merece, cuando menos, un segundo de nuestra memoria”.

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